La montaña arcoíris de Perú: emblema nacional o ficción en redes sociales
A más de 5.000 metros sobre el nivel del mar, en el corazón de la cordillera del Vilcanota, al sureste de Cusco, emerge uno de los paisajes más fotografiados de Sudamérica: la Montaña de los Siete Colores, también conocida como Vinicunca o “montaña arcoíris”. Sus laderas ondulantes, teñidas en tonos rosados, verdes, ocres y azulados, parecen sacadas de un cuadro surrealista. Pero aunque su belleza es indiscutible, no todo lo que deslumbra en las redes sociales es exactamente real.
Un arcoíris hecho piedra
La montaña Vinicunca se formó hace unos 65 millones de años, cuando los sedimentos marinos y fluviales se compactaron y elevaron por el movimiento de las placas tectónicas. Con el tiempo, la erosión y la oxidación de los minerales —como el hierro, el magnesio o el cobre— dieron lugar a esa gama de colores que hoy hipnotiza a los visitantes.
Cada franja cuenta una historia geológica distinta: el rojo proviene de la arcilla ferruginosa, el verde de las arcillas ricas en cobre, el blanco de la arenisca y el cuarzo, y el amarillo de los compuestos de azufre. Es, en resumen, una paleta natural tallada por millones de años de transformaciones bajo tierra.
El problema es que esa naturaleza, ya de por sí espectacular, no luce igual que en las fotos que inundan Instagram. Los tonos intensos que circulan por las redes suelen estar saturados o filtrados digitalmente, elevando la viveza de los colores hasta niveles imposibles. En días nublados o durante la estación de lluvias, la montaña se muestra más apagada, con un aire terroso que no resta encanto, pero sí desmonta el mito del “arcoíris perfecto”.
El fenómeno viral que transformó los Andes
Hasta hace menos de una década, Vinicunca apenas figuraba en los mapas turísticos. Pero desde 2016, impulsada por las redes sociales y los influencers de viajes, la montaña pasó de recibir unos pocos excursionistas al día a más de mil visitantes diarios en temporada alta.
El ascenso, que parte desde el distrito de Pitumarca, dura unas dos horas a pie a más de cinco mil metros de altitud. El aire es fino, el sol quema y las temperaturas pueden desplomarse en cuestión de minutos. Aun así, cada jornada llegan centenares de turistas dispuestos a tomarse la codiciada foto con el fondo multicolor.
Esa viralidad ha traído beneficios económicos para las comunidades quechuas locales, que trabajan como guías o artesanos, pero también una creciente presión ambiental. El exceso de visitantes ha provocado erosión en los senderos, acumulación de residuos y alteración del entorno natural. Lo que antes era un lugar casi sagrado hoy se parece, a ratos, a un parque temático de altura.
La otra cara del turismo de masas
El caso de Vinicunca ilustra un dilema cada vez más común: cómo equilibrar la popularidad turística con la conservación del paisaje. Las autoridades peruanas han intentado regular el acceso y fomentar prácticas sostenibles, pero el flujo de visitantes continúa creciendo. Muchos llegan sin preparación física ni conocimiento del ecosistema, atraídos por la imagen digital más que por la experiencia real.
En este sentido, la montaña arcoíris se ha convertido en un símbolo doble: por un lado, es un emblema natural de Perú, una muestra asombrosa de la geología andina; por otro, representa los riesgos de un turismo guiado más por el algoritmo que por el respeto al entorno.
Más allá del filtro
Ver Vinicunca con los propios ojos sigue siendo un espectáculo: los colores son más suaves, sí, pero el aire puro, el silencio y la inmensidad del paisaje hacen que la experiencia sea auténtica y sobrecogedora. No necesita filtros.
Quizá el verdadero arcoíris de esta montaña no está en sus laderas, sino en la diversidad de miradas que despierta: la del viajero que se emociona, la del geólogo que la estudia o la del poblador que vive a su sombra desde siempre. En cualquiera de esos casos, Vinicunca sigue recordándonos que la naturaleza no necesita retoques para ser extraordinaria.
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