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The Guardian en español

¿Cómo podemos luchar contra la política bocazas del populismo autoritario?

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Paul Mason

Hablan con cinismo de los derechos humanos. No les gustan los inmigrantes; tampoco la Unión Europea. Quieren un Estado fuerte y que “se defienda”; lo cual suele querer decir “que ataque”. En resumen, son como ese abuelo racista que te amargará las navidades.

Son el tipo de persona que los encuestadores describen como “populista autoritario” y según YouGov (un centro de encuestas), son multitud. Un informe que YouGov Centre Cambridge dio a conocer la semana pasada muestra que el 48% de los británicos encuestados tienen alguno de los rasgos indicados, o todos.

Se trata de un concepto interesante y que podría servir para explicar el fenómeno actual: Trump en Estados Unidos, Brexit en el Reino Unido y Le Pen en Francia. En tiempos de Reagan y de Thatcher, los académicos utilizaron el concepto de “populismo autoritario” para describir sus políticas. Ahora, este fenómeno se ha disparado y ha conseguido trascender las antiguas definiciones de derecha e izquierda.

Sin embargo, la explicación de lo que está pasando no es tan sencilla y lo cierto es que tampoco es nueva. El concepto de “populismo autoritario” es una construcción que, si no vamos con cuidado, podría impedirnos ver la auténtica raíz de la crisis repentina del centrismo político. Tampoco nos permitirá encontrar las soluciones a esta crisis.

En realidad, ya hemos sufrido esta situación en el pasado. Tan pronto como entendieron qué tipo de personalidades se sentían atraídas por posiciones políticas extremistas, los sociólogos de finales de los años veinte del siglo pasado intentaron comprender el motivo de este nuevo “deseo de ser dominado”.

Erich Fromm, psicólogo de tendencia izquierdista, constató que tanto los líderes autoritarios como la multitud que los apoyaba “no eran capaces de valerse por ellos mismos, ser independientes o, por decirlo de otra forma, soportar la libertad”. No debe subestimarse el poder de esta teoría. Si bien la inmensa mayoría de teorías culpaban al fascismo o la depresión económica, la lucha de clases o el Tratado de Versalles, Fromm supo distanciarse de ellas y afirmar que el miedo a ser libres era la clave de este fenómeno.

Trump y Farage no son unos fascistas. El Reino Unido, que prácticamente ha alcanzado el objetivo de pleno empleo, no es la Alemania de Weimar. Y, según YouGov, la mayoría de “populistas autoritarios” permanecen en el centro. Solo el 19% de los votantes del Reino Unido muestran actitudes reaccionarias vinculadas con la extrema derecha, en comparación con aquellos que se muestran a favor de la UE, internacionalistas, progresistas de izquierdas que, con el 37% de los votantes, son el grupo mayoritario.

Sin embargo, si nos centramos en las emociones, los memes y los prejuicios del populismo de derechas, muchos de ellos tienen actitudes que recuerdan a las observadas por los estudiosos del fascismo en los años treinta.

Los racistas bocazas de derechas consideran que deben rebelarse para reinstaurar el orden. Para ellos, como ya ocurrió en los años treinta, en cualquier tipo de grupo, ordenado por género, raza o tendencias sexuales, se da el conflicto de “los fuertes contra los débiles”. Les encanta la teatralidad de los mítines y los baños de multitudes, en los que el líder carismático, ese “ayudante mágico” descrito por Fromm, los puede amedrentar con argumentos ilógicos. El hecho de que los “expertos” consigan demostrar que estos argumentos son erróneos no tiene ninguna importancia.

Sin embargo, la situación actual es distinta a la de los años treinta. Hay una gran diferencia y se hace muy evidente cuando estudias las estadísticas de YouGov con detenimiento. En el Reino Unido, el principal indicador para saber si alguien se convertirá en un “populista autoritario” es la edad. El 38% de los populistas autoritarios tienen más de 60 años y el 21% tienen entre 50 y 60 años. Otro indicador importante, aunque muy por detrás del anterior, es tener un nivel educativo bajo.

