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La Red: campo de resistencias

Francisco Jurado Gilabert

Definía Max Weber al Estado desde la titularidad exclusiva y monopolística del uso de la violencia. Esta cualidad le vendría atribuida a través de un proceso de legitimación que, en nuestras sociedades, se corresponde formalmente con el ejercicio de las facultades legislativa y ejecutiva tras unos comicios electorales. El efecto de la toma de poder se traduce en la facultad de legislar, sí, pero, más importante aún, es la capacidad para hacer cumplir lo legislado, que se consigue a través del ejercicio de la autoridad, con la violencia (en sus múltiples formas) como recurso.

Este binomio derecho-coacción tiene, a su vez, otro poderoso efecto, consistente en la creación de toda una realidad social, es decir, de un conjunto de conductas y prácticas sociales que se repiten en un comunidad y que, soportadas por el ordenamiento jurídico, conforman todo un sistema de códigos de comportamiento y de verdades que moldean la manera en que las gentes de esa comunidad entienden las relaciones interpersonales, el trabajo, la economía, el sentido del honor y, en definitiva, cada ámbito de la realidad que vivimos. No en vano, ya utilizaba recurrentemente Foucault el concepto de la conducta como “la actividad consistente en conducir, la conducción, pero también la manera de conducirse, la manera de dejarse conducir, la manera como uno es conducido y, finalmente, el modo de comportarse bajo el efecto de una conducta que sería acto de conducta o de conducción”.

Es mediante la inducción y control de conductas sociales como el Poder se garantiza su propia reproducción, el establecimiento de un orden en el que los propios sujetos colaboren en su mantenimiento, lo que Hayek denominó reglas generales de conducta. Y qué mejor herramienta que el derecho -con su capacidad para forzar y reglar esas conductas- para conseguirlo.

Hasta aquí todo parece una tarea terriblemente simple para los gobernantes: legislar y obligar a que se cumpla lo legislado, so pena de hacer uso de esa fuerza coactiva que sólo ellos, en su condición de estadistas electos, están legitimados para usar. Una vez interiorizado esto, la función punitiva del Estado empieza a funcionar más por persuasión que por ejercicio material, aunque siga siendo necesario ejecutarla para afianzar conductas, para que no se nos olvide.

Sin embargo, hay algo esencial en esa conceptuación de Weber y es el elemento de territorialidad que atribuye tanto al ejercicio de la violencia como al concepto mismo de Estado. Se presupone la necesidad de un espacio físico -y de sus correspondientes identidades físicas- donde y sobre los que ejercer la coacción. Esto, en un contexto donde Internet supone ya un ámbito enorme de relación interpersonal y de creación y proliferación de conductas sociales, supone una quiebra, una falla, en la histórica capacidad coactiva estatal.

Es aquí, en la Red, donde cobra fuerza la resistencia definida por Foucault como contraconducta, una forma de “lucha contra los procedimientos puestos en práctica para conducir a los otros”. No quiero decir con esto que fuera de Internet no se produjese tal fenómeno, sino que, por su propia naturaleza, es en este medio-espacio donde los viejos dispositivos del Poder sufren más a la hora de desarrollar esta tarea de control, dados los millones de perfiles, la inmensa cantidad de contenidos, plataformas y formas de perderse en este gigantesco bosque de información.

Si dividimos a los actores en la Red en tres grandes grupos, Estado (Gobierno, Administraciones Públicas, etc.) empresas y particulares, es normal que los dos primeros suelan pedir la colaboración de los terceros para denunciar y perseguir comportamientos o contenidos prohibidos, bien por el ordenamiento jurídico o bien por las normas de uso de plataformas, webs, foros o redes sociales. Cuanto más amplias y pobladas sean, más implicación se necesita de los usuarios para vigilar que se cumplan las normas.

Es aquí donde surgen tensiones derivadas de las diferentes concepciones de lo justo, de la asunción de las conductas o de la proliferación de contraconductas. Si el perfil de Twitter de la @Policía reclama la colaboración ciudadana en la persecución de una conducta, ésta se manifestará en mayor o menor medida en función de la apreciación como injusta de esa conducta, consideración que ya no tiene por qué coincidir con lo expresamente tipificado en la legislación. En este sentido, un llamamiento a vigilar y denunciar comportamientos pedófilos contará con mayor colaboración ciudadana que uno dirigido a denunciar webs de enlaces a descargas, habida cuenta que existe ya arraigada una costumbre sobre compartir estos enlaces que no se percibe como algo que deba ser castigado.

De este tipo de tensiones, de enfrentamientos entre diferentes concepciones de lo justo, que deslindan conceptos como legalidad y legitimidad, resultan otros fenómenos como el llamado Efecto Streisand. Y si al final se mezclan muchos de estos ingredientes, pueden resultar experiencias tan llamativas como lo que le ha ocurrido recientemente a Fatima Báñez con su buzón de denuncias anónimas. En este caso, al pretenderse generar una conducta de vigilancia y denuncia en los particulares y contra los particulares, el Poder se ha encontrado con una reacción en la dirección contraria, con cientos de personas denunciando lo que ellas consideran realmente fraudulento, generando una contraconducta que ha dejado en evidencia, una vez más, al partido en el Gobierno y a sus prácticas.

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