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The Guardian en español

El estado de bienestar de los ricos: cuando la economía más desigual parece la única posible

Los países ricos son cada vez más desiguales.

Jonathan Aldred

En la mayoría de los países ricos las desigualdades aumentan, y llevan haciéndolo mucho tiempo. Aunque son muchos los que piensan que esta situación es un problema, también suele considerarse que poco se puede hacer para abordarla. El razonamiento es que, al fin y al cabo, la globalización y las nuevas tecnologías han creado una economía en la que aquellos con habilidades o talentos altamente valorados son los que obtienen las mayores recompensas.

Lo que implicaría que es inevitable que las desigualdades aumenten. Los intentos de reducir la desigualdad a través de los impuestos redistributivos tienen muchas probabilidades de fracasar porque la élite mundial puede esconder fácilmente su dinero en paraísos fiscales. En la medida en que una subida de los impuestos afecte a los ricos, disuadirá la creación de riqueza, por lo que todos acabaremos siendo más pobres.

Si algo llama la atención de este razonamiento, cualquiera que sea la motivación final, es su marcado contraste con la ortodoxia económica que existió desde cerca de 1945 hasta 1980, que sostenía que el aumento de la desigualdad no era inevitable, y que se podía reducir con diversas políticas gubernamentales. Es más, estas políticas parecieron haber tenido éxito. Entre los años cuarenta y setenta las desigualdades disminuyeron en la mayoría de los países. La actual brecha se debe en gran medida a los cambios que se han producido desde los años ochenta.

Tanto en Estados Unidos como en Reino Unido, la proporción de los ingresos totales que va a parar al 1% de la población con más ingresos ha aumentado con creces entre 1980 y 2016. Si consideramos la inflación, los ingresos del 90% restante en los países anglosajones apenas han aumentado en los últimos 25 años. Es decir, hace 50 años, el presidente de una compañía en Estados Unidos ganaba en promedio unas 20 veces más que un trabajador. En la actualidad gana 354 veces más.

Lo cierto es que cualquier argumento que defienda que el aumento de las desigualdades es en gran medida inevitable en nuestra economía globalizada se enfrenta a una objeción fundamental. Desde 1980, algunos países han experimentado un gran aumento de la desigualdad —como Estados Unidos y Reino Unido—; algunos han experimentado un aumento mucho menor —Canadá, Japón, Italia—, mientras que la desigualdad se ha mantenido estable o ha disminuido en otros —Francia, Bélgica y Hungría—.

Por lo tanto, el aumento de la desigualdad no puede ser inevitable. Y el alcance de la desigualdad dentro de un país no puede estar determinado únicamente por las fuerzas económicas mundiales a largo plazo, porque, aunque la mayoría de los países más ricos han estado sujetos a fuerzas similares en términos generales, las experiencias de desigualdad han sido diferentes.

La justificación más extendida de esta creciente desigualdad es el enorme cambio en el pensamiento económico y político dominante, a favor del libre mercado, desencadenado por la victoria de Ronald Reagan y Margaret Thatcher en Estados Unidos y Reino Unido respectivamente. Es innegable que coincide con los hechos. En las economías desarrolladas, el mayor aumento de las desigualdades desde 1945 se produjo en Estados Unidos y Reino Unido a partir de 1980.

Aunque parece plausible que una gran transformación política tenga esta capacidad de cambio, no puede ser el único factor. Es demasiado vertical, ya que solo tiene en cuenta el impacto de los políticos y las élites sobre nuestras vidas. La noción de que el aumento de la desigualdad es inevitable comienza a parecer un mito conveniente, que nos permite no tener que pensar en otra posibilidad: que a través de las decisiones que tomamos a diario y a través de nuestro voto hemos apoyado el aumento de la desigualdad, o al menos lo hemos permitido.

Es cierto que eso implica ser conscientes de esta brecha. Las encuestas realizadas en Reino Unido y Estados Unidos sugieren sistemáticamente que subestimamos tanto el nivel de desigualdad actual como su aumento reciente. Sin embargo, la ignorancia no puede servir como excusa, porque las encuestas también revelan un cambio de actitud: la creciente desigualdad se ha vuelto más aceptable, o menos inaceptable, especialmente si no se está en el lado equivocado.