Las multitudes que apoyaron a la derecha populista de los años treinta procedían de una clase media-baja deprimida. Si bien algunos miembros de la clase obrera apoyaron a Hitler, la mayoría se opusieron al dictador, aunque sin éxito. La clase fue el principal indicador. En la actualidad, son la edad y la educación.

Hemos experimentado el mayor avance tecnológico de los últimos 500 años y el mayor auge de libertades individuales; en especial, para las mujeres. Y es precisamente por este motivo que este grupo quiere acabar con la legislación de derechos humanos: cree que estas leyes defienden los derechos “de los otros” y socavan los derechos de la jerarquía anterior: hombres, blancos, heterosexuales y de determinados lugares.

Resulta bastante fácil entender cómo se podría haber frenado el avance del Nazismo entre 1930 y 1933: mediante la reducción de la deuda de guerra de Alemania, el fin de las políticas de austeridad que provocaron un 25% de desempleo y argumentos capaces de convencer a las grandes empresas de que era la derecha y no la izquierda la que podía destruir la democracia. Además, en algunos momentos clave, se tendrían que haber unido el centro y la izquierda para plantar cara al populismo de la derecha en las calles. El principio rector tendría que haber sido: pongamos fin a aquello que genera inseguridad.

En la actualidad esta es, paradójicamente, una labor más complicada. Sería imposible revertir 30 años de libertad, entre otros motivos porque esta libertad es intrínseca a los estilos de vida y la mentalidad de los jóvenes. El sondeo de YouGov muestra que solo el 25% de los integrantes del grupo contrario al autoritarismo y a favor de la globalización tiene más de 60 años. Esto explica el problema al que se enfrentan aquellos que desde la izquierda quieren encontrar una cierta actitud progresista en aquellos que creen que los inmigrantes son los culpables de la bajada salarial o que creen que los “banqueros de Rothschild” son los culpables de la crisis financiera, un argumento muy apreciado por los votantes de Ukip.

Muchos periodistas, entre los que me incluyo, hemos hecho numerosos estudios antropológicos sobre el terreno; por ejemplo, cuando hemos entrevistado al jubilado racista de un pueblo. Lo que realmente detestan es la modernidad y también la libertad que conlleva. Y esto no lo podemos tolerar.

Uno de los elementos centrales de esta lucha tiene que ser la ruptura con la economía neoliberal. Aumentar los salarios, poner fin a la precariedad laboral, construir viviendas y, antes de hacerlo, prometerlo, tan alto como sea posible. Tal vez usted piense que lo que digo es una obviedad. Sin embargo, es importante que recuerde toda la energía que invirtieron los políticos y comentaristas del Partido Laborista el pasado verano para oponerse a estas medidas. Y eso no es todo. Al analizar por qué el centroizquierda alemán no consiguió frenar a Hitler, Fromm utilizó la siguiente expresión: “Un estado de cansancio interior y de resignación”. Ya no creía en los líderes de su partido; tampoco en su ideología: “En lo más profundo de su pensamiento había abandonado toda esperanza de que la acción política sirviera para algo”.

En la actualidad, la situación es completamente distinta. Las marchas estudiantiles contra Trump, el discurso de los actores del musical Hamilton ante el futuro vicepresidente de Estados Unidos y la resistencia estoica de los nativos americanos contra el oleoducto de Dakota del Norte están en las antípodas de la resignación y del cansancio. En el Reino Unido la victoria del Brexit tuvo una respuesta masiva: unas 180.000 personas decidieron hacerse del Partido Laborista y otras 15.000 del Partido Liberal Demócrata.

Esta generación, la que ha tenido más oportunidades educativas y que ha disfrutado de mayores libertades, solo sucumbirá al cansancio y a la resignación si se produce la situación siguiente: que el centro y los medios de comunicación progresistas dejen de defender la libertad.

Traducido por Emma Reverter

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