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Verano pos-COVID en Marbella: ni virus ni futuro, solo fiesta

Una artista actúa entre comensales durante un espectáculo en vivo  en el club Mamzel de Marbella.

David López Canales

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-Hubertus, ¿dónde estás?

-En Marbella, como siempre

Hubertus responde rápido al teléfono. Hubertus es Hubertus de Hohenlohe, apellido más que célebre en la ciudad. Su padre, Alfonso de Hohenlohe-Langenburg, aristócrata de origen alemán, fue el pionero de la Marbella del lujo. La empezó a construir, o a soñar, en los años cincuenta, cuando Marbella era un pueblo de pescadores y él comenzó a comprar propiedades y fundó el Marbella Club y poco a poco empezó a atraer a la jet europea a la incipiente ciudad de la Costa del Sol. 

Hubertus, su hijo, sigue habitando hoy esa Marbella que su padre inventó. Allí está pasando este verano en el que todo se vive, cuenta, “más rápido, más intenso y más corto”. Un verano de restricciones e incertidumbres en el que él, al menos, ha hallado, como lo define, “un back to elegant”, un regreso a una elegancia que se diluía en Marbella, a un ambiente “más íntimo”, de fiestas más pequeñas, de más contacto, en el que la gente tiene mucho mayor “frenesí” en mucho menor tiempo. “Te diviertes mucho, mucho y te vas a la cama antes, eso es lo mejor”. Pero la Marbella de Hubertus no es Marbella. O sí, por supuesto que lo es, pero es una Marbella dentro de muchas Marbellas. Marbella es una matrioska. O una ilusión óptica. O un puzzle. O un conjunto de universos, si eso existe en astronomía, limitados por el espacio y el tiempo que se desarrollan en paralelo. O todo lo anterior.

Marbella, finales de agosto, nueve y media de la noche. Una pareja de jóvenes árabes, él con pantalón y camiseta cortos, ella oculta bajo un niqab negro, sólo se la intuye por la rendija de los ojos, se detiene ante una tienda en el casco antiguo para mirar un vestido de flores. Ella lo toca, él sonríe y ambos siguen su camino. A pocos metros, en la terraza de un restaurante, una pareja de jubilados alemanes termina de cenar mientras una familia española espera para empezar a hacerlo. 

A seis kilómetros de allí, Marbella enriquece hacia el oeste en paralelo al mar y no hacia el norte. En la puerta de Olivia Valere, probablemente la discoteca más conocida de la ciudad, ya están frías las botellas de champán y hacen cola los clientes para entrar. Nunca antes lo habían hecho a esa hora. A Olivia Valere se llegaba siempre cuando Cenicienta huye en el cuento y la noche duraba hasta el amanecer. En la misma zona, en Mamzel, uno de los restaurantes de moda este año, elevado en una colina, desbordante atalaya de palmeras y luces verdes desde la que se ve Marbella tintinear de noche a sus pies, terminan de maquillarse y de calentar los artistas de circo que actuarán mientras los clientes cenan. Cerca de allí, en Puente Romano, dress code de lino blanco, azul cielo y discreción, se pueblan lentamente, con liturgia de paso de procesión, aquí no hay prisas, los restaurantes de lujo como Nobu o Bibo. 

De vuelta al otro lado de la ciudad, en el Puerto Deportivo decenas de jóvenes toman ya copas en locales como Tonteo o Coqueteo. De ahí no se moverán hasta que los echen, cuando cierren, a la una, y salgan todos a la vez expelidos a la nada de la noche cerrada como astronautas succionados al espacio. Al llegar al puerto se cruzan con las familias de abuelos, padres e hijos repeinados y oliendo a colonia que bajan al paseo marítimo. También con las que han apurado la playa hasta el anochecer y suben ahora a ducharse y cenar, cansados de sol y cargados de niños, cubos y flotadores XXL. “¡La puta piña!”, protesta un padre que va dando piñazos en ambas direcciones, como Bud Spencer soltaba bofetadas, con una piña inflable gigante en una mano mientras trata de controlar con la otra a una niña que llora. 

De vuelta al oeste, al más salvaje oeste de la ciudad, a esa hora en Puerto Banús, Las Vegas sin casinos y con olor a mar, ya rugen los coches de lujo. Primera conclusión: lo importante de poseer un Ferrari es salir el primero del semáforo, aunque te detengas de nuevo al doblar la calle. Los restaurantes y el paseo frente a los yates se llenan de personas que hablan en tantos idiomas que resulta como jugar al quién es quién. También se puede apostar por cómo visten. Segunda conclusión: el chándal es estilismo de noche siempre que tenga dorados. Tercera: las mujeres árabes tienen mejor gusto que sus parejas. No lejos de allí, en las colinas por dónde crece la ciudad, la Marbella de las urbanizaciones de lujo, la más selecta y aspiracional, “la de siempre”, la llaman sus habitantes, como si la de siempre fuera ésa y no la Marbella de los pescadores que fue antes de ser la Marbella de la jet y los ricos, se acicala para vivir, puertas o vallas adentro, porque a esa cuesta verla fuera, otra velada de verano más. 

