Meditaciones de Severino, 'el Sordo', cuando viene la calor
Los socialistas buenos, los socialistas decentes, los que ahora hacen falta, según las últimas opiniones, siguen enterrados en las fosas de donde no los quieren sacar quienes hoy los invocan, si no murieron proscritos en América latina, o en el destierro francés, donde se exiliaron hasta de su lengua (la política es un lenguaje). Pero, entonces, no se decía América latina, la latinidad era estudiar las declinaciones. América aludía al sueño de un mar de oro, nacido en el siglo de oro, por supuesto, y que perviviría durante eones, hasta que se deshizo para siempre en aquella América cantada y remota de Nino Bravo. Luego vino la nada, que es donde siguen abandonados los esqueletos, los trozos de huesos, los retales de ropa de los socialistas buenos. Mirad al abismo de nuestra historia, ahí están. No declinaron. Muchos, ni tuvieron la opción.
No es lo mismo decir el buen socialista que el socialista bueno. No es igual, sobre todo, cuando lo dicen quienes han convertido la palabra buenismo en un insulto, la han vuelto peyorativa. ¡A quién se le ocurre ser bueno por el mero gusto de ser bueno! Antonio Machado murió como un hombre bueno. Jamás fue ligero de equipaje, ni cuando ya no tenía nada, más que una madre enferma, en aquella pensión de un pueblo perdido, en Francia. Machado cargaba con toda la literatura hispánica en un papel dentro de su bolsillo, con una guerra que se comía a los españoles y con una visión del mundo, de la vida, y a esa visión la llamó Juan de Mairena, le puso nombre de persona, porque era bueno.
La guerra cultural irrumpirá en España impregnada de esa guerra civil. Una guerra no quita a otra guerra, aquí los clavos se incrustan. La guerra cultural de hoy es el brazo moral de la llamada revolución conservadora. Empezó en los años ochenta con Margaret Thatcher y Ronald Reagan; pero tuvo que extinguirse el felipismo, para que hiciera aquí su redoble de tambor. Fue entonces cuando Aznar, el primer conservador que iba con corbata y pulseras de progre, hizo suyos los Diarios de Azaña. Por supuesto que, culturalmente, Azaña pertenece a todos los españoles; pero la guerra cultural es una guerra política. En España, el nombre propio de la revolución conservadora es Contrarreforma. Hay en Aznar un Concilio de Trento permanente, incapaz de conciliarse con una historia que creía enterrada definitivamente. Con Aznar, acaba la mala conciencia de la derecha.
Declarándose español hasta la médula, Aznar es un presidente que se libera de España para convertirse en un tejano amigo de Bush, hijo. A juntarse con Blair y con Bush, Aznar lo llama el Eje Atlántico (en el libro La aznaridad, Random House, 2003, Vázquez Montalbán decía que el término eje le recordaba a Berlín, Roma y Tokio, en la segunda guerra mundial). Toda la España de Aznar cabía en la diminuta isla de Perejil, que es lo que te dan en el mercado los que cortan el bacalao. Sus propuestas culturales las hacía con los pies sobre la mesa. Forjó para sí una individualidad de personaje, no de individuo, y mucho menos de solitario. Porque hizo un personaje de sí mismo, Aznar quedará tan logrado en las caricaturas de Ibáñez. Si Ibáñez deja de inventarse gánsteres (Chapeau el Esmirriau, el gang del Chicharrón...), para dibujar políticos, no es porque sus lectores y lectoras se hayan hecho adultos, sino porque la cultura ha renunciado a su principal valor: la ficción. El realismo es una manera de conformarse.
Aznar invita a demasiada gente a una boda para ser un solitario. Entre todos los presidentes de Gobierno que hemos tenido, solo ha habido un auténtico solitario, Adolfo Suárez. Sería el título, no de una biografía, sino de una novela para leer en la playa, o en los días de lluvia, que tanto se parecen: Suárez o la soledad. Llegó solo, le dejaron solo y, cuando todo se acabó, o quizá antes, fue condenado al ostracismo. Hasta la biología le trató así. Quisieron rescatar su memoria convirtiéndole en un aeropuerto. Un descampado de cemento. Otra nada. Las fotografías de Suárez, solo en el Congreso, contienen toda su biografía. Hace poco, se vio una foto parecida de la ministra Irene Montero. Pero era otro drama el que se representaba, sin monólogo final. Adolfo Suárez, en su discurso de dimisión televisado, transforma el monólogo de Hamlet en cultura política. Antes, la televisión era una máquina de convertir la vida en cultura. Como la guerra cultural consiste en destruir la cultura, el pacifismo es crearla sin parar.
Todo el mundo sabía que Suárez era de Cebreros, un pueblecito de Ávila. En su frente, llevaba la llanura castellana asaltada por pueblos solitarios como intuiciones deslumbrantes. Por eso le pegaba tanto ser de Cebreros, o de cualquier lugar así, y no de una capital. No en vano, y por encargo directo del presidente de Gobierno, el almirante Carrero Blanco (la dictadura militar siempre tuvo vistas al mar), Adolfo Suárez, entonces director general de RTVE, puso en marcha la serie Crónicas de un pueblo. Suárez está tan solo que ni siquiera tiene sombra, tiene imágenes de televisión. El líder encantador, el pastorcillo que mata al dragón y se casa con la princesa, ese Suárez, ya presidente de Gobierno, que Javier Figuero describió entonces en su sátira política, Políticos con cara de foca (Planeta, 1980), encontrará su reflejo en la serie del momento, Curro Jiménez. Una partida en Sierra Morena es la réplica a la España de los partidos. Pero el Algarrobo, el Estudiante, el Fraile, el Malos Pelos..., a las órdenes de Curro, recuerdan asimismo la variedad de corrientes y formaciones que integran la UCD.
Siempre es así. Y, de nuevo, se ha manifestado en las heterogéneas votaciones del 23-J. Las mayorías absolutas son más absolutas que mayorías. Esto lo comprende Pedro Sánchez mejor que Feijóo (que va sin tilde en el ignoto mundo de la ortografía): ganar no es suficiente cuando el juego no acaba, ni se para el juego cuando se gana. Pedro Sánchez tiene algo de Adolfo Suárez, de jugador (y también del mencionado líder encantador). A Suárez, fue Alfonso Guerra quien le llamó tahúr del Misisipi; a Sánchez le han llamado tahúr los fulleros de más alto vuelo. Lo que no es tauromaquia es tahuromaquia. La diferencia entre Suárez y Sánchez es la suerte. Pedro Sánchez nació un 29 de febrero, eso imprime carácter. No sucede todos los años. Por esta razón hace una política bisiesta, sus gestos siempre tienen un día más, que no se ve, pero se cumple.
A diferencia de los seis presidentes de Gobierno que le han precedido (Suárez, Calvo-Sotelo, González, Aznar, Zapatero y Rajoy), Sánchez y su generación ya son producto político de la España democrática. Están limpios de dictadura. Esto es lo que vemos de novedoso en ellos y en quienes les suceden. Quizá por eso, tampoco les importa trabajar en verano. Así nos tienen a todos, escuchando a Labordeta.
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