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Peligrosa deslegitimación de los impuestos

Marta Romero

Como es bien sabido, unos de los más flagrantes incumplimientos electorales del PP ha sido el impositivo. La realidad, parafraseando a Mariano Rajoy, es lo que habría llevado a los populares a subir, en contra de su compromiso con los electores, el IRPF y el IVA (entre otros impuestos). A lo que se suma, además, la aprobación de una “amnistía fiscal” (o lo que, en el lenguaje gubernamental, es “un afloramiento de los activos ocultos”) para los defraudadores.

El aumento de los impuestos, no obstante, no le ha impedido al PP seguir insistiendo en el discurso a favor de un Estado eficiente (que hace “más con menos” y fortalece la iniciativa privada). Así, a principios de octubre, en la presentación del proyecto de Presupuestos Generales del Estado, Carlos Floriano, vicesecretario de organización y electoral del PP, resumía -al más puro estilo de los conservadores británicos- la esencia de esos presupuestos en una “apuesta por menos Administración, menos sector público, más sociedad y mejor gobierno”.

Pero ¿cuál es la valoración de los ciudadanos? El último estudio de opinión pública y política fiscal del CIS (realizado entre los días 10 y 23 del pasado julio), nos da algunas pistas.

España es un país donde siempre ha existido la percepción de que se pagan demasiados impuestos, no se cobran con justicia social y el fraude fiscal está muy extendido. Como era de esperar, esas tendencias de opinión son ahora más acentuadas. Casi 7 de cada 10 ciudadanos consideran que se pagan muchos impuestos en España y la sociedad no recibe, en forma de contraprestaciones, lo que paga al Estado en impuestos y cotizaciones. Asimismo, 9 de cada 10 ciudadanos creen que en este país existe un elevado fraude fiscal y no paga más, el que más tiene (algo sobre lo que también están de acuerdo las clases altas). Esta percepción contrasta con la mayoritaria opinión (73,3%) de que la Administración se esfuerza poco en combatir un fraude fiscal que es valorado de forma muy negativa por los ciudadanos (pues se entiende que ese fraude crea injusticias, al hacer que unos tengan que pagar, lo que dejan de pagar otros; eleva la presión fiscal sobre los que pagan impuestos; detrae recursos para financiar los servicios públicos; y desmotiva a los contribuyentes que cumplen con Hacienda).

Si analizamos las series de datos del CIS sobre impuestos, nos encontramos que nunca habían sido tan negativas, como ahora, las opiniones de los ciudadanos sobre el fraude fiscal (gráfico 1), la justicia con la que se cobran los impuestos (gráfico 2), lo que obtiene la sociedad por el esfuerzo fiscal realizado (gráfico 3) y la voluntad de la Administración para luchar contra los defraudadores (gráfico 4). Bien es cierto que, pese a que este año es cuando se han alcanzado cifras récord, el “escepticismo fiscal” de los ciudadanos comenzó a crecer a partir del primer ajuste económico realizado en mayo de 2010 (con el que se inicia, en un contexto recesivo, la senda de la reducción drástica del gasto público y del incremento de los impuestos en aras de cumplir los objetivos de austeridad marcados por las autoridades europeas y hacer frente al pago de la deuda soberana).

Por otra parte, la ciudadanía se muestra muy crítica con el funcionamiento de los servicios públicos. De un listado de nueve, sólo se salva uno: el transporte público (que es bien valorado por el 53,8% de los encuestados). Las opiniones son muy negativas en lo que concierne al funcionamiento de la Administración de Justicia, las ayudas a personas dependientes, servicios sociales, enseñanza y gestión de las pensiones (gráfico 5).

No hace falta echar la vista muy atrás para observar una importante caída en la valoración de los servicios públicos, pues hace tan sólo un año nos encontramos que: a) junto al transporte público, la mayoría (56%) de los ciudadanos consideraba satisfactorio el funcionamiento de la asistencia sanitaria; b) las opiniones positivas superaban a las negativas en lo que se refería a las obras públicas; y c) en el resto de servicios públicos, las opiniones eran menos negativas que ahora. En particular, es en las áreas sociales (servicios sociales, ayudas a personas dependientes, asistencia sanitaria y enseñanza) donde más ha empeorado la satisfacción de la ciudadanía.

Precisamente, la percepción del deterioro de los servicios o bienes públicos que (al menos, hasta ahora) se consideran básicos (como la sanidad) es lo que puede explicar que, por primera vez en los últimos quince años, haya una mayoría de ciudadanos que hable en su vida cotidiana, con mucha o bastante frecuencia, del funcionamiento de lo “público” (gráfico 6).

De este modo, no parece que a la ciudadanía le resulte creíble el eslogan de hacer “más con menos”. Ha empeorado la valoración sobre el funcionamiento de los servicios públicos, mientras ha aumentado la percepción de “injusticia fiscal”. Una peligrosa combinación que puede llevar a la deslegitimación social de los impuestos (y, con ello, al incremento del fraude fiscal y de la economía sumergida). Al respecto, hay, ya, un dato inquietante: el porcentaje (38,2%) de ciudadanos que considera que “los impuestos son algo que el Estado nos obliga a pagar sin saber a cambio de qué”, nunca había sido tan elevado como ahora (gráfico 7). Son, además, los grupos sociales más desfavorecidos los que, en mayor medida, cuestionan la función que cumplen los impuestos y los que se muestran menos partidarios de pagar más impuestos para mejorar los servicios públicos.

Y es que, paradójicamente, los recortes -que se están materializando en una menor cantidad y calidad de los servicios públicos y prestaciones sociales- pueden acabar socavando la confianza de los ciudadanos en el Estado de bienestar y, en la defensa, de su sostenibilidad (a través de los impuestos).

Como si de una lluvia fina se tratara, la opción de devaluar el sector público en un contexto de pérdida del poder adquisitivo y de subida de impuestos, puede llevar a amplias capas de la sociedad (principalmente a las clases medias y bajas) a aceptar esa devaluación como algo inevitable (mientras que, los que pueden permitírselo, “huyan”, cada vez más, al sector privado en la provisión de servicios básicos). Dentro de esa lluvia fina se enmarcan declaraciones, como las de la Ministra de Empleo, Fátima Báñez, en las que -en alusión a lo que fue el llamado Plan E-, se afirma que el empleo “no se crea derrochando dinero público en tareas o proyectos que son prescindibles”. Sin embargo, cabe plantearse qué es y qué no es prescindible y, sobre todo, para quién.

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