Marbella es una ciudad de 140.000 habitantes que los triplica en verano. Una ciudad formada por al menos cinco. La aldea primigenia de pescadores, los marbellíes originales; la Marbella de siempre después de la de siempre, la de la alta sociedad, la que empezó a brotar en aquellos años cincuenta, de las urbanizaciones privadas y las villas y la que se aloja en el Marbella Club y cena en Puente Romano; la Marbella del pueblo de mar, del día de playa, de los espetos y el helado de postre y mañana vuelta a empezar; la Marbella de la noche, la que compite con Ibiza, de los clubes de playa, los DJ, la madrugada infinita y contarlo todo en Instagram; y la Marbella de Puerto Banús, de ese strip, como en Las Vegas, español más de derroche y desfase extranjero, según los bolsillos, las ganas y el gusto, de esas avenidas donde confluyen a su vez otros tantos universos. Marbella no es una sola Marbella. Ninguna, en realidad, se parece siquiera a la otra. Pero en algo coinciden este verano: todas están desbordadas y todas van tan bien que parece aún difícil de creer. Un espejismo, el más difícil todavía, dentro de otro.

A mediados de junio los titulares de la prensa local no eran demasiado ilusionantes. Marbella, decían, afrontaba la temporada con un “optimismo moderado”. Un verano, decían también, “a medio gas” porque los viajes desde las islas británicas no estaban permitidos y en la Costa del Sol el británico es el principal país emisor. Prácticamente uno de cada tres extranjeros que llegan son de allí. Sin ellos el verano no podía ser un gran verano. En teoría. En julio, la quinta ola del virus agravaba aún más la situación. Con los contagios disparados se limitaba el ocio nocturno e incluso la primera semana de agosto se imponía un toque de queda. Eso decían los titulares. Esa era la realidad de la pandemia, la de la incertidumbre y las limitaciones. La realidad de Marbella ya era, sin embargo, otra. España, ya se sabe, is different, es sol y playa. Y fiesta. Este año, sobre todo, fiesta. Tanto para los españoles como para los extranjeros.

“Maravilloso”, “increíble” o “excepcional” son tres adjetivos que se repiten estos días en la ciudad. Apenas importa a quién se pregunte. “Está más llena que nunca”, confirma Hubertus. Él, dice, no había visto tanto tráfico allí en su vida. Las previsiones se quedaron cortas. Marbella está repleta. Todas las Marbellas lo están. Marbella vive un verano histórico. “Hay muchas ganas de hacer lo que se ha perdido”, cuenta Hubertus. A él lo llaman príncipe, como a su padre, como el heredero suyo que es. Pero Hubertus es un príncipe atípico y polifacético. Todo un personaje. 

Nació en México y fue esquiador olímpico con México. También es artista. Ahora ha regresado a la música. Sus amigos flamencos, con los que comparte farras, le han bautizado como “Gypsy Prince”. Si ya triunfaron los Gipsy Kings, por qué no intentar la secuela principesca. Y a él le ha gustado tanto su apodo que se lo ha puesto como nombre artístico y ha aprovechado el verano para grabar un videoclip cantando su primer tema: Yo no sé cantar flamenco. Hubertus aprovecha las fiestas del verano, si se lo piden, para interpretarlo. Quien quiera verlo tiene también el vídeo colgado en su web gypsyprince.info. Lo rodó en la barriada gitana de las Tres Mil Viviendas, en Sevilla. Otro planeta comparado con su Marbella. Literalmente. Con la renta media anual (a-nu-al, sí) allí, poco más de 5.000 euros, una familia puede pasar un fin de semana en una de las suites con vistas al jardín del Marbella Club que fundó su padre. O sólo una noche en uno de los bungalows. 

El camaleónico Hubertus no es de los famosos que se encierran en sus casas. Pero sí pertenece a esa Marbella de siempre que no pisa la playa y que apenas sale de las urbanizaciones, salvo alguna cena en Puente Romano o en Starlite, el festival que este año cumple su primera década de vida. “Yo estoy muy orgullosa de una cosa que me dijo en una ocasión Ana Gamazo, que pertenece a esa Marbella: que habíamos conseguido lo que nadie, sacar a la gente de Marbella de sus casas y de las fiestas en ellas”, presume Sandra García-Sanjuán, fundadora del festival. 