Es poco probable que la desigualdad vaya a disminuir sustancialmente en el futuro a menos que nuestras actitudes se vuelvan inequívocamente en su contra. Entre otras cosas, tendremos que aceptar que lo que la gente gana en la economía de mercado no es a menudo lo que se merece, y que el impuesto que paga no procede de lo que es legítimamente suyo.

El factor suerte en la idea de meritocracia

Una explicación clave que ayuda a entender por qué apenas hemos hecho nada para reducir la desigualdad en los últimos años es que minimizamos el papel que desempeña el factor suerte para tener éxito. Los padres enseñan a sus hijos que casi todas las metas son alcanzables si se esfuerzan lo suficiente. Esto es mentira, pero tiene una razón de ser: a menos que hagas todo lo que puedas, muchos objetivos seguirán siendo inalcanzables.

Si ignoro que la suerte ha desempeñado un papel en el éxito que he tenido, me sentiré mejor conmigo mismo, y me resultará más fácil pensar que merezco las recompensas asociadas con el éxito. Las personas con altos ingresos podrán estar convencidas de que se merecen sus ingresos porque son muy conscientes de lo duro que han trabajado y de los obstáculos que han tenido que superar llegar alto. Pero esto no es cierto en todas partes. En realidad, la defensa de esta noción de que nos merecemos lo que recibimos varía de un país a otro. Y de hecho, su defensa es más intensa en países donde esta creencia queda cuestionada por datos objetivos. ¿Cómo se explica esto?

Las encuestas de actitud han demostrado sistemáticamente que, en comparación con los residentes de Estados Unidos, los europeos tienen el doble de probabilidades de creer que la suerte es el principal factor determinante de los ingresos y que los pobres están atrapados en la pobreza. Del mismo modo, los estadounidenses tienen el doble de probabilidades que los europeos de creer que los pobres son perezosos y que trabajar duro nos permite tener una mejor calidad de vida a largo plazo.

Sin embargo, la población pobre —el 20% con menos ingresos— trabaja aproximadamente la misma cantidad total de horas anuales en Estados Unidos y Europa. Las oportunidades económicas y la movilidad intergeneracional son más limitadas en Estados Unidos que en Europa. Las estadísticas de movilidad intergeneracional de Estados Unidos se parecen mucho a las de la estatura: la probabilidad de que los niños estadounidenses nacidos de padres pobres sean pobres es idéntica a la probabilidad de que los niños nacidos de padres altos sean altos. Los estudios han demostrado repetidamente que muchos estadounidenses no son conscientes de ello: su percepción de la movilidad social es siempre demasiado optimista.

Los países europeos tienen, en promedio, sistemas fiscales más redistributivos y mayores beneficios sociales para las rentas más bajas que Estados Unidos. Por lo tanto, son menos las desigualdades una vez se han pagado impuestos y se ha redistribuido este dinero. Muchas personas ven este resultado como un reflejo de los diferentes valores que conforman las sociedades estadounidense y europea. Pero la relación causa-efecto puede ser al revés: la creencia de que se merecen lo que se obtiene se ven reforzadas por la desigualdad.

Estudios psicológicos han demostrado que las personas tienen creencias motivadas: creencias que han elegido mantener porque satisfacen una necesidad psicológica. En la actualidad, ser pobre en Estados Unidos es extremadamente duro, habida cuenta de las escasas prestaciones sociales y los altos niveles de desigualdad después de impuestos. Por lo tanto, los estadounidenses una necesidad mayor que los europeos de creer que uno se merece lo que recibe y que recibe lo que se merece. Estas creencias juegan un papel clave cuando uno se motiva a sí mismo o a sus hijos para trabajar tan duro como sea posible para evitar la pobreza. Estas creencias pueden ayudar a aliviar la culpa que genera ignorar a una persona sin hogar que mendiga en nuestra calle.

