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Sobre este blog

No nos gusta la palabra “discapacitado”. Preferimos retrón, que recuerda a retarded en inglés, o a “retroceder”. La elegimos para hacer énfasis en que nos importa más que nos den lo que nos deben que el nombre con el que nos llamen.

Las noticias sobre retrones no deberían hablar de enfermitos y de rampas, sino de la miseria y la reclusión. Nuria del Saz y Mariano Cuesta, dos retrones con suerte, intentaremos decir las cosas como son, con humor y vigilando los tabúes. Si quieres escribirnos: retronesyhombres@gmail.com

El derecho a ser madres

Laura G. Ortensi

Hace poco más de un año me di cuenta de que en mi cuerpo algo iba mal, o peor que de costumbre. Y me indigné. Ahora que la vida te sonríe, con la carrera acabada (sin trabajo), con pareja estable, con piso propio lejos de los padres… Ahora que ves que la autonomía es posible con ayuditas puntuales –eso que te preocupaba tanto cuando tenías 15 años– ¿se puede saber por qué te bloqueas, por qué te angustias, por qué estás sufriendo tanto, tonta del bote?

La respuesta no la encontré yo sola, me la sacó mi fisioterapeuta de la boca con el hartón de llorar correspondiente. Lo que yo tenía era la maternidad en la cabeza, y un miedo terrible cada vez que pensaba en ella. Pues sí, era eso, acertó de lleno, la fisio. Pero fue necesario decirlo en voz alta y llorar para darme cuenta. Ahora que tienes los retos básicos de la vida resueltos, aparece el de la maternidad, qué cosas. ¿Es que no se puede tener nunca la cabeza tranquila o qué? Pues no. Ahora se te mete en la sesera saber si podrás ser madre.

Reflexionando sobre el tema, llegué a algunas conclusiones que, evidentemente, pueden ser erróneas. Cada vida es un mundo. Pero la mayoría de retrones, creo, estamos tan preocupados por sobrevivir que a menudo se nos olvida que estamos viviendo. A veces tengo la sensación de que nos han enseñado a percibir nuestro cuerpo desde el dolor y no desde el placer, o sea, desde la capacidad de crear con él algo agradable e incluso productivo. La obligación ha sido demasiadas veces relajar los músculos con una pastilla, recibir un pinchazo o irse al quirófano sin rechistar. Si hurgamos un poco, quizá descubramos que el dolor que nos ha tocado sentir y vivir también es compatible con reírse, salir de fiesta, tener amigos y hacer el amor. Incluso con algo tan bonito como la maternidad. Que un cuerpo, considerado socialmente como imperfecto e improductivo (¡viva los tópicos!) sea capaz de sacar de él otro cuerpo, pequeñito, nuevo y rebosante de vida, es el colmo de la biología.

Total, que con la cabeza hecha un lío –¿por qué pensaba en eso, con veinti pocos años, si no quiero ser madre ahora?– la fisio me propuso cambiar de ginecólogo y sacar el tema sin tabúes. Hasta entonces me había visitado un señor más preocupado por cómo me subía a la camilla y por el tiempo que tardaba en vestirme que no por mi salud sexual y afectiva. Necesitaba un cambio, era evidente. Entonces encontré a Núria, la ginecóloga que me había recomendado la fisioterapeuta. La verdad es que iba un poco asustada. Pero todo fue muy normal. Leyó la carta que la fisio había escrito para ella –explicaba la historia médica de siempre y en vez de exclamar “¡parálisis cerebral infantil!, ”¡diplejía espástica!“, ¡equilibrio pésimo pero andas sola!” me preguntó, como si nada, que qué tal con mi novio y que qué tal los orgasmos. Evidentemente, acostumbrada al ginecólogo anterior, aluciné. Pero en el mismo momento me di cuenta de lo necesario que era que, a nosotras, mujeres con discapacidad, un médico nos examinara desde el placer, desde la capacidad, y no sólo desde el dolor y la supervivencia.

Hablar con Nuria de la maternidad fue muy fácil. Dijo que en mi caso lo más aconsejable era practicar una cesárea para evitar riesgos de bloqueo muscular en el parto. Dijo que no sería fácil, que tendría que hacer nueve meses de reposo y usar la silla de ruedas para evitar caídas y contracciones antes de tiempo, pero dijo que era posible hacerlo con un buen trabajo y una pareja y una familia que me ayudaran. Dijo que con una buena rehabilitación de suelo pélvico no me tenía que preocupar por lo que pasaría después. Dijo que la adopción era una opción viable, pero que mi cuerpo era mío y que, poniendo los pros y los contras en una balanza, tenía derecho a decidir lo que quería hacer. Podía decidir que no, pero también que sí.

Cuando acabamos, no pude evitar abrazar a Nuria. Le expliqué que nunca había tenido una conversación así con ningún médico y que me sentía mucho más feliz. Gracias a ella me di cuenta de que en las consultas de los ginecólogos y de los neurólogos, por poner dos ejemplos, en vez de hablar tanto de Paracetamol y relajantes musculares, también hay que dejar un huequecito para los retos y las ilusiones. Ser madres es un derecho, es nuestro derecho. Es tan legítimo como cualquier otro. No permitamos que ni los prejuicios ni nuestro propio miedo nos lo arrebaten.

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