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Desigualdad y democracia son incompatibles

1%

Alberto Fernández

El mensaje del movimiento Occupy Wall Street no fue una casualidad. Señalar al 1% más rico como los culpables del sistema económico desigual en el que nos encontramos tiene una justificación clara. El sistema económico avanza hacia un mundo cada vez más desigual, donde la diferencia entre una minoría con acceso a bienes capitales y financieros y una gran mayoría cada vez más empobrecida y desempoderada es una realidad. La relevancia que ha alcanzado Thomas Piketty y su investigación de las causas de la desigualdad en Capital en el siglo XXI es la más clara muestra de la primordial relevancia del tema. Pero el movimiento tuvo otro gran acierto; señalar el aspecto político de la desigualdad económica y como la democracia no puede sobrevivir si no se ataja la desigualdad. La desigualdad, como afirma Piketty, es un factor inherente al sistema económico actual. Solo una acción política decisiva podrá evitar las nefastas consecuencias que a corto y largo plazo tendrá su exponencial crecimiento.

Del carácter político de la desigualdad se desprende una idea sencilla: desigualdad y democracia son incompatibles. El crecimiento incontrolado de las desigualdades económicas imposibilita los pilares básicos de la democracia; el control popular sobre la toma de decisiones y la igualdad a la hora de ejercer dicho control. Esta incompatibilidad se da en ambas direcciones. Aquellos que desean perpetuar un sistema socio económico de creciente desigualdad encontraran incentivos en utilizar su posición para evitar cualquier tipo de redistribución de la riqueza. Al mismo tiempo, la lucha por un sistema democrático deberá asegurar que los derechos democráticos básicos se pueden ejercer, algo que la creciente desigualdad que vivimos impide. Esta incompatibilidad se ve reflejada principalmente en tres aspectos básicos que son definitorios del sistema político actual de muchos países, entre los que nos encontramos.

El primer aspecto es la participación ciudadana. La salud de un sistema democrático depende en gran medida del grado de participación ciudadana en el mismo, no solo a través de las elecciones, sino también a través de los partidos políticos y plataformas ciudadanas, la sociedad civil, los medios de comunicación, la libertad de expresión y manifestación, etc. Es de esta manera como, en teoría, se asegura la igual participación de la sociedad en el control popular sobre la toma de decisiones. La desigualdad económica provee a las élites económicas con una ventaja comparativa insalvable para la mayoría. Estas élites son capaces de controlar, a través de su riqueza, a medios de comunicación, partidos políticos y autoridades; y eliminar o inutilizar los mecanismos existentes para la participación ciudadana. A través de dicho control sobre la participación se hacen con el control del sistema político. No es de extrañar, por lo tanto, las puertas giratorias entre parlamentos y consejos de administración, o el poder que ejercen algunos medios de comunicación, negando realidades y manipulando la opinión pública y silenciando cualquier voz disonante.

El segundo aspecto de la incompatibilidad de la democracia y la desigualdad está íntimamente ligado al primero. La posibilidad de control e inutilización de los mecanismos de participación ciudadana que poseen las élites económicas se retroalimenta y perpetua a sí mismo. Algunos de los grandes economistas que trabajan el tema de la desigualdad señalan la importancia de los impuestos como mecanismos contra la desigualdad y por la redistribución. La redistribución a través de los impuestos es uno de los mecanismos más efectivos para reducir la desigualdad. El sistema fiscal no solo mantiene la capacidad del estado para proveer servicios públicos, sino que también actúa como un mecanismo de redistribución efectivo. Las economías con los sistemas fiscales más efectivos –lo cual es una mezcla de presión fiscal enfocada a la redistribución y lucha contra la evasión- tienden a ser sociedades más igualitarias. Controlando las instituciones responsables de legislar, las élites pueden moldear las legislaciones a su gusto, promoviendo sistemas fiscales que favorezcan la perpetuación de la desigualdad, empobreciendo sociedades y anulando cualquier tipo de movilidad social. Pero no solo es el sistema fiscal es objeto de control por parte de las élites cuando estar permean el sistema político. Poner cerco a los mecanismos de participación ciudadana a través de legislaciones represivas es también poner en peligro el control popular sobre la toma de decisiones, y por tanto imposibilitar la democracia.

