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Comparaciones odiosas

June Fernández

Leo en portada de eldiario.es el siguiente titular: “Con los delitos de odio y discriminación no hay la conmoción social que hay con el machismo”. Lo dice el coordinador de Movimiento contra la Intolerancia en Andalucía, Valentín González. Hasta ahora siempre había escuchado afirmaciones opuestas, como “Si 70 inmigrantes o 70 gays fueran asesinados cada año por el hecho de serlo, esa violencia sería tratada como un asunto de Estado”. También he escuchado a feministas asegurar que hay mayor permisividad social ante comentarios machistas que frente a discursos homófobos o xenófobos. Ante este tipo de comparaciones, siempre tuerzo el morro. En primer lugar, porque no se sostienen. En segundo lugar, porque me parecen muy contraproducentes si queremos avanzar hacia una sociedad en que garantice la igualdad de derechos y el respeto a la diversidad.

“La mierda ya no entra en Sestao. Ya me encargo yo de que se vayan. A base de hostias, claro”, dijo Josu Bergara, alcalde de esa localidad vizcaína, refiriéndose a la población inmigrante. Veremos qué recorrido tiene la denucia por prevaricación con agravante de racismo presentada contra él, pero la cuestión es que este representante político se sintió con legitimidad para discriminar a las y los vecinos inmigrantes, y se reafirmó mediante unas declaraciones xenófobas. Los activistas gais, por su parte, recuerdan que la mayoría de casos de acoso escolar denunciados son por homofobia, o lamentan que la FIFA diga que gritar “puto” a los jugadores del equipo contrario no es “insultante en este contexto específico”. ¿Qué ocurriría si se registraran 70 asesinatos de inmigrantes o de gais al año? No lo sabemos, pero la indiferencia social ante las muertes en las pateras o la normalización de las agresiones homófobas parece contradecir la tesis de quienes hacen esa comparación desde el feminismo.

Pasemos a analizar la argumentación del representante del Movimiento contra la Intolerancia: “En España, Valentín González pone como ejemplo la violencia de género, que ”en su momento se puso en la agenda social y mediática“ y ”afortunadamente ahora hay muchas campañas, anuncios, etc.“ que fomentan las denuncias contra ese tipo de hechos. ”Eso está ya en la cultura; sin embargo, cuando hablamos de delitos de odio y discriminación, todavía no existe esa especie de conmoción social que se produce con el tema del machismo“.

Resulta curioso que González contraponga los delitos de odio y discriminación a “el tema del machismo”. Leo en la web de su organización que los delitos de odio son aquellos motivados por “prejuicios o animadversión que niegan dignidad y derechos a personas y colectivos que estiman diferentes”. ¿Acaso la violencia machista no es resultado de los prejuicios machistas y de negar la dignidad y los derechos de las mujeres? Efectivamente, en el mismo texto, el redactor recuerda que el artículo 510 del Código Penal “castiga con prisión de uno a tres años y multa de seis a doce meses a aquellos que provocaren a la discriminación, al odio o a la violencia contra grupos o asociaciones, por motivos racistas, antisemitas u otros referentes a la ideología, religión o creencias, situación familiar, la pertenencia de sus miembros a una etnia o raza, su origen nacional, su sexo, orientación sexual, enfermedad o minusvalía”. Por tanto, la violencia contra las mujeres queda incluida.

Por otro lado, lo que en todo caso causa conmoción social no es el machismo, sino su expresión más extrema: el feminicidio (soy partidaria de empezar a utilizar este término extendido en América Latina también para hablar de la situación en España). Las agresiones cotidianas hacia las mujeres por el hecho de ser mujeres no causan conmoción, sino que se encuentran normalizadas. Y quienes las denunciamos somos tachadas de exageradas, paranoicas o histéricas. También cuando se trata de violencia física, sexual o incluso asesinato, es frecuente encontrarse en medios de comunicación explicaciones que justifican al agresor y/o culpabilizan a la víctima. Y las feministas sabemos que somos las 30 o 40 de siempre las que salimos a las plazas a expresar nuestra indignación tras un asesinato machista.

