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OPINIÓN | 'Un error mayúsculo', por Javier Pérez Royo

Mañana en la batalla cultural piensa en mí

Protesta por la censura de un film en Bezana.

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Hay una guerra contra la cultura y está en todas partes. Le llaman la batalla cultural; pero la batalla cultural es otra cosa. Cuando el gobierno de la II República fundó las Misiones Pedagógicas, y envió a los pueblos más apartados, pobres y abandonados de España, camiones cargados de libros, de reproducciones de clásicos de la pintura, de proyectores de cine, de teatrillos para títeres, de fonógrafos, de lápices y cuadernos..., y con todo este material, a los mejores maestros y maestras de escuela, los más ilusionados, los más entregados, a filósofas como María Zambrano, a pintoras como Maruja Mallo, a poetas como Luis Cernuda, a cineastas como Val del Omar, a bibliotecarias como María Moliner..., se metió hasta el cuello en la batalla cultural con el propósito de que todo el mundo tuviese acceso a la cultura, por muy pobre que fuera, y que España se convirtiese en un país mejor. El presidente del patronato de las Misiones Pedagógicas fue Manuel Bartolomé Cossío, el pedagogo krausista que había sucedido a Francisco Giner de los Ríos al frente de la Institución Libre de Enseñanza. La cultura no es elitista, es democrática, quiere llegar a todas partes porque quiere vivir.

La batalla cultural es no olvidar esos nombres, no dejar de nombrarlos. No dejar de intentarlo de nuevo. La otra batalla cultural, de la que tanto se habla desde hace un tiempo, esconde una guerra contra la cultura. La derecha ya no se quiere a sí misma. Encima, tiene celos de la izquierda. Se autoflagela atribuyéndose un simulado complejo de inferioridad moral, un falso complejo de culpa, para decirse, acto seguido, que por fin lo ha superado y, de este modo, lanzarse a la conquista del poder que nunca debió perder (como si lo hubiera perdido alguna vez), y que le pertenece por derecho natural, por los siglos de los siglos. Sin embargo, detrás de los postulados de quienes se han lanzado a la batalla cultural, lo que se oye gritar es: ¡quiero pillar!

Pillar más. Pillarlo todo. Acusan a la izquierda de imponer su hegemonía cultural, es decir, de que los artistas e intelectuales de izquierdas sean influyentes gracias al control de los medios de comunicación, al monopolio de la industria cultural y a la manipulación de los aparatos del Estado. No se conforman con su propio prestigio, con sus grandes medios, con su eterna influencia, con su posición privilegiada, creen que la buena es la de los otros; pero esto les ridiculiza, y les hace desleales a su legado.

Se empecinan sistemáticamente en tildar de totalitaria a la izquierda, pero nada más totalitarista que transformar la cultura en ideología. Porque esa batalla cultural es, en realidad, una batalla ideológica, es decir, una batalla particular disfrazada de un derecho universal. La batalla cultural es más de ultraderecha que de derechas. Esto es así porque la derecha ha sido culta desde el principio, o ha creado con éxito su propia cultura, y no necesita coartadas, andar pidiendo, lanzarse al asalto de algo que ya tienen. La ultraderecha es siempre una recién llegada.

Gran parte de la gente de izquierdas, progres, rogelios, o lo que seamos, de unas cuantas generaciones (incluida la mía, la boomer, o lo que sea también), hemos crecido y nos hemos formado, en buena medida, en una cultura de derechas, es decir, creada por artistas y escritores de derechas. Eso es lo de menos. Y, además, está muy bien.

Viendo representar 'La venganza de Don Mendo' año sí, año no, en la tele, leyendo un verano entero las novelas de Sven Hassel, siendo admirador incondicional de Luis Sánchez Polack, Tip..., la derecha ha sido culturalmente decisiva en mi biografía. La cultura siempre hace feliz. La batalla cultural es culturizarse, seguir aprendiendo, descubrir. Ser consciente de la propia historia.

Le hemos tomado manía a la historia de España. Es una muesca en la batalla cultural. Sabemos más de Little Bighorn que de las Navas de Tolosa. Parece que hablar de este episodio sea someterse al imperialismo de Castilla, entregarse al orgullo supremacista de la llamada Reconquista. Es un acontecimiento que resulta lejano y antipático. Una vez, fui al monasterio de las Huelgas (donde se conserva no sé si el toldo de una tienda de campaña del ejército musulmán, de la batalla de las Navas de Tolosa), y cuando el guía explicó que el monasterio lo fundó la reina Leonor, mujer de Alfonso VIII de Castilla, y hermana de los reyes Ricardo Corazón de León y Juan Sin Tierra, lo que me vino a la cabeza fue Robin Hood. En concreto, los dibujos animados de Disney y la famosa música silbada con que empieza la película. El zorro haciendo de Robin Hood y el oso que era su amigo, Little John.

