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La única justicia

Barbara Loden en Esplendor en la hierba

Tamara Tenenbaum

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Me gusta Nathalie Léger porque es una escritora de internet; para mí es, de hecho, la escritora de internet. Leí dos libros suyos, uno que acaba de salir, El vestido blanco, que habla sobre una performer asesinada en 2008, y el primero que se publicó de ella en Argentina, Sobre Barbara Loden, una investigación sobre la actriz, directora y guionista de los 70. Léger no escribe sobre NFTs; digo que es la escritora de internet porque escribir en internet es lo que hace ella, vivir en un presente intenso pero a la vez ancho, un presente que incluye muchísimos tiempos, todos los tiempos, los tiempos de todas las historias y todos los temas de los que nos podemos enamorar por un rato en internet y que para enamorarnos nos tienen que hablar, a la vez, del más angosto de los instantes, de la más actual y personal de las vivencias, porque eso es internet, una vivencia intensísima de todo que se consume en soledad, es la lectura de las etiquetas de shampoo pero sin el límite de las etiquetas de shampoo, un razonamiento eterno que nunca se choca con ninguna conclusión y por eso tal vez enloquece pero nunca decepciona. Léger es una escritora de ese universo, es una escritora de las obsesiones con hipervínculos. Lo es en los temas que elige, pero sobre todo en la forma en que los encara.

El vestido blanco no tiene capítulos, ni subtítulos, apenas una línea en blanco cada tanto separando bloques de párrafos. A esos bloques de párrafos los unen la sensación del clic, el zoom, la palabra azarosa subrayada en azul; así pasamos de una cosa a la otra, con pases de magia literarios tomados de la experiencia cibernética. Léger arranca el libro con la descripción de un tapiz que colgaba en la casa de su madre: El asesinato de la dama, basado en uno de los paneles que Botticelli pintó por encargo para un regalo de casamiento. Está bien que arranque por ahí: está bien porque va a hablar efectivamente del asesinato de una dama, la performer italiana Pippa Bacca, que recorría Europa a dedo vestida de novia para demostrar que si uno confiaba el mundo le daba bondad, y fue violada y asesinada en el medio de su travesía, pero también porque el tema central del libro es la pregunta por la potencia para pensar y sentir, si el arte, y cómo cada disciplina artística, nos acerca o nos aleja de la experiencia o de la verdad. Léger describe el tapiz y me resulta extrañísimo que alguien tenga colgando en su casa algo tan intenso; me parece bien, porque odio el concepto de no rodearse de intensidad, solo me sorprende porque entiendo que rara vez la gente se rodea de obras que pintan el dolor o la muerte en su casa, pero leo la descripción de Léger y empiezo a pensar que un poco lo entiendo, porque el arte que se mira no se puede no mirar, no es como los libros que se abren y se cierran, mirar arte es muy difícil pero más difícil todavía es no mirarlo; y recuerdo también que la relación de las palabras y la de las imágenes con la intensidad es muy distinta, que por eso Lolita es la mejor novela del siglo XX y es al mismo tiempo una novela infilmable, porque lo mejor de Lolita se puede escribir pero sencillamente no se puede ver, podemos seguir acompañando a un narrador que nos cuenta que violó a su hijastra de doce años pero no podemos acompañar en una película a un personaje a quien vimos hacer eso, sencillamente no funcionan así los ojos y las emociones. Googleo el cuadro de Botticelli: no es tan intenso como ella lo describe, no es tan intenso para nada. Es una imagen que perfectamente puede colgar en un living burgués sin hacer ruido.