El tercer elemento de la incompatibilidad se encuentra en la relación entre desigualdad y servicios públicos. El gasto público como elemento redistributivo y el mantenimiento de sistemas públicos de salud, educación, vivienda, transporte, etc., son elementos políticos que ayudan a crear sociedades menos dispares y más democráticas. Algunos de estos servicios públicos, como el transporte, la salud o la educación son activos básicos para la reducción de desigualdades por su carácter básico e imprescindible. Como enunciaba el premio Nobel de economía Amartya Sen, la verdadera libertad política y social se obtiene cuando las preocupaciones más básicas se encuentran cubiertas. Nadie puede tomar decisiones políticas libremente cuando sus necesidades más básicas están en riesgo.

En un escenario de desigualdad son solo las élites las que tienen acceso a dichos servicios de calidad a través de dos factores. Por un lado, su control del sistema legislativo ayuda a reducir el acceso universal a los servicios públicos, pregonando y aprobando leyes encaminadas a la reducción del gasto público (menos gasto es igual a peores servicios) y la privatización de los servicios. Limitando el acceso a la sanidad, al transporte, a una vivienda o a una educación de calidad se perpetúan las desigualdades y se restan posibilidades democráticas al resto de la población. Por otro lado, la privatización de los servicios es un factor generador de capital que acentúa las desigualdades en ingresos por capital e ingresos por trabajo. Como perfectamente expone Piketty, cuando la economía genera más ingresos en forma de capital (beneficios, bonus, instrumentos financieros etc…que solo disfrutan unos pocos) que en forma de salarios (que disfrutan, por lo general, muchos más) las desigualdades económicas tienen a crecer exponencialmente. La privatización de servicios públicos genera una oportunidad de inversión magnífica para las élites económicas por la cual pueden obtener grandes beneficios de capital.

La desigualdad es una decisión política. El capital es limitado, por lo tanto, o es redistribuido de una manera igualitaria a través de acciones políticas, o existirán notables y crecientes diferencias en la sociedad que se retroalimentaran y perpetuaran un sistema desigual y antidemocrático. El error principal de la doctrina capitalista clásica, enunciada hace casi tres siglos, fue asumir que la acumulación de capital tendría un límite y llegado el momento, los acumuladores de capital no verían necesario obtener más ya que tendrían suficiente. Al mismo tiempo, se sigue pensando que la tecnificación y el desarrollo económico acabaran con las desigualdades por si mismos. Teniendo en cuenta que las 85 personas más ricas del planeta acumulan aproximadamente la mitad de la riqueza mundial, está claro que la acumulación no conoce límite, y nunca será suficiente, y que la tecnificación no parece estar reduciendo dicha distancia.

Es aquí donde el debate sobre la desigualdad se transforma en político. En un mercado perfecto, donde no existen agentes externos con influencia –es decir, el sueño liberal de un mercado sin Estado- este reducido grupo disminuiría y eventualmente controlaría el total de la riqueza mundial. Es la paradoja que Thomas Piketti vaticina en su ya famoso libro; en unos años puede que todos paguemos nuestro alquiler a Qatar. Es solo a través de la intervención estatal que se puede obtener una redistribución de la riqueza, a través de medidas sociales, económicas y fiscales orientadas a la redistribución. Es decir, es solo a través de acciones políticas encaminadas a un sistema fiscal redistributivo y a la generación de políticas públicas de redistribución del capital y de servicios públicos para todos y todas, que se puede poner freno a la desigualdad y por lo tanto asegurar la democracia. Es solo a través de una economía democrática al servicio de los ciudadanos que podemos asegurar el propio sistema democrático.

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