Pero esto no es solo un problema de Estados Unidos. Reino Unido es un caso atípico dentro de Europa, con una desigualdad relativamente alta y una baja movilidad económica y social. Su historia reciente encaja en la relación de causa y efecto. Tras la victoria de Margaret Thatcher en 1979, la brecha creció significativamente. Tras el aumento de la desigualdad, las actitudes británicas cambiaron. Cada vez más personas se convencieron de que las generosas prestaciones sociales hacen perezosos a los pobres y que los salarios altos son clave para motivar a las personas con talento. Sin embargo, la movilidad intergeneracional disminuyó: los ingresos de un británico están estrechamente correlacionados con los ingresos de sus padres.

Si el 'sueño americano' y otras creencias que afirman que todos tienen la oportunidad de ser ricos fueran ciertas, esperaríamos la relación opuesta: alta desigualdad —que sería concebida como justa debido a la— alta movilidad intergeneracional. En cambio, vemos una realidad muy diferente: las personas se enfrentan a una alta desigualdad convenciéndose a sí misma de que es justa. Adoptamos narrativas para justificar la desigualdad porque la sociedad es muy desigual, y no al revés. Por lo tanto, la desigualdad puede autoperpetuarse de una manera sorprendente. En lugar de resistir y rebelarnos, simplemente lo sobrellevamos como podemos. Menos Manifiesto Comunista, más manual de autoayuda.

La rueda (des)virtuosa de la desigualdad

La desigualdad genera más desigualdad. A medida que el 1% con mayores ingresos se hace más rico, obtienen más incentivos y mayor capacidad para enriquecerse aún más. Estas personas pueden ejercer una influencia creciente en la política, con la financiación de campañas electorales o grupos de presión para que se aprueben determinadas normas y reglamentos. El resultado es un flujo de políticas que les ayudan, pero que son ineficientes y derrochadoras. Los críticos de izquierda lo han llamado “socialismo para los ricos”. Incluso el inversor multimillonario Warren Buffett parece estar de acuerdo. “Ha habido una guerra de clases durante los últimos 20 años y mi clase ha ganado”, llegó a decir en una ocasión.

Este proceso ha sido especialmente desastroso en lo que respecta a los impuestos. Las personas con altos ingresos son las que más tienen que ganar ante una bajada del impuesto sobre la renta, y tendrán más dinero para presionar a los políticos para que aprueben estos recortes. Una vez que los recortes de impuestos están asegurados, las personas con los ingresos más altos tienen un incentivo aún mayor para buscar aumentos salariales, ya que mantienen una mayor proporción de los salarios después de impuestos. Y así sucesivamente.

Aunque ha habido recortes en el tipo máximo del impuesto sobre la renta en casi todas las economías desarrolladas desde 1979, fueron Reino Unido y Estados Unidos los primeros y los que fueron más lejos. En 1979, Thatcher redujo el tipo máximo de Reino Unido del 83% al 60%, con una nueva reducción al 40% en 1988. Reagan redujo el tipo máximo de Estados Unidos del 70% en 1981 al 28% en 1986. Aunque los tipos máximos actuales son ligeramente más altos —37% en Estados Unidos y 45% en Reino Unido—, vale la pena mencionar las cifras porque son sorprendentemente más bajas que en el periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial, cuando los tipos impositivos máximos rondaban el 75% en Estados Unidos y eran aún más altos en Reino Unido.

Algunas teorías de la revolución Reagan-Thatcher en la política económica, como la macroeconomía monetarista de Milton Friedman, han quedado superadas. Sin embargo, la idea política clave que surgió de la microeconomía ha sido tan ampliamente aceptada que se ha impuesto como si fuera de sentido común: que los impuestos desincentivan la actividad económica y, en particular, el impuesto sobre la renta desincentiva el trabajo.

Esta doctrina parece haber transformado el debate público sobre los impuestos, que ha pasado de ser una discusión interminable sobre quién obtiene qué, a convertirse en la promesa de un futuro brillante y próspero para todos. La parte “para todos” era crucial: no más ganadores y perdedores. Sólo ganadores. Y las ideas básicas eran lo suficientemente simples como para ser escritas en una servilleta.

Curvas de impuestos e ingresos

Una noche de diciembre de 1974, un grupo de jóvenes conservadores ambiciosos se reunió para cenar en el restaurante Two Continents de Washington. El grupo incluía al economista de la Universidad de Chicago Arthur Laffer, Donald Rumsfeld —entonces jefe de Gabinete del presidente Gerald Ford—, y Dick Cheney —segundo de Rumsfeld, y ex compañero de clase de Laffer en la Universidad de Yale—.

