ADELANTO EDITORIAL

'Las horas del caos': una reconstrucción minuciosa con testimonios clave de la dana del 29 de octubre

elDiario.es

27 de septiembre de 2025 22:31 h

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“A las cinco y media de la tarde del 29 de octubre, José Vicente y su esposa, Rosa, pasean por el Camino Real de Catarroja sin saber que la rambla del Poyo, kilómetros arriba más allá de su vista, ya empieza a causar estragos. En la arteria principal del municipio de la comarca de l’Horta Sud no cae ni una gota. Tampoco en Benetússer, al norte de la rambla. La tormenta estaba descargando lejos, cauce arriba, pero el agua corría sin freno, arrastrándolo todo a su paso. A las seis de la tarde, mientras continúan en su tiempo de ocio ajenos a lo que ocurre, reciben la llamada de su hijo. Acaba de salir del trabajo y los avisa: aparcará el coche en el campo de fútbol porque el barranco ya se está desbordando a la altura del pueblo. José Vicente, con la calma de quien ya ha visto la rambla salirse de su lecho, le responde:

—Quédate allí, que te recogeremos con el coche.

Son las seis y cuarto. Su hijo rechaza el ofrecimiento; sus amigos prefieren dirigirse hacia la zona de Santa Ana, donde seguramente los vehículos estarán más seguros. Rosa le sugiere a su marido que la deje en casa, en un tercer piso de la calle Joaquín Escrivá.

El agua avanza, inesperada, imparable. No es lluvia; es una lengua marrón que brota desde el barranco, cubriendo aceras, arrastrando hojas, lodo y restos de ramas al principio, pero luego llevándose por delante todo lo que encuentra en su camino. Cuando llega a su calle, el agua les roza las pantorrillas. Son las 18.40. Rosa sube las escaleras; José Vicente, en cambio, baja al garaje. Allí, su cuñada Lourdes intenta mover el coche, que no arranca, luchando por mantener la calma mientras el agua asciende rápidamente.

A esa misma hora, Hui, de once años, está con su familia, que regenta el bar Chaos, en la calle Palleter de Benetússer. Junto a su padre, su madre y su hermano, ve cómo la corriente comienza a filtrarse por debajo de la puerta del establecimiento. No entiende de dónde viene el agua: no llueve, pero la calle es un río creciente. A las 19.40, el agua ya cubre las aceras, avanza como una sombra líquida que no deja de subir. Primero es el umbral del bar, luego va empujando la puerta y se cuela por las rendijas. Todos se miran: ha llegado el momento de huir. La situación es desesperada. La familia grita pidiendo auxilio a los vecinos del piso superior. Desde una ventana, alguien les lanza una cuerda, pero es corta. La tensión aumenta, el agua y el fango empujan cada vez con más fuerza. Entonces, los vecinos del primer piso improvisan una solución: una escalera. La bajan a duras penas. Hui será la primera en intentar subir. Nada más poner las manos en los escalones, la corriente arremete con furia. La escalera tiembla, se tambalea y cae. Hui se precipita al torrente de agua y lodo, que la arrastra.

Mientras tanto, en Catarroja, José Vicente ayuda a su cuñada Lourdes a escapar de una muerte segura: la respiración de ella se vuelve entrecortada después de haber recibido la llegada del agua, que la golpea contra la pared del garaje. Cuando pueda acudir al hospital días más tarde le diagnosticarán cuatro costillas rotas. A las siete y cuarto, los coches flotan como barcas a la deriva. El agua, liberada de la rambla del Poyo, arrastra todo lo que encuentra: puertas de comercios, ventanas de plantas bajas, farolas y vallas de un colegio que ha arrancado a su paso. José Vicente logra salir a la superficie y, junto con otros vecinos, se sube a un coche que se balancea peligrosamente. La corriente empuja los vehículos como si fuesen hojas. La diferencia entre resistir o ser arrastrado por la corriente depende de si el coche al que se ha confiado la vida se empotra contra algún muro o farola y se queda bloqueado.

