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Una semana cualquiera

Un anciano paseando con ayuda de su cuidadora. EFE/ Eliseo Trigo

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Esta no es una semana cualquiera. Las televisiones, la prensa, la radio y, sobre todo, las redes sociales se llenarán de mujeres, de ilustraciones y fotografías con tonalidades violáceas, de mensajes combativos, en definitiva, de feminismo. Pueden pasar 360 días en los que ser activista feminista consiste, más que cualquier otra cosa, en vencer resistencias, las propias y las ajenas, en darse contra un muro una y otra vez, en poner en valor lo pequeño, lo que, aparentemente, pasa desapercibido, en frustrarse, y en mantener conversaciones superficiales y anodinas pero tremendamente cruciales para nosotras donde intentamos convencer a cualquiera que se nos ponga delante de que no hay igualdad. Porque no la hay. Hasta una presentación de un libro feminista es un buen lugar para que alguien del público lance aquello de «pero hemos avanzado mucho», «las cosas ya no son como antes», «ahora es que lo queréis todo, vosotras lo queréis todo». Pero esta semana, el feminismo ocupa otro lugar, nos hacen entrevistas a las feministas, nos invitan a ayuntamientos y universidades, nos ofrecen un minúsculo espacio para que agitemos durante una milésima de segundo la conciencia colectiva. Y pasado mañana, volveremos a ser las pesadas, las necias, las exageradas, las que están divididas, las que se quedan afónicas de decir una y otra vez sin descanso lo evidente.

No quiero ser una aguafiestas, me encantaría ser una de esas feministas felices de las que hablaba Chimamanda Ngozi Adichie, pero la realidad de las mujeres me parece la mayoría del tiempo tan injusta y desoladora, que aquí estoy de nuevo para sembrar discordia. Decía la escritora Jane Lazarre que la esencia y el espíritu del activismo feminista implica contar los relatos verdaderos para contrarrestar los relatos falsos y generalizados. Es importante que cualquier día del año contemos los relatos verdaderos, los que a casi nadie le interesan y que estos relatos se oigan más que las dudas, las amenazas, el miedo y la violencia que todo lo ensombrece. Porque cada día del año, por cada feminista incansable que desde su pequeño lugar en el mundo —el aula de un instituto, la peluquería, la cocina, la mesa de camilla, una consulta médica, un trocito de calle, la barra de un bar— pelea y lucha y alza la voz, hay una mujer que no puede hacerlo, y una manada de gente que, de tanto grito y tanto embuste, empequeñece y diluye nuestro tumulto. 

A mí me sucede que tengo un particular interés por aquellas vidas de mujeres a las que se les presta poca atención de comunes que son, no ocupan portadas ni protagonizan noticias a no ser que se den enormes tragedias, pero están ahí, todas estas vidas de mujeres que por pequeñas y parecidas, repetidas hasta el infinito, forman un complejo y caleidoscópico relato verdadero que merece la pena contar. Para ellas, esta será una semana cualquiera: la misma carga, el mismo trabajo agotador, los cuidados, la precariedad, la vida propia en suspenso, la imposibilidad de elegir. Porque una mujer que no tiene garantizado el pan nunca podrá ser libre. Ni ella lo será ni sus hijos e hijas podrán serlo. 

Alguna vez lo he contado por aquí: mi madre es auxiliar del Servicio de Ayuda a Domicilio (SAD), una de esas mujeres precarizadas que entregan su cuerpo al cuidado de los otros. Mi madre, por su trabajo y por su propia mirada, es para mí una fuente inagotable de historias y desdicha. La mitad de nuestras conversaciones tienen que ver sobre las condiciones laborales de su profesión —por hablar alto y claro, ella, que trabaja siete horas y quince minutos al día cinco días a la semana cuidando a personas dependientes, apenas gana 800 euros, lejos de los 1080 del SMI—, de las mujeres que trabajan con ella y de las personas a las que cuida. Es difícil explicar para mí el dolor y la sensación de injusticia que me embargan cuando la escucho. Ella me habla, se desahoga conmigo y yo viajo hacia mi infancia y adolescencia cuando la rabia ante las injusticias del mundo me sacudía de tal manera y con tanta virulencia que tenía ese pensamiento ingenuo de que con la escritura, con los relatos verdaderos, se podía cambiar el mundo, sin saberlo entonces, ya concebía la escritura como activismo feminista.

Decía que mi madre me cuenta historias, historias de mujeres anónimas que no estarán, seguramente, el 8M en ninguna manifestación, que no pararán de trabajar, que pasarán el día como los otros 364 días del año: cuidando, agotadas, sobreviviendo. Mi madre será una de ellas y también estarán sus compañeras. Cuando mi madre llega a una casa nueva, a veces, si la persona que necesita los cuidados es muy dependiente, si sus familiares no están con ella o no pueden hacerse cargo, hay otra mujer con ella, una mujer interna que vive en la casa en condiciones de esclavitud: no tiene grilletes, pero no vive más allá de esas cuatro paredes, apenas libra una tarde a la semana, no se relaciona con nadie que no sea esa persona a la que cuida que, muchas veces, ni siquiera puede conversar, cobra una miseria, no está dada de alta en la seguridad social, vive en un limbo, al borde de la vida, han dejado atrás a sus hijos, a su familia, su país.

Pienso mucho en esas mujeres, no han sido pocas, todas ellas procedentes de Latinoamérica, de Colombia y Ecuador, sobre todo. Mi madre las considera amigas de batalla mientras comparten casa y cuidados y yo intento imaginar cómo podrá ser sostener entre dos mujeres precarias la vida de otra mujer a la que la sociedad ha dado la espalda también. Cuando mi madre acaba su contrato temporal o cuando despiden a la mujer interna, la amistad se acaba y el relato de esa vida pequeña y de esa lucha se queda en mí. Algún día me gustaría ponerlos todos por escrito. Hoy me conformo con que esta semana, cuando vean unas mujeres con rostros malva en el periódico, cuando se crucen de camino a casa con muchachas portando pancartas en las manos, cuando alguien ponga en duda el feminismo, se acuerden de mi madre, se acuerden de todas las mujeres para las que esta semana será otra semana cualquiera. De todas nosotras va esto del feminismo. 

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