Desde siempre he vivido desterrado de nuestra propia historia por hastío, por rebeldía, por buscar un mundo nuevo, por huir. Es cierto que he tenido una reconciliación a medias; por ejemplo, cuando hojeo la revista Hora de España (en los años 70 fue reimpresa en volúmenes y aún corren esos ejemplares por las librerías de ocasión). Se editaba durante la guerra civil, era una publicación cultural del bando republicano donde colaboraban Rafael Dieste, María Zambrano, Antonio Machado, Sánchez Barbudo, Arturo Serrano Plaja, Gil-Albert, Ramón Gaya, Manuel Altolaguirre, Alberti, León Felipe, Bergamín, Moreno Villa, Rodolfo Halffter... Pongo tantos nombres, porque la batalla cultural es no dejar de nombrarlos nunca.

Fue durante la guerra civil cuando la izquierda tomó conciencia de ser española. Antes, se reconocía internacionalista (los trabajadores) y cosmopolita (los de más presupuesto). Al verse expulsados, acorralados, encarcelados, asesinados en nombre de lo que ellos también eran, se dieron cuenta de que formaban parte de España, de que eran españoles. Quizá, a partir de aquel momento, de la guerra, reivindicarse español se convirtió en una batalla cultural. Mi identificación (en el sentido de identidad) con lo español solo afecta a ese período. Más atrás, todo es terra ignota. Y hacia delante, un estremecimiento, un espanto. Suerte de la moda de la arqueología, que nos ha dado un cosmopolitanismo de andamios y yacimientos, una nueva pertenencia universal. Eso hace que no me sienta del todo un renegado.

En la batalla cultural de los años 30, la ultraderecha, que entonces era el fascismo, se lanzó, como ahora, a la busca de un prestigio y de una genealogía, que necesitaba por igual. Lo explicó muy bien el escritor y profesor José Antonio Gómez Marín en su ensayo 'Aproximaciones al realismo español' (Castellote Editor, 1975). Aquí muestra cómo, desde las JONS, Ramiro Ledesma Ramos reivindica a Unamuno en su revista La Conquista del Estado: “Unamuno, antes que nadie, en 1908, dio el tono de guerra, y hoy nosotros, falanges jóvenes, desprovistas de literatura y de cara a la acción y a la eficacia política, vamos a recogerlo en sus mismas fuentes” (núm. 2, 21 de marzo de 1931). Y en el número 4 (4 de abril de 1931), se insiste: “Ya preparamos una cruzada para rescatarlo de los leguleyos y de los ateneístas...”. La batalla cultural sigue siendo esto.

Con Pío Baroja hicieron igual. Destaca el artículo que el vanguardista, falangista y delirante Ernesto Giménez Caballero escribió sobre Baroja, titulado: 'Un precursor español del fascismo'. Apareció originalmente en la revista J.O.N.S. (núm. 8, 1934), y en plena guerra civil lo reutilizó como prólogo para una antología homenaje dedicada al pobre Baroja, a la que Giménez Caballero tuvo el desparpajo de titular: 'Comunistas, judíos y demás ralea' (Edic. Reconquista, 1938).

La batalla cultural supone, en realidad, todo lo contrario de la reivindicación de la cultura, pues solo es batalla por los privilegios, por el poder, por el control de las ideas, pero no es cultural. Están en otra cosa. El otro día vi en la plataforma RTVE Play un episodio de 'Paisaje con figuras', la vieja serie que escribía Antonio Gala. Vi también otro episodio de 'Si las piedras hablaran' (serie, asimismo, escrita por Gala), dedicado al monasterio de las Huelgas, de Burgos. Por eso me he acordado antes de cuando fui. El capítulo de 'Paisaje con figuras' estaba dedicado al Papa Luna y se emitió en 1977, en plena Transición. Entonces, volver a todas estas figuras históricas era hacerse preguntas. Ya no nos las hacemos.

Al principio de aquel capítulo, salía Antonio Gala (igual que Alfred Hitchcock cuando presentaba sus historias en 'La hora de Alfred Hitchcock', o como Rod Serling en 'Galería nocturna' o en 'La dimensión desconocida'), y concluía su presentación de ese personaje diciendo: “Lo difícil no es cumplir el deber, sino saber cuál es”. Me hizo pensar en el sentido la batalla cultural. Y también, en la amnistía.

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