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La política es rara, pero no tanto

Antón Losada

Que la política muchas veces no hay quien la entienda es cosa sabida. Mucha gente quiere el poder pero prefiere renegar de él en público porque los mandones, en general, caemos mal. Mucha gente es ambiciosa pero prefiere disimularlo porque la ambición queda poco fina en el curriculum. Mucha gente necesita el trabajo y se muere por el puesto y los focos pero prefiere aparentar que, en realidad, estaría más a gusto en casa cultivando petunias y escuchando a Brahms.

De semejantes contradicciones, tan humanas como reales, nacen el surrealismo y lo tantas veces incomprensible de la política. Por no decir lo que de verdad se quiere y no querer lo que no queda otro remedio que decir. Así sucede aquí, en China y en Perú. Pero no es menos cierto que cuanto está aconteciendo entre nosotros de un tiempo a esta parte roza ya claramente lo paranormal.

En Catalunya, en horas, hemos pasado de ver cómo se proponía una lista del president en unas elecciones donde se supone que se va a elegir, precisamente, al president, a proponer una lista sin políticos para ganar y volver a convocar otras elecciones para elegir, entonces sí, a los políticos. El resultado de tanta innovación no podía ser otro que lo más convencional del mundo: una lista donde no van más políticos porque no caben.

En la derecha hace tiempo que han perdido el Oremus y eso ya no parece un partido conservador y de orden sino una reunión de estilistas, diseñadores, creativos de publicidad y fotógrafos de vanguardia pasados de rosca. En el PP ya ni el medio es el mensaje. El postureo es el único mensaje. Para un partido que se proclama como garante de la estabilidad tanto cambio de look y de peinado no puede ser bueno. Lo mejor de Rajoy es que era aburrido pero al menos no hacía experimentos. Ahora parece como si el profesor chiflado de Jerry Lewis se hubiera puesto a los mandos en Génova.

En el llamado centro liberal parece que estuvieran rodando una película de los Hermanos Marx, sólo que con más gente y un camarote aún más pequeño. Si como dijo Albert Rivera se trataba de elegir entre Venezuela y Dinamarca, la elección parece clara: salvar el culo. La conversión de adventistas de los milagros de Rosa Díez para ganarse un puesto en la lista de invitados a la fiesta de Ciudadanos daña a la vista y a la moral. Ni siquiera Rosa Díez se merecía esto.

Los socialistas están tan ocupados defendiéndose ante el argumentarlo del Partido Popular y respondiendo a sus acusaciones que, a veces, dan la impresión de haber olvidado que la razón de ser y el éxito de un partido político reside en responder ante los suyos y ganárselos, no en disparar más rápido en la guerra de titulares con los otros.

El lío sobre la llamada unidad popular me supera. Lo reconozco. Donde muchos analizan un debate sobre proyectos, alternativas y estrategias, sólo alcanzó a ver una lucha de egos, ambiciones y liderazgos de hipermercado que roza el ridículo cuando se libra ante los medios de comunicación. Para la historia universal del famoseo quedarán ya para siempre la escena de sofá entre Alberto Garzón y Pablo Iglesias, o el serial de faltadas a sus hipotéticos socios propias de una asamblea de facultad de hace veinte años.

Incluso en la política todo suele acabar resultando bastante más sencillo. Digan lo que quieren, hagan lo que dicen, digan lo que hacen. No tiene más truco.

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