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El machismo y el orden de los apellidos

Imagen de archivo: un bebé recién nacido duerme en una cuna.

Diego Lafuente García

Nueve de enero de 2017. Registro Civil número uno de Palma de Mallorca. Tras esperar una breve cola, me siento delante de un funcionario con el firme propósito de registrar a mi hijo como ciudadano del Reino de España. Entrego la solicitud, los DNI y el libro de familia. Resulta curioso que en la solicitud no te pregunten por los apellidos de la criatura, tan sólo por el nombre y su filiación. Así que, como quien no quiere la cosa, comento que queremos que su primer apellido sea el de su madre. El funcionario levanta la ceja derecha y responde: “Eso es anteposición del apellido materno. Tiene que venir tu mujer a confirmar que está de acuerdo”.

¿En serio? Sí. Al parecer tanto el nombre como los apellidos de un recién nacido tienen que surgir del común acuerdo entre sus dos progenitores, y si no existiese ese acuerdo, PREVALECE EL APELLIDO DEL PADRE. Así que para poner primero el de la madre, hay que demostrar que ambas partes están de acuerdo. España, 2017. ¿Por qué existe el feminismo si la igualdad ya es un hecho?

Desde el punto de vista pragmático de un ingeniero criado en una familia de matemáticos, el orden de los apellidos es sencillamente irrelevante. Tanto monta, monta tanto. Eres igual de listo, guapo y alto con los apellidos en un orden que en otro. Me parece estupendo que sean los dos progenitores de mutuo acuerdo los que decidan tanto el nombre como los dos apellidos de su hijo. Y me parece necesario legislar en el caso de que no haya acuerdo, pero creo que se podría hacer una ley ligeramente más neutral en cuanto a género que la que actualmente padecemos.

He aquí algunas propuestas:

Usar el orden alfabético: la Duquesa de Alba encantada, Andoni Zubizarreta no tanto. Dos siglos de matrimonios mal avenidos y no habrá nadie en España con un apellido más allá de la “L”.

Peso del apellido: se le asigna a la “A” un valor de 1 y a la “Z” uno de 27. El peso del apellido se calcula sumando el valor de cada una de sus letras. Los dígrafos valen doble. En un par de generaciones, todos tendríamos apellidos vascos.

Jugárselo al Scrabble: se presentan los progenitores delante de un juez, y éste baraja las fichas boca abajo. Se reparten y empieza el juego. El primero en conseguir poner su apellido en el tablero, se lo asigna al niño.

Vale, el orden en el caso de que no haya acuerdo, resuelto. Ahora habría que resolver el tema de cómo saber si hay acuerdo en el caso de que sólo uno de los progenitores se presente en el registro (cosa bastante habitual) y quiera “cambiar el orden” de los apellidos. Esto es todavía más sencillo que lo anterior. Ojo a la idea, que creo que me podría catapultar al próximo Premio Nobel de Burocracia: ¿por qué no se añaden a la solicitud de registro un par de campos para incluir los apellidos del niño y se firma por las dos partes? Ya está. Ahora a esperar la llamada de Oslo.

Me resultó llamativo observar las reacciones de familiares y amigos cuando les comentaba cómo se iba a apellidar el niño. Los más reaccionarios no lo entendían, y lo consideraban una afrenta al honor de mi familia. Curiosamente, mi familia, en lugar de desheredarme y retarme a duelo al amanecer, entendió perfectamente la decisión. El orden de los factores no alteran el producto. Cosas de matemáticos.

A mis amigos más progresistas les parecía muy bien mi iniciativa, aunque sorprendentemente ninguno de ellos haya hecho lo mismo con sus propios hijos. Para mucha gente el apellido es una seña de identidad de la familia, y quizá tengan razón. Pero creo que deberían tener en cuenta que su mujer también tiene una identidad familiar que igual quiere transmitir, e intentar zafarse de tantos siglos de patriarcado para tomar una decisión consensuada y conjunta.

Vivimos en una sociedad repleta de desigualdades de género, pero creo que la del orden de los apellidos es de las pocas (o quizá la única) que está sancionada con una ley. Una de las razones por las que mi mujer y yo decidimos poner su apellido primero fue precisamente por rebelarnos ante el orden establecido. No porque seamos unos antisistema, sino porque el orden establecido es, sencillamente, machista.

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