Starlite no son sólo los conciertos que ofrecen desde hace diez años. También la cena y la fiesta posterior en la que había tres actuaciones más. Este año han tenido que adelantar horarios y reducirlo al concierto y sólo una actuación posterior, pero han estado llenos. “Todo el mundo tiene ganas de evadirse, de pasárselo bien, de disfrutar. Más que nunca”, cuenta. “Además he visto un cambio. Antes sentías que el objetivo de la gente era acumular cosas, posesiones; este año se percibe que lo que se quiere es acumular experiencias”, añade.

En eso también coinciden todos. Se vive en la ciudad, frente a la incertidumbre de los meses pasados, frente a las restricciones, y a pesar de éstas, una sensación continua de presente y desenfreno. El mañana no importa. El futuro no existe. Aunque ese futuro llegue en sólo quince minutos. En Olivia Valere algunos clientes aún piden botellas cuando falta eso para que se tengan que marchar y los camareros les miran sorprendidos porque una botella puede costar hasta 6.000 euros. La piden igual y acaban invitando a los que haya a su alrededor. “Este verano se hace más amigos que nunca...”, dicen en la discoteca. La misma idea la secundan desde todos los negocios consultados. Aumentan las consumiciones medias, se pide hasta el último minuto y se reserva con semanas de antelación. La incertidumbre y las restricciones, dicen, hacen que todos quieran asegurarse una mesa. Antes no pasaba. Aunque eso, claro, que es bueno para los negocios, no lo es tanto para algunos clientes.

Olga, 35 años, de origen ruso, que vive en Madrid, lleva casi una década yendo a Marbella. A ella le gusta el ambiente de este verano. “Están todos hambrientos, salvajes, como recién salidos de la cárcel”, describe. Con tantas ganas de divertirse y compartir que hace que haya más “comunicación” que nunca. Otros años llegaba a un sitio con sus amigos y de ese grupo no se separaba. “Este año cada día hablas y acabas con gente nueva”, ensalza. Lo peor, eso sí, que después de casi esa década fichando cada año en Marbella ya se siente un poco de allí, y este verano se desespera con tantas personas que nunca habían ido. Olga llama para reservar en sus sitios favoritos de Puente Romano y se pone nerviosa porque no hay sitio y no lo habrá ya mientras esté en la ciudad.

En Mamzel son casi las diez y empieza la actuación. La función sobre el escenario, porque la otra ha comenzado ya más de una hora antes, cuando llegan los primeros clientes y los aparcacoches arrancan a trabajar. Ahora una equilibrista hace piruetas en un aro colgante sobre el escenario, un mimo recorre saludando la terraza y una morena con un vestido entubado dorado pasa por segunda vez en diez minutos contorneándose al ritmo de la música como Jessica Rabbit. 

La morena no forma parte del espectáculo. Al menos oficialmente. En Mamzel, su director, René Schafer, alemán que lleva 30 años viviendo en Marbella, se toma una cerveza en una de sus barras mientras presume de la temporada imprevista que están haciendo. Apenas tienen referencias para comparar, porque abrieron el año pasado en plena pandemia, pero este verano, resume, “nos han invadido”. Schafer presume también de que el local que dirige es un ejemplo de lo que debe ser Marbella: un destino de lujo. El mejor ejemplo, dice, es la mansión que se acaba de vender en la urbanización de La Zagaleta, la más exclusiva de la zona, por 35 millones de euros, la más cara de la costa. 

Esta noche, dice también para poner otro ejemplo, ahora barriendo hacia su casa de Mamzel, está a punto de llegar para cenar la familia Salinas, del expresidente Carlos Salinas de Gortari, “una de las más ricas de México”. También es una de las que más titulares ha acaparado estos últimos años por escándalos. Pero eso no se cuenta. Todo depende del filtro con el que se mire. Hay una Marbella en la que importa más la cuenta corriente que los antecedentes. “Marbella tiene que seguir apostando por su marca y ponérselo más difícil al mercado baratito. Ya está Benidorm ahí arriba para quien lo quiera...”, afirma. Tras él vuelven a cruzarse el mimo y la morena. El primero sonríe más.