Durante un intercambio de opiniones sobre los recientes aumentos de impuestos de Ford, Laffer señaló que de la misma forma que una tasa del impuesto sobre la renta del 0% no aumentaría las arcas del Estado, una tasa del 100% tendría el mismo efecto ya que nadie se molestaría en trabajar. Lógicamente, debe haber algún tipo de impuesto entre estos dos extremos que maximice los ingresos fiscales. Aunque Laffer no recuerda haberlo hecho, parece ser que tomó una servilleta y dibujó una curva en el papel, representando la relación entre los tipos impositivos y los ingresos. Nació la curva de Laffer y, con ella, la teoría del efecto derrame.

La implicación clave que impresionó a Rumsfeld y Cheney fue que, del mismo modo que los tipos impositivos inferiores al 100% deben servir para recaudar más ingresos, las bajadas del impuesto sobre la renta en general podrían aumentar los ingresos. En otras palabras, al impulsar un recorte fiscal podría haber ganadores y no perdedores. Sin embargo, “podrían” no significa “habrán”. No se presentó ninguna prueba empírica que apoyara la mera posibilidad lógica de que los recortes de impuestos pudieran aumentar los ingresos.

De hecho, seis años más tarde, a los economistas del recién elegido Gobierno de Reagan les costó encontrar alguna evidencia que sustentara esa teoría. Aunque no pudieron demostrar que esta teoría fuera correcta, Reagan, el eterno optimista, no pudo resistirse a ella y no dudó en hacer oídos sordos a las opiniones de sus expertos, convencido de que la “actividad empresarial que se generaría tras los recortes de impuestos traería más ingresos de los que sus expertos imaginaban”, como lo expresó el historiador Daniel T. Rodgers. Que esta potente mezcla de optimismo populista y de ninguneo nos resulte familiar puede deberse en parte al hecho de que Laffer también asesoró a Donald Trump durante la campaña presidencial.

Para que la bajada en el impuesto sobre la renta aumente los ingresos fiscales, es necesario que las personas quieran trabajar más motivadas por la perspectiva de un aumento de los salarios después de impuestos. El consiguiente aumento del PIB y de los ingresos puede ser suficiente para generar mayores ingresos fiscales, aunque el tipo impositivo haya disminuido.

Aunque en la actualidad el impacto de los recortes fiscales de Reagan sobre la economía sigue siendo objeto de debate —principalmente debido al desacuerdo sobre cómo se habría comportado la economía estadounidense sin los recortes—, incluso aquellos que simpatizan con la teoría del efecto derrame han reconocido que los recortes tuvieron un impacto insignificante en el PIB, y ciertamente insuficiente para compensar el efecto negativo de los recortes en los ingresos tributarios.

Ahora bien, la curva de Laffer recordó a los economistas que debe existir un tipo impositivo máximo que maximice los ingresos entre el 0% y el 100%. Encontrar el número mágico ya es otro cantar: en la actualidad se sigue buscando. Vale la pena analizar brevemente esta investigación, entre otras cosas porque se utiliza regularmente para vetar los intentos de reducir la desigualdad mediante el aumento de los impuestos sobre los ricos.

En 2013, por ejemplo, el ministro de Hacienda de Reino Unido, George Osborne, redujo el tipo máximo del impuesto sobre la renta del 50% al 45%, con el argumento, al más puro estilo Laffer, de que una bajada de impuestos conllevaría una pérdida de ingresos insignificante o nula. El argumento de Osborne se basaba en un análisis económico que sugería que el tipo impositivo máximo que maximiza los ingresos en el Reino Unido es de alrededor del 40%.

Sin embargo, las suposiciones detrás de este número son poco sólidas, como lo reconocen la mayoría de los economistas que participaron en la formulación de estas cifras. Comencemos con la idea subyacente: si unos tipos impositivos más bajos aumentan su salario neto, usted estará motivado para trabajar más. Aunque parece bastante plausible, en la práctica es probable que los efectos sean mínimos. Si bajan los tipos impositivos del impuesto sobre la renta, muchos de nosotros no podremos trabajar más, aunque quisiéramos hacerlo.

