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Tonterías que se me ocurren mientras espero la cola de la vacuna

Vacunación contra COVID-19.

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Ayer me pusieron la primera dosis de la vacuna y, aunque pareció rápido y fácil, vacunarme fue una operación increíblemente compleja, pocas veces vista en la historia reciente: para que la enfermera me clavase la aguja, antes tuve que darle mis datos a un administrativo, varios auxiliares me indicaron dónde sentarme y por dónde circular desde que entré en el estadio olímpico de Sevilla, mientras otros organizaban las largas colas y ayudaban a las personas con movilidad reducida, y un grupo de sanitarios atendía incidencias. Todos ellos a la vista, pero ya unas horas antes de mi llegada otro grupo de operarios había preparado el vacunódromo colocando sillas, limpiando suelos, reparando lo averiado y asegurando los suministros. En total, mi pinchazo requirió el trabajo de decenas de mujeres y hombres, repartidos en varios turnos todos los días de la semana desde hace meses.

Pero hubo más, mucho más: para que mi sistema inmunitario se pusiera en marcha fue necesario que mi dosis viajase en una furgoneta desde un almacén local, donde otros trabajadores las habían distribuido tras su llegada en camión desde otro almacén central, y antes desde una de las plantas de fabricación. Un movimiento diario de millones de vacunas por todo el territorio español, capitales y pueblos, islas y rincones poco poblados: cientos de puntos de vacunación en estadios, pabellones, plazas de toros, recintos feriales, hospitales, universidades, aparcamientos, centros cívicos y otros espacios polivalentes donde miles de trabajadores preparan las instalaciones, organizan a los citados, supervisan colas, teclean datos y pinchan brazos todos los días de la semana desde hace meses, y así seguirán varios meses más.

Espera, que hay más, ahora viene lo bueno: para conseguir mi inmunización han tenido que ponerse de acuerdo el gobierno central y los autonómicos, junto a ayuntamientos titulares de las instalaciones o que aportan personal. Administraciones de todos los colores políticos y tamaños, todas coordinadas en una sola tarea. Y antes de eso tuvo que ponerse de acuerdo el gobierno español con el resto de países europeos en la compra conjunta de las vacunas de todos sus ciudadanos, y antes que eso acordaron cómo colaborarían con multinacionales farmacéuticas, financiarían ensayos y prestarían la colaboración de sus mejores laboratorios. No se quedaron ahí: junto a otros países y regiones, y de la mano de organismos internacionales, acordaron una estrategia planetaria que incluía una reserva de vacunas para países con más dificultades de acceso. Una estrategia seguramente mejorable y desigual, pero difícil de acordar y sin precedentes.

Para que yo esté a medio vacunar, y para que dentro de tres semanas me pongan la segunda dosis, ha habido que destinar recursos económicos de todas las administraciones, sin escatimar un euro. Ha sido necesario acelerar plazos de investigación como nunca antes. Ha habido incluso que suspender temporalmente reglas del libre mercado que parecían inamovibles, y hasta se ha abierto un debate inédito sobre las patentes farmacéuticas.

No sé si te das cuenta, pero mi pinchazo, y el tuyo que ya te pusieron o que pronto te pondrán, y el de toda tu familia, ha necesitado un gigantesco esfuerzo de cooperación local, autonómica, estatal, europea, planetaria. Y no solo de gobiernos: la exitosa campaña es posible por la conformidad y colaboración de todos los vacunados que hemos aceptado la estrategia, el gasto, el calendario y las prioridades; hemos esperado pacientemente nuestro turno y acudido puntuales y seguido las instrucciones y respetado colas, y hemos animado a otros a vacunarse para vencer miedos y resistencias.

No sé vosotros, pero yo no recuerdo una operación como esta en la historia reciente, un esfuerzo tan enorme y complejo y costoso, y con tanta gente implicada y tantos intereses armonizados. Un esfuerzo tan complejo, y a la vez tan sencillo y exitoso como está siendo, al menos en el caso español, de lo que podemos estar muy orgullosos y nos levantará la autoestima como país.

Mientras aguardaba la cola para mi vacuna, y durante los quince minutos posteriores de espera, veía aquel estadio, y toda esa gente yendo y viniendo, y recordaba todo lo que hay detrás, todos los pasos previos, todo lo excepcional de un proceso que vemos tan normal. Y me preguntaba, ya ves qué tontería, si no podríamos aprovechar el empujón, la inercia, el terreno desbrozado, los acuerdos conseguidos, las resistencias vencidas, los aprendizajes, facilidades y colaboraciones de unos y otros. Si no podríamos aprovechar todo este despliegue de recursos y de inteligencia y de cooperación. Que no finalice con la última vacuna. Que el espíritu de la vacunación nos alcanzase para poner otras vacunas, resolver otras tareas pendientes que tal vez no parecen tan urgentes ni necesarias pero que están ahí, estaban antes de la pandemia y nos esperan cuando esta pase. Tareas que no conseguimos resolver porque las damos por imposibles, porque ni se nos pasa por la imaginación que suceda.

Llamadme ingenuo, pero se me ocurren unos cuantos asuntos de mi ciudad, mi comunidad, mi país, Europa o el planeta entero, que tal vez no aprietan tanto como la pandemia (o sí), pero que merecerían un esfuerzo similar. ¿Seríamos capaces? ¿Nos resignamos a que la vacunación masiva sea algo excepcional, irrepetible, la primera vez y también la última en que tantas voluntades se ponen de acuerdo y trabajan a una? Ya sé, es excepcional como excepcional es la propia pandemia, pero sin llegar a tanto, no sé, a lo mejor... Ni caso, tonterías mías, debe de ser algún efecto euforizante de la vacuna.

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