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El mito de la Transición agita las primarias de Ahora Madrid

Montserrat Garcelán Huguet

Integrante de la lista Madrid en Movimiento, encabezada por Pablo Carmona, para las primarias de Ahora Madrid —

2015 va a ser un año de cambios profundos con elecciones a todos los niveles de gobierno: municipal, autonómico y estatal. En este marco las elites de la Transición reclaman la renovación de la cultura del pacto. Se reabre el viejo dilema: ¿exigencia de derechos o pactos que otorgan concesiones?

En 1984 el filósofo alemán Jürgen Habermas vino a Madrid a dar una conferencia en el Congreso de los Diputados por invitación de su presidente. El discurso tenía un extraño título, La nueva impenetrabilidad. No sólo el título resultaba extraño: ¿qué tenía que decir un filósofo alemán, heredero de la escuela de Frankfurt y defensor de la democracia comunicativa en un Parlamento dominado por el PSOE? Su conferencia fue un alegato sobre el fin de la utopía de la sociedad del trabajo, sobre los límites del Estado del bienestar y sobre la emergencia de una sociedad de la comunicación basada en la intersubjetividad. Esta teoría se basa en la idea de que previo a un debate tiene que existir la presunción de que podemos llegar a un acuerdo, puesto que de no ser así,  no discutiríamos. A su vez el acuerdo se materializa en un pacto. Como argumento está bien formulado, pero legitima una práctica de consenso en abstracto, sin atender ni a su contexto ni a sus efectos.

A pesar de sus contactos con la socialdemocracia, Habermas no estaba bien enterado de la situación en España. El pacto entre las fuerzas tardofranquistas y las antifranquistas que dio cuerpo a la llamada Transición no puede considerarse un ejemplo de su teoría de la comunicación. Entre otras cosas porque no cumple una de sus condiciones: la igualdad entre los participantes. Los franquistas reformistas tenían un plus de fuerza institucional de la que los demócratas carecían. Se oponían dos legitimidades: la que da el ejercicio del poder, aunque sea un poder bruto y dictatorial como era aquél, y la que proviene de la lucha en la calle. No había ninguna simetría entre ellos; si el pacto se sacaba de la confrontación abierta y se recluía en los espacios institucionales, la disimetría se acentuaba. No importaba que en la comisión hubiera igual número de personas por ambas partes. Los negociadores de la parte franquista, o recién exfranquista, consultaban entre sesión y sesión con el Presidente del Gobierno, con el Rey y con los poderes militares, los cuales en cualquier momento podían acabar con el experimento. La otra parte deliberaba como mucho consigo misma, puesto que ni los movimientos en la calle ni la base de las organizaciones sabían nada del curso de las negociaciones. El secretismo era parte de la propia negociación.

Reinaba un pacto de silencio sobre qué se hacía, cómo se hacía y para qué se hacía. La militancia de base, como la mayor parte de la población, no fuimos invitados a este conciliábulo; el pacto lo negociaron las elites sobre nuestras cabezas con el resultado de que la democracia española no fue más allá de una tibia representación sin mecanismos de participación de la población en la toma de decisiones, lo cual no es extraño puesto que estas mismas poblaciones no habían sido tenidas en cuenta en el diseño del proceso. ¡El propio Gregorio Peces-Barba justificaba en 1979 que la Constitución española era máximamente democrática y abierta apelando a la posibilidad de presentar las ILP!

El triunfo del PSOE en 1982 inauguró unos años de recompensas: cargos para quienes se acercaban al poder ofreciendo sus servicios, compañeros y compañeras que ocuparon puestos de confianza con los que nunca hubieran soñado. En un determinado momento llegó a parecer que todo el mundo hubiera sido antifranquista y el discurso empalagoso del consenso se hizo invivible. Los gobiernos del PSOE hicieron revivir lo más turbio de las prácticas caciquiles y se mezclaron casi sin distinción con los retoños de la derecha renovada. Al final de su periodo descubrimos, por si fuera poco, los manejos de los dineros del GAL. Nadie podía volver a votarles ni colaborar con ellos con un mínimo de decencia.

Mis hijos nacieron en ese entorno y se me hace difícil que entiendan que yo misma voté al PSOE en 1982 tras la sacudida del 23F. Si éste fue un montaje, como sugirió Jordi Évole, dio cumplido inicio a la política del reality show en la que los platós sustituyen al Congreso y las invectivas al debate.

Así pues, esos pactos no son un modelo, ni siquiera un modelo habermasiano. Cuando el pacto se hace por arriba, sobre las cabezas de las poblaciones, es una manera de reducirlas al silencio  con el argumento de que, sin pacto, les iría todavía peor puesto que el poder sigue estando en las manos de quienes siempre lo tuvieron y nadie tiene ningún interés en quitárselo y en distribuirlo. 

Por eso no pudo menos que sorprenderme que Manuela Carmena dijera que no le convence eso que se dice de que no se debería haber pactado la Transición, pues cree que se hizo lo correcto. No puedo compartir esta apreciación puesto que, como ya he dicho, fue un pacto entre las elites que en ningún momento contó con los gobernados. El problema no es si se pacta o no se pacta; el problema es quién pacta y sobre qué.

En la coyuntura actual no deberíamos repetir el mismo error. Las personas de mi generación ya nos hemos equivocado demasiado y deberíamos dar paso a personas más jóvenes. No porque la juventud sea en sí misma un mérito, sino porque contamos con gente que ha vivido en primera persona las luchas de los últimos tiempos. Como Pablo Carmona, el cabeza de lista de Madrid en Movimiento, en la que participo para las primarias de Ahora Madrid. Personas como él aúnan el conocimiento de las luchas recientes con el saber hacer de las intervenciones en las plazas.

Esta lista aboga por una ciudad de sus habitantes, para sus habitantes y gestionada por ellos/as, no una ciudad cuyo Gobierno sea pactado por arriba en los despachos ministeriales o entre las cúpulas de los partidos en un juego interminable de “te doy para que me des”. En estas personas no contaminadas por la Transición está la posibilidad de lograrlo.

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