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Literatura antipersonas: la conspiración de Thomas Ligotti

Rubén Lardín

De Thomas Ligotti (Detroit, 1953) sabemos muy poco. Que su influencia mayor es H. P. Lovecraft. Que como hombre de bien rinde pleitesía a Poe, Machen, Robert Aickman, Nabokov, Bruno Schulz, Bernhard, Beckett o Cioran. Que tal vez se ha pasado la vida entrando y saliendo de instituciones psiquiátricas, lugares que antes llamábamos manicomios, y sabemos también o tenemos entendido que vivió los 70 acudiendo a conciertos de rock, bebiendo cerveza, fumando porros y comiendo ácidos hasta que colapsó en un ataque de pánico que le llevó a escribir los relatos recogidos en libros como Noctuario o La fábrica de pesadillas, ficciones de ascendencia simbolista, postulantes a la revelación, alucinadas en boca y próximas a la abstracción en sus enunciados.

Hay quien ha llegado a aventurar que Ligotti, uno de los autores más sugestivos de la literatura de terror contemporánea, podría no ser más que la invención de algún otro escritor macabro, cualquiera de los que, como él, saben que no hay ninguna lógica que respalde ese pensamiento estúpido en el que coincide la mayoría de los hombres: que la vida humana es una cosa buena.

La experiencia interior

La conspiración contra la especie humana (Valdemar), que su autor define como “un artificio de horror”, es el primer libro teórico de Ligotti, un ensayo hacia la abyección que se abre citando al filósofo alemán Julius Bahnsen en su definición de hace dos siglos: a diferencia de la naturaleza, ajena a su condición de festival de matanzas, “el hombre es una Nada consciente de sí”.

Ligotti, que detesta todo sistema filosófico de los que eluden los crudos hechos de nuestras vidas para barruntar en círculos (mientras lo impensable reside fuera de ellos), alude a la figura provocadora del noruego Peter Wessel Zapffe, pesimista elemental que localiza nuestra pérdida de la inocencia en el momento en que adquirimos un excedente abrumador de consciencia. Es en ese momento, cuando se da esa “excrecencia accidental”, que la vida humana se sobrepasa, se hace paradoja y pasamos a ser un absurdo en el paisaje.

Sea la consciencia lo que sea, ya que psicólogos cognitivos, filósofos de la mente y neurocientíficos todavía discrepan al respecto, podríamos hablar de un flujo alienígena que se dedica a mentirnos para que lo toleremos y que se las ingenia para hacernos creer que podemos escapar de nuestro ser “malignamente inútil”. Nos convence de que hay algo que hacer, algún sitio al que ir, algo que ser y alguien a quien conocer. La consciencia, “madre de todos los horrores”, nos hace creer que estar vivos no es un error, que algo tiene sentido.

Fiesta de los maniquíes

Ligotti habla de una “profiláctica del engaño” que nos impide ver lo que no queremos ver, y así, para evitar el lastre insoportable de la consciencia nos anclamos en patrias, dioses, familias y una serie de apócrifos derechos naturales, cuando “todos los derechos innatos que esgrimimos a diestro y siniestro son mentiras inventadas con un propósito”.

Todo esto no es nuevo, pero permanece: “La mayoría de la gente aprende a salvarse limitando artificialmente el contenido de su consciencia”, distraemos nuestras mentes con basura fútil o trascendental, para lo cual basta con mantener la mirada fija en el televisor o en esta misma pantalla, permanecer atentos a la política exterior de nuestro gobierno, a los proyectos científicos, nuestras carreras o el lugar inquebrantable que ocupamos en la sociedad y en el cosmos entre otra serie de invenciones. Si eso no es suficiente siempre podemos optar por la opción más singular de sublimar nuestros temores y tormentos, por ejemplo, escribiendo un libro contra la especie humana en el que exponer abiertamente los aspectos más desmoralizadores y desconcertantes de la vida.

En su recorrido, Ligotti visita de pasada a “virtuosos de la devaluación de la vida” como Schopenhauer o Lovecraft, que se aseguraron la marginalidad cuando se negaron a afirmar el valor y la maravilla de la humanidad y la validez de sus valores; cuestiona a promotores de la supervivencia humana como Nietzsche, prestidigitador mental y “adepto del sí” que con su misticismo materialista encandiló a los ateos amoralistas, y presta especial atención a las lúcidas fábulas que el cine y la literatura fantásticos han vertido sobre la agonía del ser, entre las que destacan retratos de “gente corriente” convertida en ultracuerpos, aquellos avatares donde las personas perdían todas sus cualidades humanas excepto, curiosamente, una: “la del contento”. El ser feliz.

Citando al alemán Thomas Metzinger, Ligotti anota que “un ser humano no es una ”persona“ sino un ”automodelo fenoménico“ de funcionamiento maquinal que simula ser una persona. La razón por la que no podemos detectar estos modelos es que vemos a través de ellos, por lo que no podemos ver los procesos de los propios modelos. Si pudiéramos, sabríamos que no somos más que estos propios modelos. Esto podría llamarse ”la paradoja de Metzinger“: no puedes saber lo que eres en realidad porque entonces sabrías que no hay nada que saber y nada para saberlo”.

La gran ilusión

Anhelar algo en este mundo –una buena salud física o mental, una larga vida, la felicidad o incluso la eliminación del anhelo- es el origen de todo sufrimiento.

El éxito de la jerga de la psicología positiva, esa charlatanería demente que vende millones de libros de autoayuda cada temporada desde hace ya demasiado tiempo, viene a certificar el descontento generalizado y la frustración de todos los hombres, que se aferran a postulados que validen sus pensamientos y emociones y les hagan olvidar que ninguna vida tiene sentido, que la felicidad no se alcanza y que ni siquiera existe más que como exaltación pasajera, caprichosa y boba.

