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Un colegio mayor, 19 años y una agresión sexual: “Me dijo que de ahí no me iba sin hacerle una paja”

La depresión.

Ana

Tenía 19 años. Era virgen. Allá por octubre del año 2000 vivía en una residencia de estudiantes de Madrid y era mi segundo año de Universidad. Venía de un pueblo de esos que encabezan ahora las manifestaciones de la “España vaciada”. Era principios de octubre. Una noche de sábado o quizá jueves. O viernes. No me acuerdo. Era como cualquier otra universitaria madrileña y salía casi todos los fines de semana.

Ya no era la novata del año pasado y me sentía más libre que nunca. Hacíamos botellón en el parque de enfrente de los colegios mayores. Esa noche hablé con un chico de mi residencia de estudiantes. Era una residencia mixta. Nos caímos bien. Nos besamos. Y seguimos la noche riendo y hablando con el resto.

Cuando volvimos a nuestro colegio mayor, me propuso pasarme por su habitación a ver una película. Entendí que formaba parte del ritual adolescente de escuchar música, poner una serie de fondo y 'morrearnos' un poco. Recuerdo llegar a su habitación y sentirme incómoda, darnos un par de besos y saber que no quería continuar ahí.

Le dije que me quería ir a mi habitación. Que no quería hacer nada más. Se enfadó. Se puso violento. Me gritó. Me llamó guarra. Calientapollas. Me dijo que de ahí no me iba sin hacerle una paja. No había tocado un pene en mi vida. Tenía miedo. Lloré. Quería irme de ahí. Me levanté para salir de la habitación. Me bloqueó y me obligó a masajearle la polla de arriba abajo una y otra vez. No sabía cómo se hacía. No sabía qué hacer.

Recuerdo seguir tocando su pene con dolor, hasta que eyaculó en la puerta de su habitación. Por fin pude salir. Salí corriendo. Llorando. Llegué a mi habitación y les conté lo que me acababa de pasar a mis dos compañeras de habitación. Me consolaron. Y lo olvidé.

No tenía conciencia feminista. Ni mis amigas ni nadie de mi entorno la tenían, que yo supiera. Más tarde me enteré de que aquel individuo fue contando a sus amigos que yo era una guarra. Hasta que se fue de esa residencia y nunca más supe de él. No se lo conté a nadie más. No denuncié. Ni siquiera sabía que lo que me había pasado tuviera nombre. Que fuera un abuso sexual.

No recuerdo el nombre del chico. Lo olvidé. Me culpé a mí misma por haber ido a su habitación. Lo enterré. Al final y al cabo, tampoco había sido para tanto. Hoy denunciaría. Nadie me creería. Perdería el juicio porque no habría pruebas. Sería su palabra contra la mía. Y habría testigos que dirían que me vieron besándome con él.

Pero denunciaría por mí y por todas mis compañeras. Por las que vinieron después. Por la víctima de 'la manada'. Por los menores abusados. Por qué no puede haber ninguna agresión sin respuesta. Porque nunca es culpa nuestra. La culpa siempre es del agresor. Porque no es no. Hoy y siempre.

Esta historia forma parte de la serie Rompiendo el Silencio, con la que eldiario.es quiere hablar de violencia y acoso sexual en todos los ámbitos a lo largo de 2018. Si quieres denunciar tu caso escríbenos al buzón seguro rompiendoelsilencio@eldiario.es. Rompiendo el Silencio

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