Ocurre que cuando nos volcamos en luchar contra una forma de discriminación y opresión determinada (ya sea el machismo, la homofobia, el racismo, el capacitismo, etc.), chocamos con la indiferencia y la impunidad, y podemos caer en la tentación de pensar que eso es especialmente sangrante respecto a la “parcelita” de injusticia que nos ocupa. Comparar números de muertes violentas, de denuncias o de suicidios, o extraer conclusiones de las diferentes encuestas sobre prejuicios en la opinión pública será interesante como objeto de investigación sociológica. Pero de cara a sensibilizar a la opinión pública, esos comentarios me parecen estériles, limitados y contraproducentes. Mirémonos para inspirarnos, no para compararnos. Las periodistas feministas solemos citar la evolución en el tratamiento informativo sobre las víctimas de terrorismo como ejemplo frente a la persistencia en las noticias sobre asesinatos machistas de datos y afirmaciones que contribuyen a justificar al agresor o a sembrar sospechas sobre la víctima. Eso es una cosa, y otra plantear una competición sobre qué formas de discriminación están más arraigadas.

En realidad, las diferentes formas de discriminación y opresión se encuentran entrelazadas. Las mujeres no somos un colectivo social sino más de la mitad de la población. A menudo, cuando se habla de delitos de odio utilizando el masculino como genérico, nos olvidamos de que “los inmigrantes”, “los discapacitados” o “los homosexuales” incluyen también a mujeres, cuya condición de mujeres hace que vivan formas de discriminación específicas. Frente a la tendencia a miradas androcéntricas, la perspectiva de género enriquece los análisis sobre cualquier sistema de opresión. Además, cuando se parcela, pareciera que los inmigrantes son varones heterosexuales, las personas discapacitadas son todas autóctonas, las lesbianas no existen en ningún caso...

Por otro lado, no se puede hablar de homofobia, lesbofobia y transfobia sin hablar de machismo. La homofobia se utiliza no solo contra los gais, sino de instrumento de marcaje para que los hombres cumplan los mandatos del modelo de masculinidad tradicional (a quien se sale de este modelo se les llama “marica”, independientemente de las preferencias sexuales del hombre en cuestión). La transfobia refleja el afán de una sociedad patriarcal por mantener dos grupos sociales (hombres y mujeres) debidamente diferenciados y jerarquizados. Las lesbianas somos, en palabras de Monique Wittig, “desertoras” de un sistema patriarcal que se basa en el contrato heterosexual. Un reflejo de ello es que el Gobierno español haya limitado la reproducción asistida a las parejas formadas por un hombre y una mujer.

Raquel (Lucas) Platero, autor del libro 'Intersecciones: cuerpos y sexualidades en la encrucijada', define 'interseccionalidad' (concepto desarrollado fundamentalmente por las feministas negras) como la herramienta analítica que se utiliza para señalar “cómo diferentes fuentes estructurales de desigualdad (como la clase social, el género, la sexualidad, la diversidad funcional, la etnia, la nacionalidad, la edad, etc.) mantienen relaciones recíprocas”. Mientras que el enfoque de las dobles y triples discriminaciones sugiere una lógica aritmética que prácticamente invita a sumar puntos de desventaja social (¿qué sentido tiene comparar si lo tiene peor un gay en silla de ruedas o una lesbiana sin papeles?), la interseccionalidad “introduce una mirada compleja que contribuye a evidenciar las estrategias de poder, las normas sociales naturalizadas, los efectos no deseados del activismo o de las políticas públicas y de escuchar, o mejor, de caminar al lado de quienes están en los márgenes, de quienes viven en primera persona los problemas sociales y construyen las respuestas a los mismos”, abunda.

La revista Pikara Magazine publicó recientemente un artículo que atribuye el creciente éxito del partido feminista sueco a su apuesta por la interseccionalidad, de forma que el feminismo ya no se percibe como una propuesta atractiva sólo para las mujeres blancas de clase media. Coincido con su autor, Alexander Ceciliasson, en que la interseccionalidad aporta coherencia, porque “no podemos luchar contra una opresión si ignoramos otra”.

Los feminismos en el Estado español, especialmente el transfeminismo con su interés por incluir en sus discursos y prácticas aquellos cuerpos excluidos tradicionalmente del sujeto “mujer” en singular que manejaba el feminismo, están ampliando la mirada y atendiendo a las realidades y transgresiones de las personas que se salen de la norma. En ciudades como Pamplona se están dando interesantes alianzas entre los colectivos feministas, LGTB y antirracistas. Más allá de que cada quien se especialice en una materia determinada, en el actual contexto de retrocesos en materia de derechos sociales y humanos resulta esencial promover una conciencia crítica global y cultivar la relación y el apoyo entre los diferentes movimientos sociales.

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