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The Guardian en español

Opinión

En Taiwán, como en Ucrania, Occidente está coqueteando con el desastre

Imagen de archivo de una entrevista telemática entre el presidente de EEUU, Joe Biden, y el líder chino Xi Jinping, tomada en la Casa Blanca, en Washington.

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A las puertas de la guerra, los argumentos son siempre los mismos. Aquellos a favor de la guerra gritan más fuerte, se golpean el pecho y piden el ruido de los tanques y el rugido de los aviones. Aquellos en contra son tachados de débiles, apaciguadores y derrotistas. Cuando suenan las trompetas y los tambores de guerra, la razón desaparece y se pone a cubierto. 

La visita a Taiwán de Nancy Pelosi, la presidenta de la Cámara de Representantes de Estados Unidos, fue tan descaradamente provocadora que es difícil no verla como una estrategia electoral para las próximas elecciones legislativas de mitad de mandato. “Es esencial que Estados Unidos y sus aliados dejemos claro que no cederemos ante gobiernos autoritarios”, dijo Pelosi. La gran respuesta de China es un ejemplo clásico de rápida escalada.

Cuando Joe Biden aseguró que Estados Unidos defendería a Taiwán militarmente, la oficina del presidente de inmediato cambió de opinión y reiteró su política de “ambigüedad estratégica”. El caso es que nadie cree de verdad que Estados Unidos vaya a entrar en guerra por Taiwán. Hasta ahora.

Una idéntica ambigüedad impregna la actitud de Occidente sobre Rusia en relación a Ucrania. Estados Unidos y Gran Bretaña reiteran que Rusia “debe fracasar y ser vista como la derrotada”. Pero ¿puede confiar realmente uno en que Rusia tolerará una destrucción de su armamento cada vez mayor sin esperar una escalada? Occidente parece empeñado en mantener a Ucrania en un empate, con la esperanza de posponer una tanda de penaltis que sería horrorosa. Lo único que puede hacer Rusia es perpetrar más atrocidades para mantener a su propio equipo en el juego. ¿Y si escala hacia algo más?

Es la misma incertidumbre que abrumó a la diplomacia europea en 1914. Los gobernantes titubeaban mientras los generales se pavoneaban blandiendo sables. Las banderas ondeaban y los periódicos se llenaban de recuentos de armamento. Las negociaciones fracasaban y acababan en ultimátums. Mientras desde el frente de batalla se pedía ayuda, pobre de quien propusiera llegar a un acuerdo. 

Durante las dos crisis nucleares entre el este y el oeste durante la Guerra Fría, en 1962 por Cuba y en 1983 por una falsa alarma de misiles, se evitó el desastre gracias a canales de comunicación informales entre Washington y Moscú. Funcionó. Esos canales supuestamente ya no existen. El bloque del este está liderado por dos déspotas con una posición segura a nivel interno, pero paranoicos acerca de sus fronteras. 

Occidente está plagado de líderes debilitados y fracasados que están deseosos de subir sus niveles de aprobación promoviendo conflictos en el extranjero. Lo que es nuevo es la conversión del viejo imperialismo occidental en un nuevo orden de “intereses y valores” occidentales, listos para ser evocados para apoyar cualquier intervención. 

Tal orden se ha vuelto arbitrario y no conoce límites. A pesar de lo que diga Pelosi, occidente “cede” cuando le conviene, interviniendo o no haciéndolo. De ahí las caprichosas políticas respecto a Irán, Siria, Libia, Ruanda, Myanmar, Yemen, Arabia Saudí y otros. Gran Bretaña abandonó Hong Kong a manos de China y entregó Afganistán a los talibanes. La inutilidad de esta última intervención quedó demostrada la semana pasada con el asesinato con drones del líder de Al-Qaeda en Kabul

Jamás, en toda mi vida, el Ministerio de Defensa ha tenido que defender al país de una amenaza externa ni remotamente plausible, mucho menos de Rusia o China. En su lugar, bajo la excusa de los “intereses y valores” ha asesinado a miles de extranjeros en mi nombre, sin prácticamente ningún beneficio. 

Ahora, con la amenaza cada vez más cercana de una confrontación seria entre el este y el oeste, lo mínimo que debemos esperar de quien probablemente sea la futura primera ministra de Gran Bretaña, Liz Truss, es que deje atrás sus clichés y articule con claridad cuáles considera que son los objetivos de Gran Bretaña, si es que los tiene, en relación a Ucrania y Taiwán. 

Ninguno de estos países es un aliado formal de Gran Bretaña y ninguno es crítico para su defensa. El horror ante la agresión rusa justificó una ayuda militar para Kiev, pero esa fue una respuesta humanitaria, no estratégica. Probablemente lo mejor que podamos hacer por Ucrania sea asistirles en el retorno de su fuerza de trabajo exiliada y ayudarles a reconstruir sus ciudades destruidas. Del mismo modo, Taiwán merece simpatía en su batalla histórica contra China, pero su estatus frente a Pekín no supone ninguna amenaza militar para Gran Bretaña. Su población se ha conformado durante mucho tiempo con una relación ambigua con China, ya que sabe que, a largo plazo, está a su merced.

El envío del portaaviones Queen Elizabeth al Mar del Sur de China por parte de Boris Johnson el año pasado fue un acto de vanidad sin sentido. 

Rusia y China sufren disputas en sus fronteras como las que ocurren en muchos rincones del mundo. Los terceros Estados rara vez intervienen en su resolución. Los días en los que los poderes occidentales podían ordenar las esferas de interés de Estados como China y Rusia, con razón, ya han acabado, tal y como se reconoció durante la Guerra Fría. Desde que terminó ese conflicto, las intervenciones globales de Occidente se han convertido en parodias de la capacidad imperial, sobre todo en el mundo musulmán. Con pocas excepciones, ni China ni Rusia han mostrado un deseo comparable de poseer el mundo, sino que han deseado, aunque sea de forma despiadada, poseer a sus vecinos ancestrales.

Los destinos de Ucrania y Taiwán merecen todo el apoyo diplomático, pero no se puede permitir que desemboquen en una guerra global ni en una catástrofe nuclear. Esto puede reducir el efecto (siempre exagerado) de la disuasión nuclear y hacerlos vulnerables a chantajes. Pero una cosa es declararse “muerto antes que rojo” y la otra es obligar a los demás a tomar esa decisión.

Puede que un día una guerra global, como el calentamiento global, lleve al mundo a una catástrofe a la que se tenga que enfrentar. Por ahora, la democracia liberal sin duda le debe a la humanidad evitar ese riesgo y no provocarlo. Ambos bandos están coqueteando con el desastre. Occidente debería estar listo para retirarse y no considerarlo una derrota.

Traducción de Patricio Orellana

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