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La escuela como escenario clave de los abusos de la Iglesia: “Me decía que la amistad de Jesús con los apóstoles era así”

Escuela

Sofía Pérez Mendoza

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El informe elaborado por el Defensor del Pueblo permite una primera aproximación oficial –e institucional– al modus operandi de los abusadores sexuales dentro de la Iglesia. Y lo hace a través de los testimonios de supervivientes que fueron escuchados por los miembros del grupo de trabajo creado para la investigación.

Después de 15 meses de trabajo y la entrevista pormenorizada a 487 personas que relataron ser víctimas, el análisis de la información recogida revela que lo más habitual eran abusos “episódicos”, es decir, que ocurrían varias veces. También deja claro que el escenario más habitual de las agresiones fueron con mucha diferencia, los centros de enseñanza (63,2%).

En el 84% de los casos afectaron a varones y casi la mitad tenían entre 6 y 12 años. El segundo grupo más numeroso eran adolescentes o preadolescentes de hasta 18 años. El grueso de los testimonios se refieren a abusos cometidos entre las décadas de 1960 y de 1980, pero se han registrado también episodios más recientes, de la década de 2010.



La ventana abierta por la institución dirigida por Ángel Gabilondo a los supervivientes ha permitido reunir relatos de personas que directamente sufrieron los abusos –la mayor parte– y víctimas comunicadas indirectamente. El número de agresores señalados asciende a 347, de los cuales todos excepto 27 eran religiosos. Ninguna de las personas que contaron sus historias al Defensor del Pueblo ha sido identificada y todas aparecen en el informe con un número.

El trabajo, de 777 páginas y bastante duro con la Iglesia católica, desgrana los mecanismos que han permitido que estos hechos permanecieran silenciados y encubiertos tantas décadas: el miedo a contarlo e involucrar a una institución con un gran poder, la sensación de “abandono” de la mayoría de las víctimas, el desconocimiento propio de la edad infantil sobre la sexualidad, las estrategias de poder de los abusadores para protegerse y la falta de acción por parte de la Iglesia, según el informe presentado este viernes. “La respuesta de cargos superiores, en casi todos los casos en los que se sabe que tenían conocimiento de los abusos sexuales, fue ocultarlos”, afirma la institución.



El temor a revelar los abusos se ha mantenido en muchos casos hasta la edad adulta. E incluso, ciertas víctimas admiten que no lo han hecho hasta que han fallecido sus progenitores. Algunas personas lo han contado por primera vez en su vida a esta institución, recoge el informe. “Jamás se lo conté a nadie. Primero, porque no entendía lo que pasaba. Ni siquiera sabía si lo que me ocurrió se consideraba una práctica sexual o un juego. Carecía de criterio y experiencia. Pero más tarde, cuando fui haciéndome más mayor, no lo conté por vergüenza”, dice una de las personas entrevistadas.

El sentimiento de “abandono”

La sensación de “abandono” atraviesa tanto a las personas que no denunciaron –no lo hicieron por vergüenza y también por la desesperanza ante que hubiera consecuencias por la “poca implicación de los poderes públicos” y de la Iglesia– como las que sí lo revelaron.



La reacción más repetida en el abordaje por parte de la Iglesia ante el conocimiento de un caso fue, o bien el silencio, bien el traslado del agresor a otra localidad o incluso a otro país. “Esta respuesta podía basarse en la creencia de que, una vez separado de la víctima, el comportamiento del agresor cambiaría, creencia que luego ha resultado ser errónea”, afirma la institución en su informe. Se apoya en testimonios como estos:

“No es el sacerdote el único culpable, creo que la comunidad entera lo sabía. De hecho, cuando supieron, le cambiaron de colegio, no le limitaron su acceso a los menores. Este sacerdote, por ser el hermano del ministro de Marina de Franco, tenía una ascendencia particular [...] Su habitación era como un apartamento de soltero, entraba y salía quien quería, o sea que la orden religiosa y sus compañeros del internado le permitían un estilo de vida que no era lo habitual…”.

“Mientras sucedía el abuso en el despacho del director, los niños más mayores aporreaban la puerta para que me dejara en paz. Si esos estudiantes gritaban y hacían ruido, ¿por qué el resto de religiosos no hacía nada por evitarlo?”

En otros casos, contarlo a las familias aisló más a la víctima por la incomprensión de su entorno: “En una ciudad muy conservadora, el criticar a un clérigo que se propasaba con las manos, era poco menos que la imaginación de los niños, eran intencionalidades de ofender y de socavar el buen nombre de la Iglesia, de los clérigos. Mis padres me dijeron: ”como sigas diciendo esto, te va a costar caro“.

Mientras sucedía el abuso en el despacho del director, los niños más mayores aporreaban la puerta para que me dejara en paz. Si esos estudiantes gritaban y hacían ruido, ¿por qué el resto de religiosos no hacía nada por evitarlo?

