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Historias de la macrotienda

Jordi Corominas i Julián

Puede que entre tantas paraditas del circo de Sant Jordi nadie haya entonado muy fuerte el lamento por varias operaciones que estos días convierten al Passeig de Gràcia en centro de la actualidad municipal. Las elecciones llenarán de promesas los oídos, pero mientras tanto la avenida construida para que los burgueses accedieran fácilmente a sus lugares de veraneo sufre los penúltimos coletazos de su transformación en una macrotienda del se mira pero no se toca, casi como si de la noche a la mañana se hubiera convertido en un escaparate donde la mercancía anula al ciudadano.

Dice la leyenda que el pintor Ramón Casas se hizo construir un inmueble en el número 96 del paseo para que sus padres le dejaran en paz y poder vivir sin notar su aliento en el cogote. Antoni Rovira i Rabassa cumplió su sueño y ahora esa hermosa casa modernista es la sede de Vinçon, negocio premiado en 1995 con el Premio Nacional del diseño y punto de curioseo para barceloneses y turistas. Los objetos de la tienda y sus precios no han ayudado a su prosperidad durante la crisis hasta el punto que el descenso en la facturación ha hecho surgir rumores su futuro cierre.

Este caso concreto plantea otra vez el problema de la tradición enfrentado al modelo urbano. Ramon Casas se trasladó a su nueva residencia porque, pese a su voluntad de denuncia durante los años dorados de su carrera, era un burgués de tomo y lomo que podía permitirse una residencia de esa envergadura. Que a partir de 1957 una empresa diferente como Vinçon ocupara el antiguo espacio del pintor no deja de ser una feliz coincidencia, pero es cierto que accedemos a su interior como quien visita un museo de curiosidades donde lo expuesto, pese a ser tentador, no está al alcance de nuestro bolsillo y eso, seamos claros, obliga a un replanteamiento dadas las circunstancias actuales, una revisión aun más comprensible si se considera que los extranjeros que contemplan las piezas de la marca tampoco las adquieren, y ahora mismo ese factor se revela fundamental. Los de aquí no pueden y los de allá tienen otras prioridades. Si nadie lo remedia, y no serán sus clientes, terminará engullido por una gran firma comercial para continuar con la tendencia preponderante en la zona.

Un poco más abajo, en el cruce del carrer Aragó con Rambla Catalunya, andamios y rótulos indican que el mítico Colmado Quílez ha perdido su ubicación de siempre para trasladarse a su antigua rebotica como impecable metáfora del devenir de los comercios de toda la vida. Mantener la fachada y desposeer de identidad al contenido es otra de las apuestas municipales que quedarán registradas en los anales de esta desastrosa legislatura donde el Ayuntamiento se ha quitado la máscara para remachar un plan apuntalado por sus antecesores.

La prueba más consistente de lo que digo está en la parte baja del Passeig de Gràcia, donde a la apuesta de Zara por crear su mayor superficie mundial ahora se le unirá una macrotienda de H&M aprobada por el Alcalde Trías sin votación del pleno mediante el silencio administrativo, contemplado por la legislación urbanística vigente en nuestra ciudad, bien útil cuando se aprobó la ampliación del centro comercial de Les Glòries en más de trece mil metros cuadrados.

La cadena sueca ocupará el Edificio Vitalicio, una de las perlas de la arquitectura franquista de Barcelona. Este modesto rascacielos, visto desde nuestra perspectiva contemporánea, sucedió en su enclave al Palau Samà del Marqués de Marinao, derruido en 1947. Con su nuevo cometido completará el rompecabezas destinado al parque temático donde se mezclan oportunidades para todos los públicos y la exclusividad del lujo propio de grandes marcas.

De capital dels botiguers pasamos a metrópolis donde estos cada vez tienen menos cabida desde el doble perjuicio al habitante y a todos aquellos capaces de enhebrar un relato urbano basado en la tradición de comprar en lugares con solera. La operación de desalojo y reconversión económica caracteriza a otros núcleos aventajados que van de París a Londres, donde sus grandes avenidas son desde hace mucho vitrinas que limitan sus calzadas al paseo del viandante. Sin embargo la diferencia estriba tanto en la importancia de estas poblaciones como en la manera de diversificar su espacio y adecuarlo a las transformaciones de la Humanidad sin desperdiciar su legado. Tanto la ciudad de la luz como la del Támesis destacan por una alternancia entre puro consumismo y la protección bien explicada de su ingente patrimonio. ¿Tan difícil es imitarlas también en lo bueno?

En este sentido Barcelona siempre ha querido parecerse a la capital francesa, y sólo basta caminar por sus calles para comprobarlo. La obsesión fue notoria en el tránsito del siglo XIX al pasado, y ahora ha desaparecido porque tras las Olimpiadas nos endilgaron un modelo deshumanizado como errónea bandera que, según Trías, nos ha convertido en la capital del mundo, algo bien extraño si analizamos nuestra pérdida de vocación cosmopolita y la cerrazón política de vender humo con utopías anacrónicas.

Hasta esa frontera de 1992 el Passeig de Gràcia también fue conocido por ser una avenida de cines. El último resistente es el Comedia, y cuando muera los sueños de película se esfumarán para aupar sin contestaciones al filme del pensamiento único en una línea recta parecida a los pabellones de la Exposición Universal de París en 1855, donde, ya lo apuntábamos al principio, las maravillas presentadas podían contemplarse para admirarlas desde la imposibilidad de comprarlas. ¿Ven? Al final conseguiremos parecernos al vecino. Enhorabuena.

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