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¿Qué hay detrás del racismo contra la infancia migrante?

El periplo de dos niños extranjeros no acompañados que al llegar a España no fueron reconocidos como menores

Marta Martínez Muñoz / Lorena Cabrerizo Sanz

La Residencia de Primera Acogida del barrio madrileño de Hortaleza ha vuelto a ser noticia. Esta mañana, una granada ha sido lanzada al interior del edificio sin causar daños físicos, un acto que apunta a un gesto relacionado con los recientes discursos de odio manifestados contra quienes allí habitan.

El racismo que la infancia migrante (ni menores, ni menores extranjeros no acompañados, ni su acrónimo MENAS, que viene a ser lo mismo) viene padeciendo en los últimos tiempos, especialmente desde los altavoces ultraderechistas de Vox, tiene causas estructurales que no debemos ignorar y que están relacionadas con el propio sistema de protección a la infancia. Un sistema de protección opaco en materia de derechos humanos de niños, niñas y adolescentes, y que, por tanto, no sólo les afecta a ellos sino a toda la sociedad. Por eso, se hace más que necesario entrar con luz y taquígrafos y desmantelar el negocio que esconde, exigiendo la evaluación independiente de una política pública que ha dado muestras sostenidas de su fracaso.

Lo primero es aclarar que, como parte de este sistema de protección, la Residencia de Primera Acogida de Hortaleza no sólo acoge a chavales migrantes, sino a otras niñas y niños que se encuentran en diversas situaciones de vulnerabilidad por tener a sus padres o tutores en situaciones de enfermedad, de privación de libertad o cualquier otro motivo que impide ejercer sus responsabilidades. Un centro, como otros muchos, cuyas insuficientes instalaciones y el escaso personal profesional contratado provoca hacinamiento por sobreocupación, condiciones laborales deficientes, con altas tasas de rotación y ratios profesionales que impiden una adecuada atención, falta de abogados e intérpretes, retrasos en la escolarización, falta de programas de transición a la edad adulta, modelos de intervención obsoletos y homogéneos para etapas de edad diferentes y situaciones diversas. Un elemento éste último, especialmente importante en los casos de los chavales migrantes, dado que vienen de trayectorias muy diferentes: guerras, hambrunas, trata, desertización, desplazamientos forzados, y un largo etcétera que no es sino la consecuencia de un modelo global de extractivismo humano.

A todos estos síntomas que se condensan en el centro hortalino, obviados desde hace tiempo por la administración regional madrileña, hay que sumar el hecho de que siendo un centro de derivación, se ha convertido en un centro de estancia permanente. Consecuencia: se está expulsando a los chavales a situaciones de riesgo que van desde la preferencia por estar en la calle, hasta la búsqueda de vías rápidas -y en ocasiones ilegales-, para conseguir los mínimos materiales que todo chaval necesita y anhela para vivir la vida con dignidad.

El oscurantismo y hermetismo del sistema de protección data, al menos, desde que esta competencia fue descentralizada. Aún teniendo un marco legal que ha ido poco a poco mejorando, la falta de presupuesto y la deriva imparable de privatización de todo lo público ha hecho que la mayoría de estos centros de titularidad pública, estén gestionados -salvo excepciones-, por empresas privadas que reciben miles de euros al mes por cada interno. Las cifras bailan en función de la situación de cada chico/a –que necesite o no tratamientos o cuidados especiales- y de la región. Pero, pese a la falta de claridad existente, el coste mensual de un chaval interno oscila entre los 4.000 a los 9.000 euros lo cual no se corresponde necesariamente con instalaciones suficientes y adecuadas ni con personal suficiente con condiciones laborales acordes a sus función que no es poca cosa. Una lógica empresarial equiparable a la que subyace en la educación y la sanidad.

Otro de los factores que esconde este sistema es la discriminación tutelar. El hermetismo que rodea a estos centros, similar al oscurantismo de los CIE, justificado en la necesidad de salvaguardar la intimidad de los chicos y chicas menores de edad, juega a veces en contra del mismo interés superior (principio básico y norma de actuación preferencial recogido en la Convención sobre los Derechos del Niño (NNUU, 1989) que las instituciones están obligadas a proteger, escudándose en este principio legal para que nadie pregunte ni se conozca la realidad cotidiana de la gestión.

Además, la ausencia de la figura del llamado Defensor del Menor, institución dependiente de forma directa de la Asamblea de Madrid y decapitada por el PP en 2012, no ayuda a esclarecer toda esta situación que forma parte de este sustrato de prejuicios contra una chavalada que, por causas ajenas a su voluntad, pasa su adolescencia entre las paredes de un Estado que ha hecho de su situación un negocio rentable e intocable. Prejuicios que se multiplican cuando el color de piel no es blanco o sus formas de entender la vida no se corresponden con lo que esta sociedad, aún con gran raigambre nacional-catolicista, acepta. Se convierten así, en el objetivo perfecto de quienes, cuan intrusos políticos, han vuelto para ensuciar nuestros barrios de racismo, machismo y violencia.

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