Pero José Vicente no tiene esa suerte. El coche encima del cual ha tratado de aguantar es arrancado del lugar por la furia del agua. José Vicente se agarra a los cables de la luz y alguien le tira una cuerda. Con esfuerzo, llega a atarse a los respiradores del garaje, a más de dos metros de altura. Con esta solución consigue aguantar unos minutos sin ser vencido por la corriente. El agua le llega al cuello, luego a la barbilla. Algunos vecinos que vociferan sin cesar improvisan un rescate con dos escaleras unidas con bridas. Los vecinos gritan su nombre, le ofrecen las manos desde el balcón, pero la distancia es insalvable. Uno de ellos, Ángel, con la voz rota por la impotencia, le suplica que resista. «¡José, aguanta! ¡Ya casi lo tienes!» Otros buscan más cuerdas, más escaleras, cualquier cosa que pueda ser útil, con las caras empapadas, no solo por la lluvia, sino por la angustia de ver a un hombre luchando contra el agua, tan cerca y tan lejos al mismo tiempo.

A las 20.11 suena en todos los móviles que graban el desastre la alarma masiva enviada por Emergencias de la Generalitat para avisar a la población del riesgo de temporal. Pero para José Vicente y Hui, la advertencia es un eco inútil. La señal llega cuando ya no hay elección, cuando el agua y el barro ya han decidido por ellos.

En Benetússer, el padre de Hui, al ver cómo su hija es arrastrada por la corriente, se lanza tras ella. El agua lo golpea con la dureza de una pared. Intenta nadar, pero la fuerza es incontrolable. Finalmente, puede agarrarse a un coche que flota, usándolo como ancla, pero la distancia entre él y Hui aumenta cada segundo. No lo conseguirá. Desde las ventanas, los vecinos del bar gritan su nombre, impotentes, y se tapan la boca con las manos al ver cómo la niña desaparece en medio de la corriente. La calle Palleter, una vía de pueblo como cualquier otra, se ha convertido en un torrente de agua similar al río Júcar. Pero, además, arrastra toda clase de objetos que destrozan lo que encuentran a su paso. En Catarroja, José Vicente estira los brazos hacia la escalera improvisada. Está justo debajo del balcón. El agua ruge y la escalera se encuentra a solo unos centímetros, pero no lo bastante cerca. Algo — tal vez una puerta arrancada, una farola caída— le golpea las piernas y lo arrastra hacia abajo. Antes de desaparecer bajo el agua, José grita:

—¡Rosa!

Es lo último que ven sus vecinos: le cuentan a su mujer que intentó resistir, pero la fuerza de la corriente era más fuerte. Al día siguiente, el cuerpo de Hui apareció a dos kilómetros y medio de distancia, cerca del Leroy Merlin de Massanassa, arrastrado por las aguas del Poyo que bajaban en dirección este, hacia el punto final de su viaje: la Albufera. A dos kilómetros y medio de su hogar y de los brazos que trataron de salvarla. José Vicente nunca volvió a salir del agua. También fue hallado torrente abajo. La alarma, que debería haber sido una advertencia, fue solo un sonido tardío. Una señal que resonó en el aire cuando ya nada se podía cambiar. A las 20.11, el destino de Hui y José Vicente estaba decidido. También el de otras 227 personas.El barro y la muerte habían llegado antes que el aviso“.

Así comienza 'Las horas del caos', un ensayo periodístico a cargo de Sergi Pitarch, director de elDiario.es en la Comunitat Valenciana. A pocas fechas de cumplirse un año de la mayor catástrofe natural de la historia reciente de España, ve la luz este minucioso trabajo de reconstrucción periodística de lo que sucedió, hora a hora, durante aquella jornada en la que murieron 229 personas.

¿Dónde estaba el presidente Mazón cuando comenzaron a llegar las alertas? ¿Por qué se ignoraron los avisos de los expertos? ¿Qué ocurrió en el Cecopi? ¿Y qué se habló —o no— durante la misteriosa comida en El Ventorro? Pitarch, testigo de primera mano durante aquellos días de octubre, traza con la distancia que ha dado el paso del tiempo el relato reposado pero trepidante de esas horas decisivas. Una crónica periodística con toques de ensayo político, sociológico, geográfico e histórico. elDiario.es ofrece un adelanto editorial del libro, editado por Península, y que se publica este 1 de octubre.