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La ciénaga de los sueños

Alfons Cervera

Era el 3 de marzo de 1976. Desde aquel día ha llovido mucho en Vitoria y en la memoria de la gente. El agua de esa lluvia ha convertido en barro los recuerdos. En la iglesia de San Francisco de Asís se celebraba una asamblea obrera para reflexionar y decidir conjuntamente sobre las jornadas de lucha que arrastraba una huelga general. Las iglesias, entonces, eran un buen abrigo contra la violencia policial. No todas las iglesias, pero bastantes. Hacía pocos meses que se había muerto Franco pero la dictadura tardaría aún mucho en desaparecer. Creo que después de tantos años quedan todavía demasiados flecos sueltos de aquella barbarie. Sobre todo en lo que toca a unos acontecimientos que con el paso del tiempo se han visto arrinconados en la sombra más obscena del silencio. Lo escribe Victor Klemperer en sus memorias a ratos escalofriantes del nazismo: uno de los éxitos de las tiranías -dice Klemperer- consiste en “la represión del afán de preguntar”.

Aquí casi nadie ha preguntado nada. Y cuando alguien lo ha hecho, individual o colectivamente, la respuesta más extendida es la que apuntaló la transición: lo mejor es olvidar. Y eso es lo que acaba de decir Javier Maroto, portavoz del PP en el Ayuntamiento de Vitoria, cuando todos los grupos, menos el suyo, han decidido querellarse para “exigir responsabilidades penales derivadas de los sucesos del 3 de marzo de 1976”. También ha decidido, ese mismo consistorio, personarse como acusación en el proceso que lleva a cabo la Justicia Argentina sobre las víctimas del franquismo.

El olvido. La palabra mágica. El truco para esconder lo peor de los crímenes peores: la impunidad. Lo que olvidamos es como si no hubiera existido. En este país nuestro tan desbaratado parece ser que las únicas víctimas que no hay que olvidar son las de ETA. Las demás víctimas, cuanto más lejos mejor. Siempre es lo mismo: en el largo y diverso recorrido del terror hay víctimas de mucha categoría y otras que son como perros colgados en los ganchos carniceros del desprecio.

El 3 de marzo de 1976 se celebraba en Vitoria una asamblea obrera en la iglesia de San Francisco de Asís. Las huelgas, en aquellos tiempos, eran otra cosa. Lo dicen algunos testimonios de aquel día: entonces había solidaridad, ahora si a alguien lo despiden hay cien esperando ocupar su puesto de trabajo. Otros tiempos. Vivimos la vida en precario pero si miramos atrás, como en el poema de Lope, siempre habrá alguien recogiendo las migajas que vamos dejando en el camino de esa precariedad. A la puerta de la iglesia acudieron los antidisturbios. Armados hasta los dientes. Y esto no es una metáfora de la exageración. Llevaban armas de todos los calibres. Lanzaron botes de humo al interior. Y conforme iban saliendo de la asamblea, se encontraban con las balas. Cinco muertos. Más de cien heridos. Así fue. Esto no es la birria moral de Cuéntame. Esto no se lo inventa nadie. La masacre sucedió así y no de otra manera. Por mucho que se quiera olvidar, como dicen Javier Maroto y el PP, es muy difícil negar lo que pasó aquel 3 de marzo de 1976 en Vitoria. Están grabadas las conversaciones de los policías que dispararon. Y lo que dicen esas grabaciones, que salen en eldiario.es, te revuelve las tripas:

- ¡Sacarlos como sea!

- Se acaba la munición...

- Después de 1.000 tiros imagínate

- Hemos contribuido a la paliza más grande de la historia

- De verdad... esto es una masacre.

Una masacre a la que puso letra y música Lluís Llach con su bellísima y emotiva canción Campanades a mort. Sin embargo, la justicia y la reparación para esas víctimas no es posible en España. Para eso está la Ley de Amnistía de 1977: el escudo tras el que se refugian Rodolfo Martín Villa, ministro responsable institucional de los deplorables acontecimientos de Vitoria, y el capitán Jesús Quintana Saracíbar, jefe de las fuerzas que abrieron fuego contra la gente que se agolpaba a las puertas de la iglesia. Pero eso es una excusa. La decisión de juzgar o no juzgar aquellos crímenes -y otros que aún restan impunes- es política. Se puede derogar una parte de la Ley de Amnistía, precisamente la que absuelve a quienes como Martín Villa, otros de sus colegas ministros y muchos policías aún vivos ejercieron la represión durante el franquismo y nunca fueron juzgados. En Argentina -del inicio de cuya dictadura militar se cumplen ahora cuarenta años- también tuvieron una Ley de Punto Final y su abolición propició que los jerarcas y torturadores de aquella dictadura fueran juzgados y condenados. Aquí no ha pasado nada de eso. Aquí tenemos la Ley de Amnistía de 1977 y la de Memoria de 2007. Para qué. Los juicios sumarios que condenaban a quienes en la guerra defendieron la República y a quienes en la clandestinidad siguieron luchando contra la dictadura siguen siendo válidos, crímenes como el de Vitoria y los que jalonaron el día a día de la transición a manos de fuerzas policiales y paramilitares siguen impunes. Mientras tanto, en un alarde de cinismo que aterra, los jóvenes y viejos del PP se pavonean con orgullo de lo buena que fue la dictadura y del reconocimiento público que el franquismo se merece.

Se han cumplido cuarenta años desde aquel 3 de marzo de 1976. De casi todo hace ya cuarenta años en este país tristemente curtido en el olvido. Pero el tiempo se hace más largo y más ancho, se hace más insoportable cuando ves que la memoria es una laguna seca y cuarteada, convertida en una ciénaga donde se ahogan sin remedio los sueños de entonces y lo que ahora recordamos.

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