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Enric González, ‘El País’ y la vida

Pere Rusiñol

  • Uno de los pocos periodistas en España con estatus casi de celebrity sin salir en televisión, publica una suerte de memorias, Memorias líquidas (JotDownBooks), cuyo primer capítulo publicamos aquí.

Enric González, uno de los pocos periodistas en España con estatus casi de celebrity sin salir en televisión, ha publicado una suerte de memorias, un librito breve (181 páginas, prólogo de Santiago Segurola incluido) que ha titulado Memorias líquidas para rebajarle él mismo importancia. Las ha editado una editorial nueva y aparentemente humilde (JotDownBooks) que, como Enric González sabe perfectamente, dará mucho que hablar.

Es todo tan humilde que uno imagina al autor casi abatido por si alguien llega a leer el libro. Y sin duda noqueado por la certeza de que Jesús Ceberio, el último director que tuvo El País antes de dejar de ser El País, lo considerará una “chorrada” equiparable a Historias del Calcio.

Y sin embargo, se trata de un libro exquisito, imprescindible para entender la decadencia irreversible de las empresas periodísticas en España y en particular El País, el diario que en sí mismo simboliza simultáneamente el éxito y el fracaso de España y de la Transición. Pero por si esto no fuera bastante, el libro es también una delicatessen que explica mejor la vida y su complejidad –de su grandeza y de su absurdo, con sus risas y sus llantos—que muchas sesudas tesis doctorales.

Sí: todo esto en 160 páginas y sin que el autor lo pretenda.

La forma más simple de leer el libro es tomándoselo al pie de la letra, buscando cuál es su opinión sobre el ex colega, el ex director, fulano o mengano. Hay mucho material recargado si el lector asume esta óptica y cree estar leyendo sólo una especie de Hola! del periodismo o de la debacle de El País, incluyendo suculentas anécdotas sobre “chupar pollas”, viajes surrealistas para arrancarle la cabeza a alguien, bares exóticos donde se folla y ajustes de cuentas escritos al ritmo de frenético vodevil.

Desde esta perspectiva, y ahora que ya sabemos que el siguiente capítulo del libro debería ser su fichaje por El Mundo, puede existir la tentación de pensar que todo el relato es una forma de justificar su polémica decisión. A ello contribuiría algún acto fallido del propio autor, como cuando llega a citar de memoria a Juan Luis Cebrián piropeando a Pedro J. Ramírez aumentando todavía más los voltios elogiosos que realmente el académico dedicó a su teórico archienemigo, uno de los momentos más desconcertantes para la tropa de El País, educada para considerar al director de El Mundo lo peor de lo peor.

Pero no es en absoluto un libro de autojustificación: el relato tiene una coherencia construida durante años y hablada en un sinfín de conversaciones con muchísima gente. Ahora que algunos se horrorizan porque Enric González escribe en El Mundo, como si estuviera cometiendo pecado nefando, conviene explicar algo que el propio periodista cuenta bien en su libro y que es difícil de entender para quien no ha trabajado en Prisa en los años de gloria.

“Yo pensaba que El País no era un medio como los otros medios, sino un fin”, escribe. Y eso que el periodista es un redomado escéptico, a veces en la frontera del cinismo, permanentemente en guardia frente al poder y con ganas de emular a su maestro Huertas Clavería y levantar “en cada mesa, un Vietnam” frente a los propios jefes.

Pero incluso él fue un creyente.

La fe no entiende de razones, aunque hasta la más fervorosa se desmorona ya del todo el día en que escuchas al fundador del periódico contando que le obligan a embolsarse 13 millones de euros poco antes de pasar por la piedra a 129 redactores del diario, incluidos muchos de los mejores periodistas de España, sin un solo ejercicio de pérdidas. Y después de que las acciones del grupo –adquiridas por muchos trabajadores dentro del compromiso militante—se hayan hundido el 99% y que el plan para liquidar a díscolos y veteranos haya entrado ya en la fase de la Solución Final.

Lo bueno de perder la fe es que los nuevos parámetros son ya muy distintos. Y libres. Enric González no ha cambiado El País por El Mundo. Abrazó la fe de El País y ahora colabora desde fuera con El Mundo y otros medios, entre ellos pequeñas trincheras del periodismo independiente como JotDown y Alternativas Económicas.

“Evidentemente, los trabajadores no debemos encariñarnos con las cabeceras porque pertenecen a las empresas, y las empresas no tienen sentimientos, sólo intereses”, escribe en Memorias Líquidas.

Seguro que Pedro J. Ramírez lo ha leído y le da igual: sólo quiere publicar en su diario al mejor reportero y corresponsal español, con el permiso de Ramón Lobo, también increíblemente fusilado en el ERE de El País, al que ni siquiera dejaron ser corresponsal. Al mismo tiempo, el director de El País, Javier Moreno, se pavonea de haber colocado personalmente a Enric González en la lista de despedidos del ERE.

Es difícil encontrar un símbolo mejor para entender la decadencia del gran periódico español y por qué El Mundo, con todas sus miserias, le está sustituyendo como periódico de lectura obligada. Es también un buen ejemplo para entender por qué los problemas de El País no tienen su origen en Internet y ni siquiera en las ocurrencias que propagan sus ejecutivos sobre la muerte de los diarios en papel, que ahora sitúan en 2025 con herramientas tan científicas que parecen extraídas de la Academia de las Ciencias de la URSS.

El libro es un joya porque es un compendio de Enric González en estado puro y, por tanto, de pura vida, repartida entre Barcelona, Madrid, Londres, París, Nueva York, Washington, Roma, Jerusalén y tantos otros lugares, con párrafos desternillantes seguidos de fragmentos que ponen los pelos de punta; de la risa floja al espanto y así sucesivamente, como la vida misma, incomprensible pero tan divertida si se vive intensamente y sin tomarse demasiado en serio.

Enric González es un gran reportero, pero destaca sobre todo en dos de las virtudes más raras a las que aspira todo periodista: su mirada es capaz de detectar los símbolos de carne y hueso que sirven realmente para contar muchas otras cosas complejas; eso que la prensa anglosajona suele hacer tan bien y nosotros tan mal al confundirlo con el color. Y su pluma es luego capaz de contarlos con gracia y con las dosis justas de mala hostia envuelta en ironía que tan bien le sienta al periodismo.

Así es el libro: en apenas un párrafo –a lo sumo, dos o tres- entiendes sin habértelo propuesto el conflicto del Congo, lo absurdo que es dejar escapar la vida lamentándose por ello, te ríes a carcajadas y te entran ganas de llorar, te mueres por dar la vuelta al mundo y también por quedarte tumbado en la cama.

Y esto son sólo las memorias “líquidas”.

Ojalá Enric González deje pronto de escribir “chorradas” y se ponga al fin con las “sólidas”.

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