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Una 'buena hostia'

Victor Bermúdez

Víctor Bermúdez Torres

Se quejaba un amigo el otro día de que ni en la calle ni en los propios partidos se hable de política. Se habla – decía – de estrategias y tácticas, de este o de aquel, de pactos y aversiones, de estructura interna, gestión, eficacia, liderazgo, de mil cosas más, pero no de política, es decir, no de la forma de organizar el mundo para que en él reine la justicia

Pues no, ya no hablamos de política en ese sentido tan noble y mayestático. Y me temo que la razón es muy simple: no hay apenas nada de lo que hablar. Nuestros mayores hablaron de política (y muchos murieron por ella) porque había grandes ideologías en liza. Bueno, y también porque les llovían las hostias (las cacicadas, la represión más bárbara) y les tronaba la amenaza del fascismo. Pero hoy no queda ni rastro (que no sea puro esperpento) de esas ideologías. Y tal vez no haya más revulsivo posible – piensan algunos – que el de las hostias

Que no hay alternativa doctrinal, ni siquiera en ciernes, al neoliberalismo imperante, es algo que vienen repitiendo politólogos, sociólogos y filósofos desde el fin de la guerra fría. Al final va a ser verdad que estamos viviendo el “final de la historia”, aquello que decía Fukuyama, dos siglos después de Hegel – y en un sentido mucho más ramplón –, aunque no de la manera en que ellos lo imaginaban.  

Para Fukuyama y muchos otros el fin de la historia representaba un remanso de racionalidad y desarrollo material y espiritual. Al fin, todo estaba bien, no había nada mejor que la combinación de libre mercado, derechos individuales, democracia representativa y desarrollo científico. Por lo que toda controversia ideológica se tornaba inútil, y toda lucha política en una inercia marginal. Hablar de política, o morir (y vivir) por ella dejaban de tener sentido. 

Obviamente, este final de la historia preconizado por Hegel y sus acólitos más tímidos no es el que está siendo. En el final de la historia que realmente sufrimos el libre mercado es un capitalismo globalizado que ha de inflarse y desinflarse constantemente para pervivir (y que, por tanto, no nos reserva más que un estado de crisis perpetua), los derechos políticos son el privilegio de unas élites que, paradójicamente, no los necesitan (y papel mojado para los que se agolpan tras las alambradas), la democracia representativa se ha trocado de promisoria torre de control del bien común (que iba a ser) en pista de despegue y avituallamiento legal de la flota de intereses que sobrevuelan la cosa pública, y, en fin, la ciencia, el cuarto pilar de ese épico final de la historia, no ha podido hacer más de lo que por naturaleza puede (sin travestirse en religión): ofrecer datos y medios (no valores ni fines), y resistirse heroicamente, cuando lo hace, a los tentáculos del mercado. 

Pero pese a este sombrío panorama, y por extraño que parezca, el debate político – en el sentido, fuerte de la palabra “política” que decíamos antes – prácticamente no existe, especialmente en la izquierda (que es dónde puede existir, casi por definición, algún debate político).

Las ideas positivas que afloran son de corto alcance, o excesivamente ingenuas, o escasamente seductoras, o todo eso a la vez. Más allá de las pequeñas sectas arcádicas anarquistas, decrecionistas, ecofeministas y demás hijos del dios de las pequeñas cosas, o de esa “autodemagógica” quimera del idear desde abajo (como si el Pueblo hubiese tenido alguna vez alguna idea), y más acá de los que se masturban con los espectros del marxismo, la tradición comunitarista o el republicanismo más a la izquierda solo produce críticas, matices, e incansables (y admirables) búsquedas filosóficas.

Desde luego que en todo ese magma que late bajo los barriles de cerveza de los congresos anticapitalistas hay toneladas de buenas intenciones, y una excelente disposición a acabar discutiendo de los problemas perennes de la filosofía política. Pero faltan dos cosas esenciales: una doctrina que aglutine y articule todo ese magma ideológico en una propuesta transformadora de naturaleza global, ambiciosa y seductora; y, en segundo lugar, que la mayoría de la gente vea, clara e ilusionadamente, la necesidad de ensayar dicha propuesta. 

Lo segundo no carece en absoluto de importancia. El otro día, al final de un par de conferencias, una – ingenua hasta decir basta – sobre la “sobriedad feliz” prometida por el “paradigma decrecionista”, y otra sobre los dignísimas, pero minúsculas proezas que se pueden hacer (y se están haciendo) desde el ámbito municipal para cambiar las cosas, vino un físico del CSIC a hablarnos del colapso energético y de lo que, al final, puede ser el único revulsivo posible: darnos – dijo – una “buena hostia”

Si la mayoría no ve clara e ilusionadamente la necesidad de una transformación radical – parecía decirnos el físico –, que la vea, entonces, negra y desesperadamente. Y el colapso energético y económico (por no hablar del ecológico) que se nos viene encima proporcionará, en no mucho más de cincuenta años, toda esa oscuridad (literal, por falta de energía) y desesperación que la gente parece necesitar para cambiar de ideas y de deseos. No solo por la miseria material que dicho colapso genere, sino más aún por esa otra hostia, siempre tan eficaz: la de la tiranía que organicen los poderosos para poner orden y proteger lo que andan acumulando hoy – y a la que no es descartable que se amorre inicialmente el Pueblo con el entusiasmo habitual –. 

No es una perspectiva muy alentadora. Es obvio que preferiríamos otra cosa: educación y cambios políticos. Y cambiar el “Pueblo” (la Tribu, la Nación, la Comunidad...) por una ciudadanía fuerte y mayor de edad en la que se mire (y bajo cuya mirada rinda cuentas) el Estado.

Pero para ello hace falta aquella primera condición que decíamos: disponer de una doctrina en que creer y educar y con la que hacer sombra al poderoso neoliberalismo (y su envés socialdemócrata). Una doctrina, decimos, no un magma ideológico pseudotribal y temeroso de los dioses de la izquierda new age. Parece que nos quedan no más de cincuenta años para formularla y sembrarla en las almas. En otro caso, el veredicto de la historia podría ser el que decía el conferenciante y físico que mencionaba antes: una buena hostia. ¡A ver si así! Creo que es para pensárselo.

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