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Votar sin ilusión

Andrés Ortega

Un signo de la enfermedad de nuestras democracias en el mundo occidental, incluida España, es que los ciudadanos acuden a las urnas, pero sin ilusión. Y no es solo ni únicamente cuestión de abstención, sino de falta de líderes – o en algunos casos los nuevos y los que más entusiasmo despiertan entre sus seguidores resultan populistas antes que populares- y políticas atractivas que resuelvan, o al menos encaucen, algunos de sus problemas. Entre otros el de la bajada de nivel, el desclasamiento de una parte de las clases medias y trabajadoras, como en España, donde un estudio de la Fundación BBVA y del Instituto Valenciano de Investigaciones Económicas (Ivie) viene a confirmar lo que decimos hace tiempo: con la crisis la clase media se ha reducido -ha perdido tres millones de integrantes-, y la clase trabajadora se han empobrecido. Lo mismo ha pasado en otros países de nuestro entorno. No somos tan diferentes, aunque ya se sabe, mal de muchos… Si bien este hecho también indica que las soluciones, si las hay, no pueden ser meramente nacionales sino europeas e incluso globales.

Estados Unidos es una referencia al respecto. Todo indica que la batalla por la Casa Blanca será entre Hillary Clinton, por los demócratas, y Donald Trump, por los republicanos. Los sondeos, según la media que recoge RealClearPolitics, indican que la ex secretaria de Estado y ex primera dama, con el voto a su favor de mujeres, latinos y negros, le ganará al magnate, al tycoon populista y radical, que sin embargo ha comprendido los sentimientos de una buena parte de las clases medias y trabajadoras blancas, abandonados por la política tradicional. Trump ha dejado pequeño al Tea Party. Muchos republicanos del establishment no le quieren, pero acabarán conformándose. Y Hillary Clinton, a pesar de poder convertirse en la primera mujer presidenta de Estados Unidos, no ilusiona, como lo pudo hacer su marido Bill en su día, o Barack Obama hace ocho años. Esos mismos sondeos apuntan que de haber logrado John Kasich, que se ha retirado de la carrera, la nominación republicana, podía ganar a Hillary Clinton. También que el socialdemócrata Bernie Sanders, podía haber superado a cualquier republicano. La de EE UU es ya una campaña sin ilusión.

Lo mismo ocurre en Francia. Las manifestaciones de Nuit Debout son un síntoma. Marine Le Pen y su Frente Nacional tienen una base social relativamente paralela a la de Trump, y puede llegar en cabeza en la primera vuelta en las presidenciales de 2017. François Hollande está hundido. En su partido socialista Manuel Valls no acaba de cuajar y el ministro de Economía, Emmanuel Macron, independiente y no tan diferente del anterior, está lanzando su propio movimiento, un poco à la Ciudadanos en España. Frente a ellos, desde el centro derecha, Nicholas Sarkozy que controla su partido ahora llamado Los Republicanos, quiere volver, aunque resulta más popular Alain Juppé, pese a sus 70 años y haber estado siempre ahí. Con lo que se puede llegar a una segunda vuelta en la que muchos votantes apoyen esta opción frente a Le Pen, como hicieron, tapándose la nariz, con Jacques Chirac en 2002 frente a Jean Marie, al padre de Marine. Aquello contaminó, para mal, la política europea. Poco después, los franceses rechazaron la Constitución Europea en referéndum. Se podría incluir también en este panorama a una Alemania en la que la canciller Angela Merkel ha tenido que dar marcha atrás en su postura inicial, muy ética, frente a los refugiados, y los socialdemócratas caen. Por no hablar de Austria o de otros países. Pues en todos se están produciendo movimientos sísmicos, en la sociedad y, lógicamente, en la política.

En España, pese a la llegada de nuevos partidos y dirigentes como Podemos y Pablo Iglesias, y Ciudadanos y Albert Rivera, ninguno de los líderes en liza supera el aprobado en valoración según el último sondeo del CIS. Hay ciertos movimientos en el electorado, pero el decurso de la legislatura más corta de la democracia no ha generado nuevas grandes ilusiones. Más bien, desilusiones, perplejidad. Pero, de nuevo, este no es un fenómeno propiamente español, sino bastante generalizado. No estamos solos en la falta de ilusión. Una excepción en el mundo occidental ha sido la de Canadá y el liberal Justin Trudeau, quizás por su novedad, frescura y estilo de no confrontación, y ahora con un gabinete de integración étnica y con los brazos abiertos a los refugiados sirios.

Dicho esto, la ilusión puede generar monstruos, como le ocurrió a tantos alemanes con Hitler. Pero hoy no son solo los lideres los que no ilusionan, sino que hay una falta de proyectos ilusionantes. Muchos ciudadanos ven un futuro peor que su pasado o el de sus padres, aunque todos lleven en su bolsillo un ordenador, un teléfono inteligente, que ya hubiera querido para sí la NASA para poner al primer hombre en la Luna. Pero nos hemos convertido en consumidores o usuarios antes que en ciudadanos. Y si el statu quo no atrae, no se ofrecen verdaderas alternativas. Pero votar sin ilusión no implica que sea mejor no votar. No lo es.

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