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El rey no tenía otra opción

Ignacio Escolar

La abdicación del rey Juan Carlos es la última prueba, la definitiva, del enorme deterioro institucional que vive España. Incluso en el palacio más alto del país se rinden a una evidencia que durante años intentaron negar. No es una crisis económica. No se va a arreglar simplemente con la recuperación del PIB. Es el fin de una era, una crisis sistémica, el colapso del modelo institucional, político y territorial de la Transición, que se rompe por las costuras porque ya no aguanta más.

El rey no se va por un problema de salud. Según la Casa Real, comunicó su decisión a su hijo en enero, en su 76 cumpleaños. En marzo, avisó a Mariano Rajoy y a Alfredo Pérez Rubalcaba. Desde la Zarzuela confirman que es una decisión política y que no tiene nada que ver con el resultado de las europeas; aseguran que se escogió la semana después de las urnas para que la noticia no llegase en plena campaña electoral. No se entiende entonces por qué el rey en su último mensaje de Navidad dijo exactamente lo contrario: su “determinación para continuar”. ¿Cambió de opinión en unos pocos días? ¿Por qué?

Durante meses, el rey ha estado negando en público y en privado que pensase abdicar. No solo lo desmentía, sino que se resistía a ello. Más allá de la fecha en la que cambió de opinión, es evidente que la abdicación no pasaba por los planes de Juan Carlos de Borbón, y que durante bastante tiempo se negó a salir del trono como un derrotado, como un rey que perdió su inmensa popularidad entre los españoles para transformarse en un jefe del Estado hundido por sus cacerías de elefantes y por los procesos judiciales a su familia por corrupción.

Hace mucho tiempo que una gran parte de la corte intentaba convencer a Juan Carlos de Borbón de que su renuncia era la mejor opción para que la monarquía sobreviviese. Contra la propaganda oficial, la historia demuestra que España no es, precisamente, un país de larga tradición monárquica. En los últimos dos siglos, no ha habido un solo rey que haya logrado que su nieto heredase la corona sin que en el camino la familia Borbón se encontrase con una república, una guerra dinástica, otra familia real, una dictadura o una guerra civil.

Para aquellos que creen en la monarquía –entre los que nunca me he contado–, la abdicación en Felipe de Borbón se veía desde hace tiempo como la única salida. La duda es si esta decisión llega a tiempo: si la reforma evitará la ruptura. Felipe VI lo va a tener tan difícil como en su momento lo tuvo su padre –lo llamaban “Juan Carlos el breve”, y ha durado 39 años en el trono– para poder dar la vuelta a una opinión pública que cada vez es más republicana. En una democracia, un rey no puede aguantar eternamente si no tiene a la mayoría de sus súbditos a favor.

Es cierto que los 39 años de reinado de Juan Carlos de Borbón han sido –si descontamos el último lustro–, el periodo de mayor prosperidad y libertad de la historia de España. Pero tampoco es que la historia de España esté llena de ejemplos de libertad y prosperidad con los que comparar. Es de un enorme servilismo o de una gran ingenuidad analizar que el mérito de esa prosperidad (hoy perdida) y de esa democracia (tan imperfecta) corresponde a una Jefatura del Estado sin poder ejecutivo.

Felipe VI muy probablemente será rey sin que los españoles puedan votar. A pesar de las movilizaciones republicanas –que las habrá–, la monarquía cuenta hoy con una mayoría absolutísima en el Congreso, donde habrá que aprobar –tarde y mal– una ley para regular la abdicación, y donde es muy posible que los grandes partidos plantearán incluir un artículo que garantice el blindaje judicial del rey saliente: su inmunidad legal.

Para el PSOE, el apoyo a la Corona en estos momentos va a complicar aún más su situación. Sus bases son republicanas. Gran parte de sus votantes también lo son. Y esa ley orgánica sobre la Corona va a ser un trago complicado para un PSOE que nunca antes ha estado peor.

Felipe de Borbón y Grecia es alguien preparado e inteligente. Sin duda cuenta con mejor imagen que su padre, pero eso puede no bastar para frenar el deterioro de una institución que cae en picado. No tiene nada fácil recuperar el apoyo de una sociedad más abierta y con menos miedo a la involución.

La restauración monárquica se construyó en España como la alternativa a la dictadura y se consolidó contra el riesgo de su regreso, con el golpe de Estado del 23F. Pero en el siglo XXI, en Europa, una institución tan anacrónica como la corona ya no se puede sujetar con la excusa de que es la única opción que garantiza la democracia en España. Hasta los monárquicos más cortesanos saben que eso, si es que alguna vez fue cierto, sin duda ya no es verdad. No hay nadie entre los republicanos que hoy plantee una alternativa a la monarquía que pase por otra cosa que no sea más democracia. ¿Qué puede haber más democrático que dejar a la gente votar?

En su discurso de despedida, el rey no ha dado más razones para su abdicación que el recambio generacional. La idea clave era otra: “Mi hijo Felipe encarna la estabilidad”, dice el rey. En ello insistirán: “O nosotros o el caos”.

Durante años, las élites del país han pensado que esta crisis del régimen político de la Transición era exclusivamente un problema económico: que bastaría con que el paro bajase y el PIB subiese para que las aguas volviesen a su cauce. Se equivocaron. Escogieron el inmovilismo y fue un error. Durante años han retrasado y bloqueado cualquier tipo de reforma y ahora se asoman, aterrados, al abismo de la ruptura.

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