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Que sigan queriendo a Franco, pero sin ofender a nadie

El Valle de los Caídos, durante una misa por Francisco Franco.

Carlos Elordi

El argumento que la derecha suele esgrimir para rechazar cualquier iniciativa para la recuperación de la memoria de los derrotados en la Guerra Civil y de las víctimas del franquismo es que eso “reabre heridas”. Es completamente falso. Porque esas heridas siguen abiertas. El recuerdo de lo ocurrido sigue vivo. Porque los que vivieron no han dejado de transmitirlo a sus hijos y a sus nietos y en las últimas décadas con más fuerza que anteriormente, cuando daba miedo hablar de esas cosas. Mientras que el franquismo sigue suscitando la adhesión, cuando no el entusiasmo, de muchos españoles, aún provoca horror y repudio a otros muchos, tantos o más que los anteriores. Los hay indiferentes. Pero son minoría.

El antropólogo Julio Caro Baroja, que estudió las secuelas de unas cuantas guerras civiles, y en particular de las carlistas, llegó a la conclusión de que para que una sociedad olvide definitivamente un conflicto de esas características es preciso que pasen siete generaciones. Desde la española de 1936-1939 van tres y estamos en la cuarta. Con el agravante de que a aquella guerra le siguió una dictadura que vivieron, con edades en las que podían enterarse de lo que ocurría a su alrededor, los españoles que hoy tienen sesenta y pocos años o más.

Otra cita. José María Maravall, sociólogo, antiguo dirigente socialista y ministro de los gobiernos de Felipe González, escribió a principios de los noventa que el caudal principal del voto socialista en las primeras y segundas elecciones democráticas fue el de los ciudadanos que habían sido derrotados en 1939 y los que sufrieron la represión franquista, particularmente en las primeras décadas de la posguerra. Hasta 1977 ese voto potencial permaneció oculto, encerrado entre las paredes de las casas, solo accesible para las familias y los amigos íntimos. Luego salió a la luz de golpe, para sorpresa de muchos, entre ellos de no pocos comunistas, y alcanzó el éxtasis cuando Felipe González ganó en 1982.

Para la mayoría de esas personas, la memoria fue el principal factor de su adscripción política. Esos recuerdos, o los que le transmitieron sus padres, les impedían votar la derecha, aunque bastantes de ellos tuvieran una colocación social que podía acercarles a ella. Y seguramente esa situación no ha cambiado mucho. Puede que el PSOE haya aguantado relativamente bien sus formidables crisis, mientras otros partidos socialdemócratas europeos se han hundido en la miseria, gracias a ese fenómeno único. Buena parte de lo anterior, aunque con matices de toda índole, es aplicable al nacionalismo vasco y catalán.

La derecha lo sabe. Sus sociólogos, sus dirigentes y no pocos de sus simpatizantes. Por eso no juega limpio con esas cuestiones, por eso recurre tanto a la hipocresía, cuando no a la confusión. Lo que pasó en la guerra sigue dividiendo al país y la convivencia entre españoles se sigue fundamentando en hablar lo menos posible de esos asuntos con quien no comparta tus sentimientos. Porque el entendimiento es inalcanzable. Para millones de españoles, mayores, de edad mediana o jóvenes, Franco y el franquismo son mitos intocables. Para otros millones significan lo peor de este mundo.

Lo intolerable en este difícil contexto, en el que no caben aventuras políticas, por bien intencionadas que sean, es que los restos de Franco permanezcan, al menos hasta este jueves, en el Valle de los Caídos. Se han quitado las lápidas de los muros de las iglesias, se han cambiado los nombres de las calles y retirado no pocas estatuas, pero con la tumba de Cuelgamuros no se ha atrevido nadie hasta ahora.

Y ese símbolo es el más hiriente de todos. No sólo por su visibilidad, su enormidad y su macabra historia. Sino sobre todo porque es la expresión de una idea terrible, que pone en cuestión la solvencia misma de la democracia española. La de que con Franco y su memoria no puede nada ni nadie. Eso debe satisfacer a no pocos conservadores españoles. Y no digamos a la familia Franco, ninguno de cuyos miembros se ha distinguido en nada en nuestra sociedad, salvo por algún desliz generalmente bien resuelto en los intríngulis de la justicia, pero que actúa como si ese símbolo fuera de su propiedad, como si el poder omnímodo que su antecesor tuvo sobre España aún siguiera vigente.

Es imposible diagnosticar las razones de un retraso de cuarenta años en acabar con ese atentado a la dignidad de un país. Las habrá de todo tipo: la necesidad de dejar que pasara el tiempo para evitar un conflicto que pudiera ser incontrolable, casi quince años de gobiernos del PP, la imposición de otras prioridades, la pusilanimidad de algunos gobernantes. La pregunta que algunos se hacen, y no pocos con aviesas intenciones, es si existía una demanda social para que se diera ese paso.

Es una pregunta capciosa. Porque ese tipo de demandas sociales no nacen de la nada, sino que, como tantas otras, o todas, tienen que ser creadas, articuladas e impulsadas. Y el desigual éxito de la Ley de Memoria Histórica –atribuible en no pequeña medida a los temores de los gobiernos socialistas– y sobre todo, de las iniciativas que de ella se desprendían y las que la precedieron no ha animado hasta hace muy poco a los dirigentes de nuestra izquierda a abordar decididamente esa vía. Miles de víctimas de Franco siguen en las cunetas y en las fosas comunes a pesar de la batalla que por su recuperación libran desde hace mucho sus familiares y distintas asociaciones. Eso asombra a muchos observadores extranjeros, pero nada indica que la situación vaya a cambiar a corto plazo.

El traslado de los restos de Franco podría ser el paso que abriera un nuevo camino en ese contexto. Pedro Sánchez ha cumplido. Prometió que lo haría y lo ha hecho. Eso no es frecuente en política. Lo único que cabe esperar es que no se quede ahí. La memoria de una buena parte de los españoles así lo exige, lo explicite o no. Y la dignidad democrática también.

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