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The Guardian en español

El ataque en Westminster es una tragedia, pero no una amenaza para la democracia

Patrullas policiales recorren el Támesis tras el ataque al parlamento.

Simon Jenkins

La ola de ataques terroristas en todo el mundo ha llegado hoy al corazón de Londres con un ataque fuera del Palacio de Westminster. Sería imposible escaparle al simbolismo. Un ataque a la casa de la democracia genera una indignación particular. Pensar que además han muerto personas, incluido un agente de policía, lo convierte en una tragedia.

Hasta ahora, no se sabe nada sobre el motivo del ataque. Lo único que puede decirse es que el atacante fracasó al intentar entrar al Parlamento. Algunos transeúntes murieron y muchos más resultaron heridos, pero el fuerte sistema de seguridad del edificio fue efectivo y logró proteger a sus ocupantes. En una ciudad grande y moderna no se puede garantizar seguridad total, pero la policía puede afirmar que el sistema fue probado y funcionó. A menos que se pretenda llevar el Parlamento a un búnker, no hay mucho más que se pueda hacer sensatamente para proteger la institución.

El Parlamento habrá sido sometido a esta prueba por su alto perfil institucional. El objetivo inicial de este tipo de ataques es asesinar y sembrar el pánico. Pero probablemente los responsables no buscaran simplemente dañar un muro o causar muertos y heridos. Podemos pensar que los responsables anticipaban el nivel de difusión que tendría el ataque, y por ende el mensaje. El objetivo puede haber sido sembrar el pánico, probar la solidez de la democracia y, si fuera posible, modificar su comportamiento.

Nuestra respuesta ante este ataque no tiene ser una reacción exagerada. Esta semana se cumple el aniversario del ataque del Estado Islámico al aeropuerto de Bruselas, donde 32 personas perdieron la vida en un ataque coordinado al sistema de transporte belga. Antes, París había sufrido ataques terroristas.

La reacción entonces fue abrumadora. Los medios de comunicación europeos y los políticos se volvieron locos. Durante días, los periodistas de la BBC repitieron las palabras “pánico” y “amenaza” cada hora. El presidente francés François Hollande declaró que “se ha atacado a toda Europa”. El primer ministro británico David Cameron anunció que “Reino Unido se enfrenta a una amenaza terrorista muy real”. Donald Trump declaró a sus seguidores exaltados que “Bélgica y Francia se están literalmente desintegrando”. El Estado Islámico no podría haber deseado un megáfono mejor.

El terrorista se siente inútil si no tiene la ayuda de los medios de comunicación y de aquellos que lo alimentan con palabras y hechos. En su reflexivo manual Terrorismo: cómo responder, el académico Richard English señala que la supuesta amenaza a la democracia, sobre la cual los políticos hablan cuando sucede un ataque terrorista, no se encuentra en la sangre derramada ni en el daño causado. El peligro real es “provocar respuestas institucionales imprudentes, extravagantes y contraproducentes”. Pero esto coloca a aquellos que los terroristas pretenden “provocar” en una posición peculiar y comprometida. Sólo si los medios de comunicación responden de cierta forma, podrán los terroristas lograr sus objetivos espurios.

Debemos recordar que cuando Theresa May era ministra del interior, utilizó los ataques a París y Bélgica para abogar por una nueva ley antiterrorista que significó la mayor invasión de la privacidad que haya sido aprobada en el mundo occidental, como la describió Bill Binney, antiguo miembro de la Agencia Nacional de Seguridad de Estados Unidos. May añadió que la “amenaza terrorista” era una razón para permanecer en la Unión Europea, porque si no “andarían sueltos”. Advirtió que procesar el ADN de los terroristas lleva 143 días fuera de la UE, contra los 15 minutos que lleva estando dentro. ¿May sigue sosteniendo esto? Debemos defender a quienes nos defienden, pero el terrorismo provoca una locura extraña.

En ese momento, el gobierno británico también se apresuró a llevar adelante su estrategia de prevención, ordenando a todas las instituciones educativas a mostrar que tenían programas “para contrarrestar el extremismo no violento, que puede generar un clima conducente al terrorismo”. La burocracia ahora es enorme. No pasa una semana sin que la Policía Metropolitana pida el estado de alerta, provocando miedo, precaución y nerviosismo hacia los extraños. Un reciente documental de la BBC llamado Ataque era en realidad propaganda poco disimulada para lograr mayor financiamiento para la policía. 

Para intentar poner estos incidentes en perspectiva, debemos recordar que ya invertimos mucho dinero en estrategias antiterroristas. Ahora no es el momento para decir que ese financiamiento es desproporcionado, pero se presta a servir a los propósitos de los terroristas. Todos los involucrados tienen en verdad algún tipo de interés, desde los periodistas y los políticos hasta los policías y los expertos en seguridad. La escasez de ataques terroristas en países totalitarios que controlan a los medios de comunicación demuestra el importantísimo papel que tiene la publicidad para la estrategia del terror. Dicho esto, no se puede justificar la negación de esa información en una sociedad libre. Existe hasta cierta reticencia para confesar la autocensura. Cuando el año pasado el periódico francés Le Monde decidió no publicar los nombres de los responsables de los ataques terroristas para no contribuir a convertirlos en mártires, se lo criticó por negar información pública. 

Pero cada decisión sobre qué publicamos implica una elección y una opinión. Eso no es “censura”. Para aquellos que buscan publicidad para sus fechorías, hay un mundo de diferencia entre la portada del periódico o una nota pequeña. Si el objetivo no es sólo matar a algunas personas, sino aterrorizar a muchos, los medios de comunicación son el cómplice perfecto. No es el hecho en sí lo que genera terror, sino su difusión, cómo se lo presenta, cómo se lo edita, las decisiones que tomamos sobre su protagonismo.

Todos los expertos insisten en que el terrorismo no es una ideología en sí misma. Las armas y las bombas no son por sí mismas una amenaza “existencial” para un país o una sociedad. Los políticos que explotan ese terror para sembrar el pánico son cínicos con intereses ocultos. El terrorismo es una metodología de conflicto. No existe una defensa real contra un loco que sale a matar, aunque – no está de más repetirlo– las calles de Londres probablemente nunca hayan sido más seguras que ahora.

El uso de vehículos para matar es tan viejo como la invención del coche, o al menos desde 1920, cuando Mario Buda hizo explotar un coche-bomba en Wall Street. Los adelantos tecnológicos claramente han llevado el uso de vehículos por parte del terrorismo un paso más allá, y por eso se han tomado recientemente medidas para prohibir los portátiles en las cabinas de los aviones. Pero los aviones son el medio de transporte más seguro que existe.

Por esto, la respuesta de los gobiernos británicos a los ataques del IRA de los años 70 y 80 –tomarlos como crímenes al azar, no como gestos político– fue la correcta. El terrorismo del IRA era una amenaza mucho peor que cualquier cosa que podamos experimentar actualmente. Se limitaron algunas libertades, como cuando se permitía la detención sin juicio y la censura a los portavoces del IRA. Esas fueron victorias menores del terror. Pero podemos decir que, mayormente, las libertades de los británicos no se vieron restringidas, la vida siguió adelante y la amenaza finalmente acabó. Esperemos que ahora suceda lo mismo.

Traducción de Lucía Balducci

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