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Los trenes que siguen chocando

El exconseller Santi Vila en el juicio del procés

Alfonso Pérez Medina

Cuando el diputado de Esquerra Republicana de Catalunya Gabriel Rufián terminó de declarar este jueves en el Tribunal Supremo saludó cariñosamente a todos los acusados menos a uno. A él no le considera uno de los “presos políticos” independentistas “injustamente perseguidos por defender sus ideas” porque intentó evitar el doble desastre del 155 y la Declaración Unilateral de Independencia y, cuando vio que el choque de trenes era inevitable, decidió bajarse del vagón y dimitir de su cargo de conseller de Empresa.

Santi Vila pasea solo y taciturno por los pasillos del Supremo cada vez que hay un receso en el juicio en el que se intenta dilucidar qué pasó en aquellos meses de septiembre y octubre de 2017 a los efectos del Código Penal. Pero fue el único de los acusados al que el lehendakari, Íñigo Urkullu, dedicó un caluroso apretón de manos después de contar con detalle al tribunal cómo intentó, con la ayuda de Vila, mediar entre los Gobiernos de Puigdemont y Rajoy antes de la fractura final.

Hábilmente conducido por Jordi Pina, uno de los abogados premium que se fajan en la sala de vistas, el expresidente del Gobierno aseguró que nunca existió “ningún mediador de nada”, sabedor de que la existencia de esa figura -también llamada, según convenga, “intermediario”, “interlocutor”, “relator”, “intercesor” o “enlace”- es la excusa que llevó hace tres semanas a Colón a los adalides del tripartito de derechas que se manifestaron, juntos y revueltos, en defensa de la patria presuntamente traicionada.

Rajoy fue advertido por el presidente del tribunal, Manuel Marchena, que interviene solícito cada vez que se atisba un desastre en el horizonte, ya sea para el antiguo líder del PP o para los desinformados representantes de la CUP, que desafían el estatuto del testigo y se ganan una multa al pretender contestar las preguntas a la carta. El juez recordó a Rajoy que había hecho el juramento de decir la verdad y fue entonces cuando intentó matizar y reconoció que en los días críticos de octubre habló con Urkullu y con el presidente del PNV, Andoni Ortuzar, que estaban en permanente contacto con Puigdemont.

Según el testimonio de Urkullu, que encaja como dos piezas de un puzzle con el de Vila, se cerró un acuerdo que comprometía a Puigdemont a convocar elecciones autonómicas a cambio de que Rajoy no activara el artículo 155 de la Constitución. Pero la falta de garantías del Gobierno y la presión de la calle y del independentismo, con Rufián esgrimiendo en Twitter “las 155 monedas de plata” de los traidores, lo echaron todo por la borda.

El grado de detalle con el que el jefe del Gobierno vasco contó su interlocución con uno y con otro desnuda al expresidente y pone de manifiesto la gran tragedia que esconde la relación de España con Catalunya porque, a pesar de que ninguno quería hacerlo, Rajoy y Puigdemont acabaron cediendo ante los radicales de su orilla. Uno en nombre de la ley y el otro de la legitimidad, uno en nombre del Estado de Derecho y la unidad nacional y el otro de la supuesta voluntad mayoritaria del pueblo catalán.

En el juicio, como en el tablero político español y catalán, también se están imponiendo los maximalismos en los dos bandos. Las acusaciones se empeñan en buscar episodios violentos que justifiquen el delito de rebelión y una de sus testigos, la exvicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría, reivindica, orgullosa, su actuación, al tiempo que denuncia el “acoso violento” de los independentistas y clama por el destrozo de los siete vehículos de la Guardia Civil, “los más lamentados de la democracia”, en definición de Jordi Cuixart. El único gesto de humanidad con quienes sufrieron los porrazos de los antidisturbios lo tuvo Rajoy, que al menos dijo “lamentar” las imágenes de las cargas policiales que avergonzaron a medio mundo.

En la acera de enfrente se replican en perfecta simetría los argumentos de quienes denuncian que el juicio es una farsa, que la sentencia está escrita y que España es una democracia fallida similar a Turquía en la que, como asegura la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, “se registran los medios de comunicación y la Guardia Civil entra en las instituciones democráticas”. La actuación en el semanario El Vallenc, desplegada el 9 de septiembre de 2017, afectó a la imprenta de ese medio y tenía por objeto localizar material que se iba a utilizar en el referéndum ilegal, y los agentes del instituto armado que registraron el departamento de Oriol Junqueras lo hicieron bajo el mandato del titular del Juzgado de Instrucción número 13 de Barcelona.

Son malos tiempos para los que tratan de buscar matices y construir puentes. Para Urkullu, que advirtió sin éxito a unos y otros de que la situación “se estaba yendo de las manos”, y para Vila, que dejó en su declaración una frase que aún resuena por los pasillos del Tribunal Supremo: “Todos pudimos ser más responsables”. Para quienes no se consideran con la razón absoluta, como el abogado también premium de Joaquim Forn, Xavier Melero, que en el trámite de cuestiones previas dejó caer: “Democracia es creer, por lo menos, que el otro tiene razón, al menos, la mitad de las veces”.

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