Y todo esto viene a cuento porque Léger está hablando de una performer, una artista que quería ponerle al arte toda la realidad que pudiera, todo el cuerpo presente que se pudiera. Léger se pregunta por el sentido de la performance por la que esa chica dio la vida; la yuxtapone a otras performance célebres que se fueron de control (aunque no tanto), obras de Marina Abramović, de Yoko Ono. No sé si ella, en realidad, se pregunta el porqué y el para qué: más bien ella parece saberlo. Le interesa más el desconcierto del resto, la gente que piensa que se lo buscó, la gente que cree que todo este asunto es absurdo y pretencioso, que es ridículo morir por algo que ya era snob e inútil en primer lugar, algo que no servía para nada. Es una pregunta importante para hacer en esta época, que no se limita al mundo del arte y los museos. La semana pasada escribí sobre la crisis de la verdad; me dio un poco de culpa, sobre todo cuando vi que a la gente le gustaba. Es fácil agradar con relatos pesimistas. Pienso en la performance de Pippa Bacca y en lo que a la gente que rodea a Nathalie Léger le molesta de ella, que es el gesto autoconsciente: lo que distingue a una performance de una acción común es eso, el gesto de autoconciencia de la experiencia estética, es lo único que hace que lo de Pippa Bacca sea una hecho artístico y no unas vacaciones raras. Es lógico que a la gente le incomode: es lo mismo que incomoda a la gente de las actuaciones no naturalistas en el teatro. En la vida, como en los negocios y en las series, las demandas de amor están escondidas. En ciertas formas del arte, como en la performance, las demandas de amor se ubican bien adelante. Y eso molesta: nos asoma a un vacío, como esa gente que no sigue conversaciones porque sí, o como los religiosos, o los abuelos, o los locos, o la gente que no es cool y no disimula la falta como una. Pero a lo que iba: la semana pasada escribí sobre la crisis de la verdad, y leyendo el libro de Nathalie Léger pensé que la otra cara de esa moneda es la crisis de la ficción. Pienso en los consumos de los hijos de mis amigos: no miran novelas juveniles como miraba yo, miran youtubers, chicos que no cuentan historias, que hacen cosas y juegan a mostrarse como son, no como si fueran. Podrían ser performers, pero no lo son, porque no quieren decir que hacen arte: quieren huir de ese gesto autoconsciente, de ese gesto ridículo de decir quiero darle al mundo algo que el mundo no necesite. Solo quieren ser ellos mismos. No quieren ser nadie más. Esa muerte del hambre de fantasía y la muerte del hambre de una verdad en común son la misma muerte.

Léger mezcla en el libro la historia de Pippa Bacca y la de su madre, que tuvo un divorcio humillante y le pide a su hija que cuente su historia, que la vengue, le pide eso, textual. Al principio no me gustó que metiera esta historia: me pareció que no era interesante, que justamente, como le insiste Léger a su madre, la historia de Pippa Bacca es extraordinaria, y la de su madre es una historia común, una mujer que se casó con un imbécil como tantas otras. Pero fui entendiendo qué hacía esa historia ahí: lo único que hizo del sufrimiento de Bacca algo con sentido era la belleza de su gesto. Lo único que diferencia al dolor de una performer del dolor de una persona por fuera del contexto de la performance es esa autoconciencia: hacé de mi dolor belleza, le estaba pidiendo la madre de Léger a su hija, describilo de manera tan elegante que tenga la dignidad del sacrificio de Pippa Bacca, para que tenga un sentido, para que no sea en vano. La expresión “estetizar el dolor” se usa en general en términos negativos, para hablar de banalizarlo; para la madre de Nathalie Léger, en cambio, convertir el dolor en una experiencia estética parece ser todo lo contrario de restarle importancia. Y es verdad que su dolor fue en vano, igual que el asesinato de Bacca, porque todos los dolores en última instancia lo son; pero en ese pedido de ficción la madre de Nathalie Léger le canta a la poesía, y aunque su vida no haya sido una performance sino una realidad triste y cruda, en ese pedido desesperado ella se vuelve performer, porque hace lo mismo que Pippa Bacca, apostar por la belleza como la única esperanza, la única justicia, el único perdón.

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