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La caída de la generala

Esperanza Aguirre en 2008 pasando revista a agentes de las Brigadas Especiales de Seguridad (BESCAM) de la Comunidad de Madrid

Alfonso Pérez Medina

En aquellos años locos de la burbuja, a Esperanza Aguirre le gustaba organizar en navidad multitudinarias cenas con los periodistas en las que nunca se sabía muy bien quién agasajaba a quien. En una de ellas el belén que decoraba la Real Casa de Correos, sede de la Presidencia de la Comunidad de Madrid, lucía una enorme bandera de España que se puso, según contaban, porque, cuando a la presidenta le enseñaron las figuritas, la mula y el buey, lo primero que dijo fue: “Falta lavandera”.

Fruto de los equívocos que a veces provoca la homofonía o del clima político que el PP había ido creando para convertir a Carod Rovira, entonces líder de Esquerra, en el enemigo público número uno en Chamberí, un colaborador de Aguirre se lanzó a una de las tiendas de souvenirs de la Puerta del Sol para comprar una enseña nacional y colocarla en los faldones del belén, lo que daba al conjunto un aspecto verdaderamente pintoresco. Cuando la jefa advirtió el cambio, en lugar de la esperada felicitación, se rió y espetó: “¡Pero, hombre, yo decía lavandera de lavar!”.

La anécdota de la bandera, que se quedó puesta todas las navidades velando por el niño Jesús, pone de relieve que durante los nueve años en los que prolongó su generalato, Aguirre controlaba hasta el más mínimo detalle de lo que ocurría, no solo en todas y cada una de las consejerías de la Comunidad de Madrid, sino también en empresas públicas como Telemadrid. A dos de sus redactores les pidió explicaciones, en agosto de 2012, por acudir a cubrir los trabajos de extinción de un incendio que ella quería visitar sin la presencia de cámaras. “¿Quién les ha dicho a ustedes que vengan?”, les interrogó.

La líderesa solía decir hasta la saciedad que “todo se puede delegar salvo la supervisión”. Y así se lo recordó Francisco Granados al juez de la Audiencia Nacional Manuel García-Castellón, al que trasladó en febrero de 2018 la omnipresencia de Aguirre y que Ignacio González se encargó de la “financiación extra”, o sea ilegal, de sus campañas en 2007 y 2011. Primero con la colaboración de la también expresidenta Cristina Cifuentes y luego con la del exconsejero Borja Sarasola.

Cinco años después del estallido del caso Púnica, el juez instructor y las fiscales Anticorrupción Carmen García y Teresa Gálvez asumen la tesis de que Aguirre era la supervisora general de todo lo que pasaba en la Administración de la Comunidad de Madrid, que se puso al servicio de un partido en el que los ascensos dependían del dinero que sus dirigentes lograban recaudar al margen de la ley.

Según el demoledor auto de imputación de García-Castellón, del que nadie podrá nunca decir que sea un juez peligrosamente izquierdista, Aguirre “ideó” presuntamente un sistema de corrupción generalizado que aprovechaba el “pico y pala”, otro de sus célebres lemas, para que cada obra pública que se hacía en la región destinara un pellizquito a financiar de manera irregular al partido del Gobierno. En las 85 páginas del escrito judicial, el magistrado destroza el discurso de quien lleva años presentándose como una “víctima de la corrupción”, capaz de llorar cuando se enteraba de la detención de González por organización criminal o de plantear sin recato la ficción de que Granados o López Viejo eran los únicos altos cargos que le salieron “rana”. 

La Lance Armstrong de la política española, a la que en justicia habría que retirar sus mayorías absolutas por acudir dopada hasta las trancas a todas las citas electorales entre 2003 y 2011, alumbró el 1% como hecho diferencial madrileño en una de las primeras reuniones de su Gobierno, al que presentó como “el mejor equipo de gestión de la historia del estado autonómico de España”. A ese encuentro fue invitado el empresario Daniel Horacio Mercado, sobre el que pivotó la corrupción, y en él se presentó el lema de la Comunidad de Madrid que inundaría los medios de comunicación durante una década: “la suma de todos”, plasmado en la letra griega épsilon, que debería haberse reformulado, visto lo visto, en “la suma de todos los chanchullos”.

La trama del 1% de la Puerta del Sol no le tiene nada que envidiar a la del 3 por ciento catalán porque, aunque el porcentaje desviado fuera menor, la recaudación quedaba compensada por la magnitud de las obras. Según recoge la investigación, uno de cada cien euros públicos que el Gobierno regional entregaba a las grandes constructoras para ampliar el Metro o construir los nuevos hospitales de gestión privada se acababa destinando a extravagantes empresas de comunicación y publicidad que justificaban sus ingresos con absurdos actos de colocación de primeras, segundas y terceras piedras e inauguraciones de rotondas, incorporaciones o remotos tramos de carretera.

Y entre factura verdadera y factura falsa, esas empresas con nombres como Over Marketing, Swat o El Laboratorio de Almagro devolvían los favores en forma de donaciones a la fundación Fundescam, que fue creada en 2000, según la propia Aguirre, para dar “cursos de retórica y elocuencia” a los candidatos populares, muchos de ellos hoy imputados.

Caída pero no muerta, Aguirre puede utilizar en su defensa que cuando comenzó a utilizar el despacho preferente de la primera planta de Génova, Fundescam ya estaba allí. Y es así porque la turbia fundación se creó en los años en los que Pío García-Escudero mandaba en el PP madrileño con la aquiesciencia de Alberto Ruiz-Gallardón. Pero esa vía solo tendría una consecuencia: incrementar el número de víctimas.

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