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El malestar del campo y sus intermediarios

Tractores cortan la autovía A4 en Sevilla este martes.

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Ni tomates, ni naranjas ni aceituna: el cultivo que más y mejor crece en nuestros campos es el malestar. Y aunque los de ciudad solo lo vemos cuando los tractores cortan las carreteras, es un fruto que no entiende de temporadas: se da todo el año y desde hace décadas. Tampoco distingue climas o denominaciones de origen: es un cultivo extendido por toda Europa, lo mismo en el sur que en el norte, en el Mediterráneo o en Centroeuropa. “El malestar del campo” es estos días la frase hecha con que los medios nos referimos al conflicto.

No entro ahora en cuáles son las causas estructurales y coyunturales de ese malestar, pues son muchas y complejas, y estos días abundan los buenos análisis sobre el tema. Sin necesidad de enumerarlas, estaremos de acuerdo en que el campo está más que abonado para que el malestar eche raíces y crezca sin mucho regarlo, tanto que amenaza con convertirse en monocultivo si no se le pone solución: que lo único que produzca sea eso, malestar.

En lo que sí se parece la actual cosecha de malestar a las de tomates, naranjas o aceitunas, es en el funcionamiento de su “cadena alimentaria”: hasta llegar al consumidor final, el malestar pasa por intermediarios aprovechados que lo inflan para aumentar sus márgenes, resultando en ganancia para unos pocos y ruina para la mayoría.

Los intermediarios que se aprovechan del malestar del campo son hoy la ultraderecha y aquellas derechas cada vez más ultras. Son ellos quienes compran barato el malestar realmente existente y lo engordan rellenándolo con sus agendas políticas: la culpa es de Bruselas, del ecologismo, del “fanatismo climático”, del pacto verde, la Agenda 2030, la globalización y los “urbanitas” que deciden sobre el campo sin pisarlo más que de excursión o turismo rural. Lo de “urbanita” lo dijo Feijóo del Gobierno, al que acusa de “diseñar la política agraria desde un despacho en Madrid viendo la Castellana” mientras él va al terreno (a hacerse fotos con tractores y ovejas), pues alimentar la división campo-ciudad es parte de la mercancía averiada que estos intermediarios nos cuelan.

En ese revoltijo de quejas y demandas del campo, donde junto a problemas históricos se mezclan hoy la PAC, el negacionismo climático, la guerra de Ucrania, la sequía o hasta la ley de bienestar animal, hacen su negocio los intermediarios canallas.

Y junto a los intermediarios, en esa “cadena alimentaria” del malestar interviene también la gran superficie, el hipermercado que no paga precio justo a los productores y además coloca en los lineales fruta importada. En nuestra metáfora, el hipermercado es la Unión Europea y sus políticas neoliberales aplicadas al campo, beneficiando desde hace décadas a la gran industria agroganadera y a los grandes propietarios, firmando tratados de libre comercio cuyas consecuencias se intentan amortiguar con ayudas -mal repartidas-, o facilitando la entrada de fondos de inversión en una creciente uberización del campo, como analizaba un artículo reciente.

El problema del campo no es la lucha contra el cambio climático o los cambios a favor de una producción más sostenible y saludable, sino las políticas neoliberales que desde hace décadas condenan al campo a malvivir, en el mejor de los casos, de la subvención, favoreciendo su abandono y su acaparamiento por grandes propietarios y empresas. Y el neoliberalismo sigue siendo neoliberalismo por mucho que se pinte de verde.

Como no le metamos mano a esta cadena alimentaria del malestar, acabaremos por no tener otra cosa que comer, plato único. Como con los tomates o las naranjas, la solución aquí también es prescindir de intermediarios y apostar por la cercanía: generar alianzas entre productores y consumidores, entre campo y ciudad, entre ecologismo y agricultura, a favor de quienes quieren vivir en el medio rural y ganarse la vida dignamente; a favor de una alimentación sostenible, saludable y justa.

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