Hay pocas oportunidades de poder ganar más haciendo horas extras, o de aumentar de otra manera nuestras horas de trabajo remuneradas. Además, el hecho de trabajar más duro durante las horas de trabajo que ya hacemos no conllevaría una mayor remuneración. Incluso para aquellos que tuvieran la oportunidad de trabajar más horas, no está nada claro que opten por trabajar más o más duro. De hecho, podrían decidir trabajar menos: dado que el salario neto ha aumentado, pueden optar por trabajar menos horas y mantener su nivel de ingresos anterior. Por lo tanto, la presunción popular de que los recortes de impuestos sobre la renta deben conducir a más trabajo y a una actividad económica productiva no tiene ningún fundamento, ya sea en el sentido común o en la teoría económica.

El argumento de Osborne tiene fallos más profundos, que ni siquiera son conocidos por los economistas. A menudo se asume que si se incentiva al 1% de la población con más ingresos con una bajada del impuesto sobre la renta, los mayores ingresos resultantes se traducen en un aumento de la actividad económica productiva. En otras palabras, el pastel se hace más grande.

Pero algunos economistas, entre ellos el influyente Thomas Piketty, han demostrado que esto no sucedió en los años ochenta cuando los directores generales y otros altos cargos de las empresas se beneficiaron de una bajada de impuestos. Lo que hicieron fue financiar sus propios aumentos salariales pagando menos a los accionistas, lo que a su vez condujo a una reducción de los ingresos fiscales por dividendos para el gobierno. De hecho, Piketty y sus colegas han argumentado que el tipo máximo del impuesto sobre la renta que maximiza los ingresos puede llegar al 83%.

La percepción de los impuestos

Los recortes del impuesto sobre la renta para los ricos de los últimos 40 años se justificaron con argumentos económicos: la retórica de Laffer fue aprovechada por los políticos. Sin embargo, a los economistas las teorías de Laffer les resultaban manidas y simplonas. La economía moderna no aporta ni teoría ni pruebas que demuestren el éxito de estos recortes tributarios. Ambos son ambiguos. Aunque los políticos pueden optar por ignorar esta verdad por un tiempo, resulta evidente que la oposición generalizada a una subida de impuestos para las rentas más altas se basa en última instancia en razones que van más allá de la economía.

Cuando el tipo impositivo del impuesto sobre la renta de Reino Unido se elevó al 50% en 2009 —hasta que Osborne lo redujo al 45% cuatro años más tarde—, el compositor Andrew Lloyd Webber, una de las personas más ricas de Gran Bretaña, reaccionó con contundencia: “Lo último que necesitamos es una redada pirata somalí sobre los pocos creadores de riqueza que aún se atreven a navegar por las aguas británicas”. En Estados Unidos, Stephen Schwarzman, director general de la firma de capital privado Blackstone, comparó las propuestas para eliminar una exención fiscal especializada con la invasión alemana de Polonia.

Aunque podemos burlarnos de las quejas de los megaricos, la mayoría de las personas aceptan como cierta la idea fundamental que se esconde detrás de este lamento: que el impuesto sobre la renta es una especie de robo y que los ingresos son propiedad legítima de la persona que los obtuvo. De ello se deduce que el impuesto es, en el mejor de los casos, un mal necesario, por lo que debe minimizarse en la medida de lo posible. Es por este motivo que el tipo impositivo máximo del 83% mencionado por Piketty se considera inaceptable.

Hay todo un ecosistema cultural que ha evolucionado en torno a la idea de los impuestos como robo, reconocible hoy en día en la charla de los políticos sobre “gastar el dinero de los contribuyentes”, o en las campañas que celebran el “día de la libertad fiscal”. Este lenguaje también existe fuera de la política. Los economistas, los contables y los abogados se refieren a la llamada “carga fiscal”.

Sin embargo, la idea de que de alguna manera uno es dueño de sus ingresos antes de impuestos, aunque parece obvia, es falsa. Para empezar, nadie podría tener derechos de propiedad antes de, o independientemente de, los impuestos. La propiedad es un derecho legal. Las leyes requieren que funcionen varias instituciones, incluyendo la Policía y un sistema legal. Estas instituciones se financian con nuestros impuestos. El impuesto y los derechos de propiedad se crean simultáneamente. No podemos tener uno sin el otro.

