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CRÓNICA

La suerte se le está acabando a Sánchez

Sánchez habla con Aragonès antes del acto de Barcelona del viernes.

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Algunas votaciones realmente apretadas en el Congreso, incluida la de la reforma laboral que salió adelante gracias al error de un diputado del PP, han hecho pensar a muchos que Pedro Sánchez es un tipo con suerte. En el lenguaje propio de Twitter, se ha dicho que tiene una flor en el culo que algunas veces parece un ramo de grandes dimensiones. Pero la suerte en política no dura eternamente. Tienes suerte hasta que dejas de tenerla. 

La legislatura está siendo una montaña rusa de emociones y saltos en el vacío para volver a remontar a la espera de la siguiente caída. El Gobierno ha conseguido aprobar presupuestos y leyes esenciales con mayorías cercanas a los 190 votos en el Congreso. Acto seguido, ha acumulado titulares y sustos producto del hecho obvio de contar con sólo 154 escaños, lejos de la mayoría absoluta. Su situación no ha sido desesperada, porque no ha carecido de iniciativa política para solventar las crisis. Ninguno de esos problemas se ha solucionado con el paso del tiempo.

Si los socialistas pensaban que la reunión de la Comisión de Secretos Oficiales calmaría a sus socios en el Parlamento y a su socio en el Gobierno, deberían pensar seriamente en suscribirse a Disney+, porque dan el perfil de cliente. “Ha quedado claro que el CNI se ha movido en el ámbito estricto de la legalidad”, dijo el portavoz del PSOE en el Congreso después de la comparecencia de la directora de los servicios de inteligencia. No puedes dar una respuesta viable al escándalo si te mueves en el mundo de la fantasía y la evasión de la realidad.

Incluso si lo que dijo el portavoz fuera cierto, a efectos políticos es irrelevante. El dato innegable es que el actual presidente de la Generalitat fue espiado con autorización judicial cuando era vicepresidente del anterior Govern. Supuestamente, por ser una amenaza al Estado. No puedes espiar a un partido y luego pedirle que te apoye en el Congreso. O es una amenaza o es una fuerza política con la que se puede llegar a pactos para gobernar el país. Las dos cosas al mismo tiempo, no.

Pere Aragonès sacó al Gobierno de la ensoñación en la que vive. “La confianza está rota, está a cero”, dijo el viernes. Luego, se encontró en un acto en Barcelona con Sánchez por una de esas coincidencias del calendario. Hablaron durante unos minutos, los suficientes para que el president le dijera que merece una explicación personal, no un comunicado ni una rueda de prensa. “La situación es grave y hay que hablarlo cara a cara”, le comentó. Moncloa dijo después que ambos “se han emplazado a concertar una reunión”.

España no es el único país europeo en que los ciudadanos saben entre poco y nada sobre lo que hacen sus servicios de inteligencia. En todos ellos, hay una máxima. El secreto en que se mueven los espías se interrumpe cuando crean una crisis política con independencia de quién sea el auténtico responsable. Eso es así, porque el Gobierno es el cliente de esos espías.

El trabajo del CNI consiste en facilitar información al poder ejecutivo sobre posibles amenazas. Si descubren una inminente de carácter muy grave, por ejemplo, un atentado terrorista, la entregan a las fuerzas de seguridad para que realicen las detenciones necesarias o amplíen esas investigaciones. No responden ante los tribunales porque no están obligados a entregarles los resultados de sus pesquisas. Nunca lo han hecho.

El Gobierno establece unos principios generales de actuación y no se mete en cómo el CNI los lleva a cabo. Sólo recibe el producto. “El Gobierno ni sabe ni debe saber si se ha espiado a Aragonès”, han dicho fuentes gubernamentales. Eso no le quita responsabilidad sobre el trabajo de los espías. No son una empresa de detectives privados.

El CNI opera a partir de las instrucciones que recibe. Es posible que el marco en que realiza su trabajo se haya quedado desfasado si se remonta al momento anterior al referéndum de 2017. No se puede sostener que la “amenaza a la integridad territorial” de España sea ahora idéntica al año en que Carles Puigdemont se hacía fotos con los autos del Tribunal Constitucional que estaba ignorando. Fue el año en que el CNI fracasó en su intento de impedir que llegaran a Catalunya las urnas que se iban a emplear en la consulta. No es extraño que desde entonces los servicios de inteligencia hayan intentado corregir los errores anteriores.

Algunas informaciones periodísticas han indicado que el espionaje motivo de la polémica tuvo que ver con las movilizaciones promovidas por la organización Tsunami Democràtic después de la sentencia del Tribunal Supremo que condenó a los responsables del referéndum. Según esa versión, el CNI sospechaba que Aragonès contribuyó a financiarlas desde su puesto en el Govern, un dato concreto que no apareció en su momento en ningún medio periodístico.

Para el Gobierno, eso fue un conflicto de orden público para el que sirvió el trabajo de las fuerzas de seguridad. Nadie puede creer que la integridad de España estuviera amenazada por el corte de la autopista AP-7.

Aragonès ha reclamado que el Gobierno desclasifique los autos del magistrado que autorizó la vigilancia de las comunicaciones de 18 personas y que pudieron leer los diputados que forman parte de la Comisión de Secretos Oficiales. Esa es una decisión política que está a disposición de Moncloa. Es de suponer que un magistrado no pondrá inconvenientes a que se conozcan sus argumentos jurídicos. El Partido Popular también ha pedido conocer los informes del Centro Criptológico Nacional, que forma parte del CNI, sobre el espionaje a los teléfonos de Pedro Sánchez y Margarita Robles.

Resulta que todas estas cosas son secretas, pero todo el mundo quiere saber. Cómo sorprenderse por ello cuando están en juego derechos fundamentales.

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