“La verdad es que Marbella ya no es lo que era. Gente hay mucha. Y famosos, pero es un famoso casposo, televisivo, que no es famoso realmente sino popular, pero no el famoso de antes, ese famoso internacional como podía ser Sean Connery”. Jorge Ogalla mira la ciudad con otro filtro: el del visor de su cámara de fotos. La ha visto a través de él durante más de 30 años trabajando como paparazzi. Es uno de los más conocidos. También uno de los que más añora aquella Marbella de los ochenta y los noventa que él describe con Connery como referencia. Hoy, se lamenta, “Marbella se ha convertido en un Benidorm. Hay personajes de tercera que intentan presumir. Parece que hay que venir a Marbella para ponerlo en Instagram. Demasiado postureo, pero poco nivel. El famoso de verdad se queda en su casa y ahí no podemos entrar”. Ogalla no sólo siente nostalgia por esa Marbella, sino también por un oficio, el suyo, que se extingue, y por ese pasado del juego de las exclusivas que parece, como esa jet, sobrevivir sólo en las hemerotecas. La noche, cuenta, apenas se trabaja ya, porque no interesa en las revistas del corazón, y tampoco se hacen guardias como las de antes, que podían durar semanas pero por cuyas fotos se cobraban millones.

-¿Cuál sería la gran exclusiva del verano?

-Pues habría sido muy buena Tamara Falcó con su novio saliendo a cenar o en yate con Isabel Preysler y Vargas Llosa. O la primera foto juntos de Sara Carbonero y Kiki Morente, que es la sensación del verano. O una muy buena sería Paloma Cuevas, la ex de Enrique Ponce, con una nueva pareja, que no sabemos si la tiene, pero está encerrada en La Zagaleta y eso es un búnker.

En Puerto Banús no hay exclusivas, ni famosos de los que salen en portada, pero sí muchos mundos. En Puerto Banús las tiendas de lujo del puerto abren hasta la medianoche, todos los restaurantes están llenos, desde los más caros hasta las pizzerías más baratas, y no hay negocio que no funcione bien. “No paramos”, dice uno de los chicos que se dedica a alquilar, por minutos, dos Lamborghini naranjas aparcados en el puerto. Hacerse una foto en ellos cuesta 20 euros. Dar un paseo por el puerto, de ocho minutos, 90. Salir a la autopista y volver, 250. La mitad, todo, si no se conduce. Salvo la foto, claro, que no se la puede hacer nadie por uno. Y si alguien quiere algo fuera de carta, tiene que depositar 8.000 euros de fianza.

-¿Y se portan bien?

-Sí, según sube uno ya le vemos las intenciones. Pero nunca hemos tenido problemas.

-¿Y si los dan?

-Paras el coche y le dices que se baje.

-¿Y si está conduciendo?

-Pues también.

En Puerto Banús no se pueden hacer fotos, avisa un guardia de seguridad privado, porque es una marca registrada. Lo repite dos veces. Controlar las barras de algunos bares, llenas de gente, todos de pie, nadie con mascarilla, es otra cosa. Ahí hay, y no sólo en Puerto Banús, dos Marbellas. Una, las de los dueños y responsables de algunos locales, que dicen que se han pasado el verano contando personas por el aforo reducido y, como los profesores en un colegio, pidiendo a los clientes que se sentaran en sus mesas cuando se venían arriba con la música y se ponían a bailar. Otra, la de los clientes. Muchos confirman que la reducción de aforos en algunos sitios no existía, que nadie les hacía sentarse cuando se lanzaban todos a la pista a bailar y que incluso en otros locales, al entrar, les ponían una pegatina en la cámara del móvil. Prohibido hacer fotos y vídeos, prohibido colgarlo en las redes, prohibido etiquetar el sitio. Instagram, que antes era bueno para promocionar, es delator en tiempos de restricciones. “Ahora la policía puede controlar fácilmente en las redes lo que pasa en un lugar y venir a ponernos una multa”, confirma el responsable de un local.

En Puerto Banús, parece, la pandemia se queda fuera de sus fronteras, junto a la rotonda con la estatua de un rinoceronte enorme que, como explica el mismo vigilante, es uno de los símbolos de la zona. Pero no, lo más simbólico, más allá del rinoceronte, que es una obra de Dalí, de los yates y de los automóviles de lujo aparcados o circulando, son sus visitantes. Este año se disparó en julio la visita de jóvenes franceses de origen árabe que no gustaban demasiado en la ciudad porque los veían tan inéditos como problemáticos. 

“Como hijos de narcos”, los describe un empresario local. En agosto aún se les ve. Algunos de ellos son los que llevan chándal. También a los ingleses, que comenzaron a llegar a finales de julio. Y alemanes, belgas, holandeses, noruegos… Y, sí, también españoles. Nahia, Ane, Maider, Nagore y Naiara son cinco chicas de Euskadi, de 19 años, que el año pasado se perdieron el viaje a Baleares de fin de bachillerato y que acaban de llegar a Marbella. Es su primera vez y vienen, confiesan, buscando fiesta. La han empezado en Puerto Banús, pero quieren asomarse también a las otras Marbellas. Al menos, a las que les dejen asomarse. A algunas no llegarán. Ni querrían. 

