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La misoginia, amigo mío

Imagen de una exposición dedicada a la figura de Maria Lejárraga, en una fotografía de archivo. EFE/ Miguel Angel Molina

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Hace unos días tuve un déjà vu leyendo una columna de Ignacio Martínez de Pisón donde el autor pone en cuestión la recuperación de la obra de María Lejárraga: «Interesa más el personaje que la obra (…) su literatura, en cambio, es otro cantar. Una literatura llena de monjas piadosas, amores descarriados y buenos sentimientos, que olía a rancio incluso en épocas decididamente rancias (…) Tardó poco en caer en el olvido, y las generaciones posteriores no han mostrado el menor aprecio por ella». La rabia que me invadió fue tan grande que me mantuvo alterada varios días. Sucede, a veces, que las palabras de otros tienen el poder de incomodarnos de tal manera que la reacción más inmediata de nuestro tiempo hubiera sido irme a Twitter a compartir mi furia y contagiar a otros, pero no tengo perfil en esa red y, más allá del primer instante frenético, prefiero contextualizar esas palabras, situarla en una infinita cadena de misoginia que arrastramos desde hace siglos. 

El artículo de Martínez de Pisón se titula “La posteridad, amigas mías” y ya desde ahí salta la condescendencia y el desdén del autor con los lectores, quiero decir, con las lectoras. Decía que había tenido un déjà vu porque el ya desaparecido Javier Marías hizo algo parecido en una columna de 2017, el año que se celebraba el centenario de Gloria Fuertes, para cuestionar las razones de tanta conmemoración. Aquella columna sí que fue muy comentada porque el autor, además de sembrar dudas acerca de la valía de Fuertes como poeta, ofrecía una lista alternativa de autoras a las que sí había que leer. En la estela del concepto de mansplaining que acuñó la ensayista norteamericana Rebecca Solnit, la escritora Llucia Ramis llamó ingeniosamente a lo de Marías un “mariasplaining” (Marías explains things to me). 

Hay una corriente misógina que suele usar sus espacios de privilegio —sobre todo, las columnas de opinión en grandes medios— para decir que cuanto las mujeres hacemos o hicimos es irrelevante, por decreto. Ahora quizá no tan radicalmente, es decir, Pisón nos ofrece autoras alternativas que, aun estando también en la estela de las silenciadas, sí merece la pena leer como Luisa Carnés o Concha Alós. Ni que reivindicar a Lejárraga impidiera hacer lo mismo con Carnés y Alós. Todo lo contrario. Javier Marías pensaba que el hecho de que algunas autoras hubieran creado en un momento tremendamente difícil tenía un «gran mérito, sí, pero eso no las convierte a todas en artistas de primera fila, que es lo que esa corriente actual pretende que sean. Es más, sostiene esa corriente que todas esas artistas geniales fueron deliberadamente silenciadas por la “conspiración patriarcal”. No se les reconoció el talento por pura misoginia». Gloria Fuertes no era una grandísima poeta y María Lejárraga escribía piezas rancias.