Respecto a las víctimas, “las personas que conocían los abusos tomaron diferentes vías para silenciarlas”, clarifica el informe, que muestra cómo denunciar las agresiones era muy complicado por mecanismos de encubrimiento perfectamente engrasados. Un caso extremo es el de amenazar con expulsar a la víctima del colegio para evitar que revelara más información: “Con 14 años le dije al director del colegio, quien no me creyó y me amenazó con expulsarme si continuaba contándolo. No hubo ninguna consecuencia para el agresor”.

Una persona que ha dado su testimonio asegura que cuando lo contó le dijeron que no debía decírselo a sus padres ni a sus amigos. “Tienes derecho a la imagen, pero debería ser informado el padre provincial”, le refirieron. Al cura, añade en su relato, “no le pasó nada, continuó en contacto con niños e incluso tenía un espacio para llevar a los jóvenes a los que llamaban ”problemáticos“.



Las situaciones relatadas, en las que muchas víctimas describían una sensación de estar sin salida, han acarreado problemas de salud mental a largo plazo. Los trastornos psicológicos y de conducta atraviesan a ocho de cada diez; un tercio de los entrevistados mostraron síntomas depresivos mientras la insatisfacción y disfunción sexual se registran en más del 30% de los casos.

“La presencia de sentimientos de culpa y de ansiedad aparecen también en alrededor de un tercio de las entrevistas”, revela el informe, que asegura que un 15% manifestó baja autoestima, bajo rendimiento académico y rechazo al contacto físico. Por último, el trabajo menciona la ideación suicida asociada a las vivencias de abuso como un factor relevante. En este caso, en casi el 12% de los relatos se mencionaron estas conductas.

El prestigio de la Iglesia: “No quería decir cosas malas de un cura”

El Defensor del Pueblo contextualiza también el silencio en el que se vieron atrapadas muchas víctimas por el “prestigio social y moral” de la Iglesia que “hacía impensable la crítica” hacia los clérigos. Este relato está presente en muchas historias compartidas, como las que siguen:

“Era un niño muy religioso, de misa y comunión dominical, y aunque me espantaba lo que estaba pasando, me sentía avergonzado y me horrorizaba contárselo a mis padres, o a cualquier otro adulto de mi entorno. En aquella época, en España vivíamos en una dictadura y el principio de autoridad regía en todos los ámbitos de la vida, y aun sin tener conciencia de lo que esto significaba, intuía que no se podía contar a ninguna autoridad”.

“Me daba vergüenza explicarlo, porque no quería decir cosas malas de un cura, que en teoría era una persona buena. A los días, llegó a sus oídos y en la escuela cuando nos daba catecismo dijo que había una persona que lo estaba calumniando. A mí me puso de mentirosa. (…) La gente le creyó más a él que a mí. Y eso es algo que se me ha quedado. Es que antes el cura era el cura, ¿quién no le creía al cura?”.

En este sentido, los testimonios también dan cuenta del uso de la fe “para persuadir o convencer a sus víctimas de lo adecuado o correcto del abuso”: “Me decía que la amistad de Jesús con los apóstoles era así, que lo que hacíamos era algo puro”.

Lo raro es que los niños pongan alguna resistencia porque no sabes lo que pasa

De los testimonios se desprende, con algunas diferencias en la sofisticación, una estrategia parecida de los agresores, que pasaba por conseguir acercarse a la víctima, quedarse a solas con ella para cometer el abuso y, después, “mantener el hecho en secreto e impune”. Para los abusadores que tenían contacto habitual con la infancia –ya fuera en colegios, orfanatos o catequesis– era muy sencilla de llevar a cabo, dice el Defensor del Pueblo.

Espacios a solas o colectivos

Este es uno de los relatos recogidos en el informe: “Por la tarde fui a confesarme. Él [estaba] sentado, yo estaba delante sin nada, me puse de rodillas. Me cogió una mano por aquí para hablar así como a la oreja, empezó a besuquearme, a meterme la lengua, a meterme la otra mano en los huevos. Yo estaba acojonado, asustado, no sabía ni lo que era, me pude zafar como pude. Dos minutos que llevaba, dos avemarías y tres padrenuestros… Me fui corriendo y me encontré al tutor de EGB, la persona más encantadora del seminario. Como me vio llorando saliendo de la iglesia, me dijo ”¿qué te ha pasado?“, se lo conté y me dijo que fuera al patio y se fue a darle una charla al cura”.