Son las cinco y media de la tarde cuando llamamos al teléfono de la primera web que aparece en Google si uno busca prostitución de lujo en Marbella. También la más antigua. La página anuncia que el servicio funciona 24 horas al día los siete días de la semana pero ésta es la hora de la siesta y a David, que da su nombre pero no su apellido, lo hemos despertado. Pide que se le llame de nuevo en un par de horas pero lo hace él menos de treinta minutos después. Se ha desvelado y ya no podía dormir. Para él el día tiene dos horas puntas: la primera cerca de las tres de la mañana, cuando ya han cerrado, por las restricciones, todos los locales de la ciudad; la segunda, a partir de las siete, cuando terminan las fiestas en las casas en las que se continúa la noche hasta al amanecer. 

David cuenta también que su web funciona como una agencia, que encuentra clientes para las mujeres, aunque éstas, latinoamericanas casi todas, trabajan independientemente. Tienen tarifas, según la web, de 200 euros la hora, la noche completa 2.000, que pueden negociarse con ellas. Hay tantos clientes este verano que, dice, las llama para ofrecerles alguno y le responden “ay, bebé, no puedo, estoy ocupada ya” o “ay, baby, imposible”. La mayoría de ellas, revela, vienen a Marbella en verano, a hacer la temporada, y alquilan apartamentos en la zona de Puerto Banús. Muchas de ellas, revela también, sobre todo en julio, acababan las noches, o la empezaban, según el cliente, en fiestas privadas en alguna urbanización.

Esas fiestas no son las mismas que las de los famosos, que las que han hecho y hacen en esa Marbella de siempre. Éstas son las fiestas con las que se sustituye la madrugada que ha cortado la pandemia y los horarios. Todas, fiestas privadas. Algunas, ilegales, que llevan celebrándose durante toda la pandemia y que a finales de julio, con las restricciones más duras y la amenaza de que se prolongara el toque de queda, proliferaron de nuevo. Estas fiestas en las villas han sido, como confirman desde el Ayuntamiento a este periódico, uno de los focos prioritarios para la policía. El otro, cerrar las playas para impedir los botellones de los más jóvenes una vez cerrados los bares. 

Con DJ, camareros y servicio de seguridad, las fiestas de las urbanizaciones eran la alternativa a las discotecas cerradas. Quienes más se percataron de ellas fueron los taxistas. “Mira, aquí hay unas rutas típicas, que si a Puerto Banús, que si al centro, que si a Puente Romano… Y de repente un cliente de un hotel me daba una dirección de una casa en una urbanización fuera de esa ruta y un rato después otro cliente de otro hotel me daba la misma dirección. Eso no pasaba antes aquí”, cuenta Javier, mientras conduce por el bulevar Príncipe Alfonso de Hohenlohe, la arteria que atraviesa Marbella de este a oeste, del centro y la Marbella de pueblo de mar a la Marbella de los ricos y de Puerto Banús. “También había otros que no tenían la dirección. Me pasaban el teléfono con una ubicación y yo tenía que llevarles a ella. Se la habían enviado una vez pagaron su entrada”, añade.

Al “buenas noches, ¿qué tal?” nada más subir a su taxi Javier ha respondido pocos minutos después con un “aquí, luchando” que no sonaba demasiado convincente. Este verano la lucha no es tal lucha. O, si lo es, al menos va ganando. Para él y sus compañeros también está siendo un verano insólito. Dicen los datos, todavía provisionales, facilitados por las asociaciones hosteleras y hoteleras consultadas, que Marbella está en los mismos niveles de facturación que en 2019, que fue el mejor año desde que empezó la crisis de 2008. Javier, el taxista, se atreve a pronosticar que incluso mejor.

A él esta temporada le recuerda a las de los años previos a la crisis financiera, cuando se subía un viajero a su taxi y le pedía que lo llevara a un hotel y él tenía que decirle que lo sentía, pero que era imposible: estaba todo lleno. Hoy suspira porque eso no cambie y se prolongue la racha hasta octubre. Aquellos eran años de bonanza y no se intuía el descalabro mundial que comenzaría en 2008. Había futuro y muy bueno. Hoy ha cambiado. Marbella sigue siendo la misma. Perdón, las Marbellas siguen siendo las mismas. Pero el futuro no existe. O no se sabe si existe. O no importa. Al menos durante el verano. 

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