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Tecnocorrupción

Torres de electricidad de alta tensión junto a la autopista.

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Que el funcionamiento del supuesto mercado energético español ofrece un caso de manual de eso que Joseph Stiglitz llama acertadamente “capitalismo granuja” se ha convertido en una evidencia a lo largo de estos últimos treinta años. Tras la privatización suicida perpetrada por el gobierno Aznar, a mayor gloria de la banca, los fondos de inversión y los tecnócratas puestos en su día al frente de las eléctricas para privatizarlas, todo lo que podía haber ido mal, ha ido aún peor.

Aquella venta masiva se realizó sin respetar los dos principios básicos que todo proceso de privatización debe asegurar para no acabar en desastre: reglas previas y claras de funcionamiento y la existencia de un regulador fuerte, con recursos para conocer cómo funciona el mercado y capacidad de control y sanción de los comportamientos oligopólicos.

Todo cuanto nos ha venido encima después ha resultado una consecuencia directa de esos dos errores deliberados: la reglas de funcionamiento no solo no están claras sino que se confunden cada vez más, o se cambian a conveniencia del oligopolio que controla la oferta y la distribución, mientras el regulador tiene la información y la capacidad de control y sanción de un profesor novato en un aula de instituto.

El supuesto mercado eléctrico español se rige por dos leyes de hierro. La primera establece que cuando la situación beneficia a las eléctricas es un mercado que bajo ningún caso debe ser intervenido y la segunda dispone que cuando la situación no beneficia a las eléctricas es un mercado especial que debe ser regulado para proteger sus beneficios y asegurar el suministro. Esas dos leyes explican el sistema de configuración de la tarifa, la laxitud de las normas que deberían impedir la captura del regulador o artefactos básicamente corruptos como aquellos míticos “costes de transición a la competencia” que decretó el ministro Piqué o uno de los grandes misterios de la economía moderna: el legendario “déficit de tarifa” que nos llevaba a deber más a las eléctricas cuanto más les pagábamos.

El precio de la energía en España resulta directamente proporcional a la corrupción que permite e incentiva un mercado opaco, donde no existen los requisitos mínimos para que funcione como tal: equilibrio en la información que manejan oferta y demanda y libre competencia. Durante estas décadas hemos tecnificado esa corrupción enterrándola bajo una montaña de datos manipulados o sesgados, artificio económico y paternalismo seudotécnico. Una vez más, el timo del déficit de tarifa ofrece un ejemplo perfecto; o la leyenda urbana de que las eléctricas españolas siempre pierden en España mientras sus beneficios siempre proceden del extranjero; al parecer, nos suministran la luz por puro patriotismo.

La pandemia, la inflación y la guerra han hecho saltar por los aires todo el decorado que le daba la apariencia de un mercado. Hasta la propia Comisión Europea diserta ahora sobre un mercado opaco, alterado por una especulación fuera de control y regido por unas reglas de funcionamiento que nunca benefician a los consumidores; después de habernos asegurado las últimas tres décadas exactamente todo lo contrario.

Naturalmente, hay que reformarlo; pero sin prisa. Una vez más, la tecnocorrupción acude al rescate para explicarnos la complejidad de un mercado que nunca seremos capaces de entender o los enormes riesgos de desabastecimiento o colapso si nuestros solidarios productores pasan de cuadriplicar a solo duplicar beneficios. Una vez más, también, la realidad es sencilla y corrupta: las eléctricas y energéticas y nuestros desprendidos socios norteamericanos aún tienen que seguir vendiéndonos la energía a cuatro o cinco veces su coste de producción, que el invierno va a ser muy duro y debemos ser solidarios con ellos. 

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