El pesimista, “compuesto de la misma escoria que todos los mortales, se aferra a cualquier cosa que parezca validar sus pensamientos y emociones”, mientras el optimista, rendido a su política sin ideario en pro de la supervivencia y la reproducción, le increpa: “Vamos camino del futuro, y ni los filosóficamente desalentadores ni los emocionalmente deficientes van a impedir nuestro avance. (...) De modo que empieza a pensar que te sientes suficientemente bien durante el tiempo suficiente, deja de quejarte y vuelve a la formación”.

Todo paparruchas, sostiene Ligotti: “Que vamos a ninguna parte no es una afección curable; que debemos ir a ninguna parte a la máxima velocidad posible podría acaso ser curable, aunque probablemente no”.

Entre los bálsamos para ir tirando sin caer en el abismo de la lucidez y el conocimiento perfecto (donde sólo hay una nada perfecta y por tanto perfectamente dolorosa), el escritor valora las doctrinas religiosas de primera clase que, al contrario que las verdades cósmicas desalentadoras, nunca sean nunca serán pasto de la difamación “porque la gente corriente las percibe como edificantes”.

A continuación procede a descartar lo mismo a Buda que a Jesucristo, a quien define como “salvador pinchado en un palo”, pone en evidencia las teorías transhumanistas que aspiran a nuestra mutación en poshumanos y apunta lo extremadamente infrecuente de ese “diamante de entendimiento” que es la iluminación mediante la espiritualidad radical transformativa, una elevación ideal que nos permitiría dejar de participar en el comercio de los yoes, perder la personalidad y manejarnos como egomuertos, condición en la seguiríamos experimentando el dolor si bien ya no lo tomaríamos como algo personal.

Nada es lo mismo que el antinatalismo

“Con las restricciones que imponen la realidad convencional y la capacidad personal, podemos elegir hacer cualquier cosa que queramos en este mundo... con una excepción: no podemos elegir lo que será ninguna de nuestras elecciones. Para hacer eso tendríamos que ser capaces de convertirnos en individuos hechos a sí mismos que pueden elegir lo que eligen, en lugar de ser individuos que simplemente eligen.”

Ligotti tiene la certeza de que la humanidad es y será siempre incapaz de hacerse cargo de su propia liberación. Recuerda que “el sufrimiento humano seguirá sin tener solución mientras existan seres humanos” y advierte que, si no se ataja, “este proceso durará todo el tiempo que siga palpitando una sola célula en este pozo negro del sistema solar, esta cloaca de la galaxia”.

La puerta de salida del suicido no es una medida tan sencilla, pues “toda negación viene adulterada o formulada a hurtadillas por un espíritu positivo. No se puede proferir un ”no“ inequívoco ni obrar en consecuencia con él”. La interrupción voluntaria de la vida sería demasiado fácil, demasiado inútil y demasiado desagradable si tenemos en cuenta que los científicos llevan toda la vida “jodiéndonos con sus esfuerzos por alargar nuestros días de dolor y no han hecho casi nada en el otro frente”.

El escritor no aboga por matarse, como así le impele una mayoría que se resiste el atractivo del pesimismo sin compromiso; se limita a concluir, en su observación, experiencia y estudio, que la cantidad de sufrimiento en este mundo es suficiente para que cualquiera estuviera mejor si no hubiera nacido. Y propone una única vía sensata y urgente para liberar a nuestra especie del imperativo paradójico del ser: la desaparición autoprogramada.

Si queremos corregir definitivamente el error evolutivo que encarnamos debemos dejar de reproducirnos. Basta de procrear. La secta gnóstica de los cátaros, convencida de que el mundo era un lugar maligno sin remisión, ya lo proponía en la Francia del siglo XII: abstinencia o sodomía. ¡Por fin un libro de autoayuda útil!

El último que cierre

Ligotti se divierte porque de ilusión también se vive. Y sigue escribiendo. Sabe que somos lo peor y que el procrear no se va a acabar, pero valora los “falsos refugios” en los que una inmensa minoría de lectores románticos encuentran gusto y consuelo. Obras literarias y filosóficas de índole pesimista, nihilista o derrotista, “escombros de palabras en un libro donde alguien susurra con voz ronca: También yo estoy aquí”.

En la voz del Profesor Nadie, misterioso personaje que en La conspiración contra la especie humana interviene para ofrecer los pasajes de mayor vuelo estético, “los auténticos aficionados a lo macabro son tan raros como los poetas y forman una sociedad secreta por el hecho de figurar en la lista negra de los demás clubes, que en algunos casos cancelaron su afiliación desde su mismo nacimiento”.

Como buen lector de literatura de género, Ligotti sabe también que los farsantes abundan incluso entre los artistas dedicados al horror, y no duda en alertarnos contra aquellos libros y películas que traicionan su promesa inicial, un sinfín de obras que empiezan como discursos desde la tiniebla “pero concluyen con el autor saliendo a hurtadillas por la puerta trasera y avanzando por un sendero luminoso, dejando a los lectores abatidos más dolidos de lo que estaban antes de entrar en lo que resultó ser sólo una fachada de ruinas, un trompe l’oeil de desolación”.

No es el caso de La conspiración contra la especie humana. Libro de cabecera, por cierto, del Rust Cohle de True Detective, estamos ante uno de esos ejemplos desacostumbrados de literatura sometida a su propia tesis. Una fiesta. Un termostato preciso de la pesadilla de existir en cuyas páginas el lector aficionado a la desolación podrá extasiarse aliviado. Por no llorar.

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