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¿Cómo conseguir que las ganancias de productividad se conviertan en más empleo?

Hombre, de 40 años y trabajador de la industria, el perfil más recolocable

Fernando Luengo

Miembro de la Secretaría de Europa de Podemos —

La coexistencia de aumentos en la productividad del trabajo y relativamente altos niveles de desempleo nos emplaza a un debate alrededor de la pregunta que encabeza el texto. Este debate, de alcance europeo, cobra especial relevancia y actualidad en la economía española, cuando vemos que, en los últimos años, los indicadores de productividad y empleo han evolucionado en direcciones opuestas; el sustancial aumento del primero ha ido de la mano de una masiva destrucción de puestos de trabajo.

Para el relato dominante, el de los poderosos, el nexo entre productividad y empleo está garantizado, siempre que las fuerzas del mercado actúen sin trabas ni interferencias; en esas condiciones, se da una secuencia virtuosa entre la productividad, los beneficios, la inversión y el empleo. Según esta secuencia, los aumentos de productividad tienen una incidencia positiva sobre los márgenes empresariales, que, al activar la inversión productiva, aumentan los niveles de ocupación de la economía.

Una primera e importante fisura en esta hoja de ruta es la evidente desaceleración, observada en las últimas décadas, en el ritmo de crecimiento de la productividad del trabajo. Una evidencia empírica que obliga a preguntarse por los factores estructurales, más allá de la coyuntura de la crisis, que explican los magros resultados obtenidos en materia de productividad y las consecuencias que todo ello tiene en materia de crecimiento y bienestar. En las líneas que siguen, retomando la pregunta inicial, me centro en otro asunto, no menos importante: identificar algunos mecanismos que podrían establecer un nexo sólido entre productividad y empleo.

En primer lugar, las ganancias de productividad se convierten en más puestos de trabajo cuando una parte de esas ganancias se traducen en salarios, siempre que, claro está, no se los apropien las elites empresariales, que, en buena medida, las canalizan hacia el consumo de lujo y los mercados financieros. El retroceso de la parte de los ingresos de naturaleza salarial en la renta nacional, dinámica que se observa desde hace décadas en el conjunto de la Unión Europea y en nuestra economía, pone de manifiesto que han sido los beneficios y las rentas del capital quienes han capturado el grueso de los aumentos de productividad. Una estrategia ocupacional sólida obliga a invertir esa tendencia.

El crecimiento de los salarios tiene un efecto dinamizador sobre el consumo y también sobre la inversión productiva, en la medida en que contribuye a despejar las expectativas de las empresas en cuanto a la evolución esperada de los mercados. Así pues, tanto por el lado de la demanda como de la oferta la activación de los salarios tiene un impacto positivo sobre el empleo. Para ello, es clave el empoderamiento de los trabajadores, esto es, la recuperación de la capacidad de negociación colectiva, profundamente mermada por las denominadas políticas estructurales impulsadas desde la troika comunitaria y ejecutadas por los gobiernos.

En segundo lugar, el nexo productividad/empleo precisa crear y consolidar las condiciones legales e institucionales para que los aumentos de productividad contribuyan a fortalecer la capacidad financiera de las administraciones públicas. En otras palabras, las empresas deben cumplir con sus obligaciones tributarias. Es de sobra conocido, sin embargo, que las grandes corporaciones y las empresas transnacionales practican de manera sistemática la elusión fiscal, aprovechando los recovecos de la legislación, aplicando precios de transferencia en sus transacciones o simplemente depositando el dinero en paraísos fiscales (no cabe ignorar tampoco el fraude que existe también entre los pequeños y medianos establecimientos).

Si los aumentos de productividad, al ampliar la base recaudatoria, proporcionan más recursos a las administraciones públicas, éstas se encontrarían en mejores condiciones de acometer programas sociales y productivos con un fuerte contenido ocupacional, en ámbitos tan necesarios como los cuidados, la sostenibilidad medioambiental, la salud o la educación (recaudar más entre los que más tienen sería, asimismo, la manera más justa de romper con el bucle de las políticas de “austeridad” presupuestaria).

La tercera vía para que el empleo aumente consiste en que los progresos en la productividad se trasladen a los precios de los bienes y servicios ofrecidos en los mercados. A menudo, dichos progresos, antes que servir para ajustar los precios, se convierten en márgenes más elevados. Ello se ve facilitado por estructuras de mercado poco competitivas –que los procesos de concentración empresarial han acentuado– y por la facilidad que las empresas han tenido para presionar a la baja los salarios, en lugar de los márgenes de beneficio. La repercusión de las mejoras en la productividad en los precios, ajustándolos a la baja, al ensanchar el mercado, tienen un efecto dinamizador sobre la demanda y, en esa medida, sobre el empleo.

De todo lo anterior cabe concluir que el avance de la productividad, por sí mismo, en absoluto asegura la creación de empleo (del mismo modo que sabemos que tampoco garantiza que aumenten las retribuciones de los trabajadores). Tendrá un efecto positivo sobre la ocupación si se convierte en salarios, amplía la capacidad recaudatoria de las administraciones públicas y se traslada a los precios. La clave, por lo tanto, se encuentra en cómo se distribuyan los aumentos en la productividad; una distribución que, no hay que olvidar, está determinada por las relaciones de poder, la configuración de los mercados y el funcionamiento de las instituciones.

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