En Breve historia de la misoginia, la investigadora Anna Caballé viene a darnos razones para colocar a Marías y Pisón en esa tradición intelectualmente misógina que «ha combatido, y sigue combatiendo, a veces con desesperación digna de mejor causa, el valor de la inteligencia femenina, negándole no ya el reconocimiento sino el derecho a ser considerada parte inalienable de la producción cultural». Quizá a los lectores esto le parezca un asunto pequeño, sin importancia, pero luego nos sorprendemos preguntándonos por qué no conocemos la obra de Carmen Baroja o de Elena Fortún o de Emilia Pardo Bazán o de Carmen de Burgos o de Luisa Carnés y de tantas, tantísimas, por qué no están en los programas académicos, por qué sigue existiendo un enorme hueco en nuestra genealogía. La misoginia sucede desde siempre, no es ninguna conspiración, es el sistema, la estructura de pensamiento imperante. Desde Emilia Pardo Bazán a la que un crítico de 1891, José María de Pereda, le dedicaba un artículo que llevaba por título donde decía que una comezón que «consume y devora, padece la buena de doña Emilia, de un tiempo acá: la comezón de meterse en todo, de entender de todo y de fallar en todo, como si el público no pudiera pasarse sin ella un solo día en las columnas de los periódicos y en la pompa de los grandes espectáculos. Es una enfermedad como otra cualquiera». Pasando por el historiador de la literatura José Carlos Mainer, que en su ensayo Tramas, libros, nombres. Para entender la literatura española de 1944-2000 (Anagrama, 2005) no considera la obra de ninguna escritora que haya publicado en la segunda mitad del siglo XX. En el año 1952, por ejemplo, ignora deliberadamente La isla y los demonios de Carmen Laforet o La sangre de Elena Quiroga, que llegó a ser académica de la RAE, la propia Lejárraga que publica en el exilio Una mujer por los caminos de España o el primer libro de cuentos de Rosa Chacel, titulado Sobre el piélago. O el editor Chus Visor que en 2015 dijo alegremente en una entrevista que «la poesía femenina en España no está a la altura de la otra, de la masculina, digamos, aunque tampoco es cosa de diferenciar. Desde luego, si vas a coger a las poetas desde el 98 para acá, es decir, todo el siglo XX, no ves ninguna gran poeta, ninguna, comparable a lo que suponen en la novela Ana María Matute o Martín Gaite. No hay una poeta importante ni en el 98, ni en el 27, ni en los 50, ni hoy». 

Después de leer la columna de Pisón, lo que sí hice fue escribirle a Laura Hojman, directora del maravilloso documental sobre María Lejárraga, y confesarle mi malestar. Ella estaba justo en esos momentos recogiendo la Biznaga de Plata al Mejor Documental en el Festival de cine de Málaga, y lo que me dijo fue tan hermoso y revelador que lo reproduzco aquí: «Afirma Pisón que las obras de María Lejárraga atribuidas a Gregorio Martínez Sierra no gozaron del favor del público y me extraña enormemente está afirmación tan desconcertante, ya que entiendo que sabe que Canción de Cuna fue una de las obras más representadas en su tiempo, que llegó a estrenarse en Broadway y que se adaptó cinco veces al cine. En Hollywood y en España, por José Luis Garci, siendo la primera película española en ser seleccionada para el festival de Sundance.

El mismísimo Garci cuenta cómo quedó fascinado por aquella obra siendo tan solo un niño, prometiéndole a sí mismo que si algún día llegaba a ser director de cine, la llevaría a la gran pantalla. Aquella obra en la que el señor Pisón solo ve “monjitas piadosas”, revolucionó el teatro, poniendo el foco en la emoción y en la intimidad, en las pequeñas cosas que nos remueven por dentro, algo novedoso en un teatro que hasta entonces hablaba desde la acción y la épica. Detrás de esas monjitas había una obra que hablaba de la maternidad, de los cuidados, de los deseos ocultos, de la libertad. El mismísimo Orson Welles quedó hechizado por aquella obra y quiso llevarla al cine. Pero entiendo que no es suficiente, así que hablemos de El amor brujo, o de esa letra de El fuego fatuo que sigue cantándose en todos los teatros del mundo. Podríamos hablar también de uno de nuestros primeros bestsellers, la novela Tú eres la paz. Seguramente, el señor Martínez de Pisón vea una novelilla rosa y no alcance a ver que bajo aquella trama había una hermosa obra sobre la autoconciencia, que mostraba a las mujeres un camino para encontrar la paz con ellas mismas sin la necesidad de la aprobación externa. María Lejárraga siempre buscó la forma de hacer llegar estos mensajes bajo fórmulas comerciales, el mismo hecho de firmarlas con el nombre de su marido puede interpretarse como una estrategia más. Pero bajo la superficie, una superficie tremendamente bella, sinuosa, evocadora, luminosa, estaba el mundo de las mujeres. Ese que aún hoy, a ojos de algunos, sigue siendo despreciado, considerado pequeño, menor, sin importancia. Decía Virginia Woolf que cuando una mujer se ponía a escribir, deseaba convertir en serio lo que a un hombre le parecía insignificante. Pues en esas seguiremos». 

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