Un día que caí enfermo fui donde él. Era un sábado por la noche [...]. En vez de llevarme a la enfermería, me llevó a su habitación [...]. Estás enfermo con un montón de fiebre y tú no sabes

Hay una idea que es común a muchas víctimas: el hecho de no saber lo que estaba pasando. “Lo raro es que los niños pongan alguna resistencia porque no sabes lo que pasa”, dijo una de las personas que dio su testimonio al Defensor del Pueblo. En este contexto, aseguró otra víctima a la institución, su abusador se sentía impune para realizar tocamientos en medio de la clase: “Les metía la mano por las camisetas, el culo, el pene, tocaba todo a los niños, a las niñas no nos tocaba nada. Delante de nosotros, estábamos sentados de forma individual en nuestros pupitres, y él iba pasando por las mesas y, al que le apetecía, pues se paraba y hacía sus cosas”.

Esa impunidad “permitió mantener el abuso mucho tiempo sin que nadie lo frenara”, dice el informe, que recoge más testimonios en el mismo sentido. A plena luz del día y en espacios colectivos: “Era un dormitorio común. Al cuidado estaba el enfermero [nombre del agresor]. Lo recuerdo sentado al borde de una cama de uno de los enfermos [...]. Tenía metido un brazo por entre las sábanas del compañero, mientras hablaba distendidamente, como si no pasara nada. Yo pensé que le estaba tomando la temperatura, pero pronto comprendí que no, porque hizo lo mismo en mi cama, y lo que hacía era tocarme el pene. Tenía 12 años”.

Sentirse especial, los regalos y los chantajes

Los abusadores, resalta el trabajo de la institución liderada por Ángel Gabilondo, identificaban y se aprovechaban de las vulnerabilidad de sus víctimas para agredirlas. Se ejemplifica con testimonios como el siguiente: “Mi hogar era un destrozo afectivo, que [nombre de agresor] conocía. Conocía mi vulnerabilidad y desamparo emocional, y que no tenía a quién recurrir para buscar afecto y protección”. El trabajo hace una mención especial a los internados como foco de los abusos. “Se produjeron en el sanatorio para niños con tuberculosis gestionado por las [nombre de la orden]. Era la única visita del exterior que teníamos en el sanatorio, aparte de las familias. Por eso estábamos tan contentas cuando venía [nombre del agresor]”.

Dentro de las situaciones vulnerables de las que los religiosos sacaban partido también se encuentra la enfermedad de los niños y niñas si eran internos. Así era más difícil resistirse al abuso o recordarlo, afirma el informe. “Un día que caí enfermo fui donde él. Era un sábado por la noche [...]. En vez de llevarme a la enfermería, me llevó a su habitación [...]. Estás enfermo con un montón de fiebre y tú no sabes. El hombre me metió en su cama, se desnudó, empezó a toquetearme”.

Otros momentos de privacidad forzada eran, por ejemplo, las visitas puntuales a la enfermería, según los testimonios recabados. O citas privadas con la excusa de una enseñanza sexual. Ambas situaciones han sido relatadas como estrategias de engaño para acceder al cuerpo de las víctimas.

Hacer sentir especiales a los niños y niñas abusados es, según los relatos recogidos, otra maniobra que utilizan los religiosos. “Entramos, y me dijo que me invitaba a merendar, que pidiera lo que yo quisiera [...]. Así que accedí a comerme un delicioso bollicao. Lo pagó y salimos de vuelta hacia la parroquia. Le di insistentemente las gracias y él me dijo que me invitaba con todo gusto, pero que debía ser un secreto entre nosotros, para evitar que los demás niños sintieran pelusa o le pidieran también ellos un bollicao”, contó una de las víctimas.

Debía tener 5 o 6 años, me cogía, ponía la mano por dentro de las bragas y me tocaba, y después me daba unos piñones garrapiñados que estaban en un Cristo de cerámica

Varias personas también han contado que el abuso iba a acompañado de un regalo para compensarlo o normalizarlo: “Yo era muy pequeña, debía tener 5 o 6 años, me cogía, y ponía su mano buscando mi sexo [...] Me tocaba, y después me daba unos piñones garrapiñados que estaban en un Cristo de cerámica”.

Sin embargo, el supuesto privilegio convivía con chantajes o castigos para que la víctima no lo descubriera o abandonara, como se ve en el siguiente testimonio: “Me buscaba mis excusas para no ir, pero te chantajeaba con cualquier cosa. Que llamaría a mis padres, porque mi comportamiento no era adecuado, que era mentira, que no estudiaba, que mis notas eran malas...”.

Las víctimas se refirieron también, según se incluye en el informe, situaciones de aislamiento respecto a sus compañeros, lo que “acrecienta el poder del agresor”. “Una de sus tácticas fue apartarme de todo el mundo. Me apartó de mis amigos, me apartó de mis conocidos, solamente quería que me relacionase con dos o tres alumnos que supongo que estarían bajo su cuerda. Siempre estaba conmigo, en los recreos...”.

Gráficos de Ainhoa Díez.

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