Si la única función del Estado es apoyar los derechos de propiedad privada —mantenimiento de un sistema legal, policía, etc.—, parece que los impuestos podrían ser muy bajos y cualquier otro impuesto podría ser visto como una forma de robo. En este punto de vista está implícita la idea de los ingresos obtenidos, por lo que se crearon derechos de propiedad, en una economía de mercado totalmente privada, con la entrada del Estado solo más tarde, para garantizar el mantenimiento de estos derechos. Muchos libros de texto de economía presentan el Estado de esta manera, como un complemento al mercado. Esto también es una fantasía.

En el mundo moderno, toda actividad económica refleja la influencia del gobierno. Los mercados son inevitablemente definidos y moldeados por el gobierno. No existen unos ingresos obtenidos antes de la llegada de un gobierno. Mis ingresos reflejan en parte la educación. Antes aún, las circunstancias del nacimiento y la salud posterior reflejan la atención médica disponible. Aunque la asistencia sanitaria sea totalmente “privada”, depende de la formación de médicos y enfermeras, así como de los medicamentos y otras tecnologías disponibles.

Como todos los demás bienes y servicios, estos a su vez dependen de la infraestructura económica y social, incluidas las redes de transporte, los sistemas de comunicaciones, los suministros de energía y los amplios acuerdos jurídicos que abarcan cuestiones complejas como la propiedad intelectual, los mercados formales como las bolsas de valores y la jurisdicción transfronteriza. La riqueza de Lord Lloyd-Webber depende de las decisiones del gobierno sobre la duración de los derechos de autor de la música que compuso. En suma, es imposible aislar lo que es “suyo” de lo que hace posible o se ve condicionado por el papel que desempeña el gobierno.

Presentar los impuestos como si fueran un robo no es más que una variante de la tendencia egoísta a ver el éxito de uno en un espléndido aislamiento, ignorando la contribución de las generaciones pasadas, los colegas actuales y el gobierno. La infravaloración del papel del gobierno lleva a la creencia de que si uno es inteligente y trabajador, los altos impuestos que soporta, pagando por un gobierno a menudo derrochador, no son un buen negocio. Se estaría mejor en un Estado con una infraestructura mínima y en una sociedad en la que se pagaran impuestos bajos.

Como ejemplo de esta visión suele señalarse que los ricos abandonan su país de origen para trasladarse a una jurisdicción fiscal más baja: de hecho, muy pocos lo hacen. Warren Buffett dio una respuesta más elaborada: “Imaginen que hay dos gemelos idénticos en el vientre materno y el genio les dice: 'Uno va a nacer en Estados Unidos, y uno en Bangladesh. Y si terminas en Bangladesh, no pagarás impuestos. ¿Qué porcentaje de tus ingresos darías para nacer en Estados Unidos?'. La gente que afirma: 'Lo hice todo yo mismo', créeme, apostarían más por estar en Estados Unidos que en Bangladesh”.

Gran parte de la desigualdad que vemos hoy en día en los países más ricos se debe más a decisiones tomadas por los gobiernos que a fuerzas de mercado irreversibles. Estas decisiones se pueden cambiar. Sin embargo, tenemos que querer controlar la desigualdad: debemos hacer de la reducción de la desigualdad un objetivo central de la política gubernamental y de la sociedad en general. Las justificaciones más arraigadas en torno a las desigualdades, basadas en el autoengaño y que se perpetúan en el tiempo, tienen un fundamento moral, no económico.

El gran economista John Kenneth Galbraith resumió muy bien el problema: “Uno de los ejercicios más antiguos del hombre en filosofía moral es la búsqueda de una justificación moral superior para el egoísmo. Es un ejercicio que siempre implica un cierto número de contradicciones internas e incluso algunos absurdos. Los que ya son ricos siempre terminan argumentando que las privaciones de los pobres son una mera cuestión de carácter”.

Jonathan Aldred es profesor y director de los estudios de economía en la Universidad Emmanuel, Cambridge. Es autor de 'Licencia para ser malvado: Cómo la economía nos corrompe'

Traducido por Emma Reverter

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