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La derrota de Torquemada

Iñigo Sáenz de Ugarte

Ante la crisis política y económica, nada mejor que echar mano de las fuerzas sobrenaturales. Donde no llega el BOE, se recurre a la Biblia. El ministro de Interior ha fichado a Santa Teresa de Jesús para la segunda línea del Consejo de Ministros. Habrá quien piense que es mejor contar con el apoyo de Merkel o Draghi, pero hay miembros del Gobierno que apuestan por ilustres cadáveres. Fátima Báñez se mostró entusiasmada por el presumible sostén que da la Virgen del Rocío y ahora Fernández Díaz dice que no pasa nada mientras sigamos teniendo a nuestro lado a la santa de Ávila.

Queda la duda de saber cuál será la virgen o santa que solucionará la cuestión catalana. La opción de la cruzada o guerra santa parece descartada de momento. Sería complicado reconstruir la alianza con los Estados Pontificios, las repúblicas de Venecia y Génova, y el Ducado de Saboya. Más que nada por el pequeño detalle de que ya no existen, como en tiempos de Lepanto, un hecho del que los asesores de Fernández Díaz deberían informarle cuanto antes.

Unidas a la ley Wert y su intento de propulsar la enseñanza de la asignatura de Religión, cabe considerar estas declaraciones como el inicio de una ofensiva moral del Gobierno. Creo que la respuesta más racional consiste en responder con la imagen de este tuit. Para los que aún no han dejado de disputar las guerras ideológicas de los años 30, habrá que buscar un argumento más sofisticado, y para ello tenemos las cifras aparecidas hace unos días en el anuario que publica el Ministerio de Educación.

El descenso del número de alumnos que cursan religión en los centros de enseñanza públicos es espectacular. En la última década, el porcentaje cae del 79,4% al 65% entre los alumnos de primaria, del 55,5% al 38,1% en Secundaria y de un 43,4% a un 20,4% en Bachillerato. La caída no es uniforme. El porcentaje continúa siendo alto en comunidades como Andalucía, Extremadura o Castilla La Mancha, pero incluso allí los datos tienen una lectura obvia.

El proceso de secularización de la sociedad española continúa imparable. No se detuvo tras el impacto causado por el fin de una dictadura íntimanente asociada al catolicismo y las primeras reformas políticas que restaron influencia a la jerarquía católica. Ha continuado acentuándose por el simple paso del tiempo al calor de un dato incontestable. En cada generación de los últimos 35 años, los jóvenes siempre han sido mucho menos religiosos que los adultos y jubilados. La Iglesia lucha contra el tiempo, el peor adversario de todos los imperios.

La Iglesia ha perdido todas las batallas políticas y culturales que ha emprendido en España desde los años 70. Ahora lo hemos olvidado, pero la jerarquía católica lanzó una fuerte campaña contra la legalización del divorcio, con la ayuda del sector democristiano de UCD, presentándola como el fin de la sociedad cristiana. Lo mismo ocurrió con la legalización del aborto, ahí con la colaboración de todo el Partido Popular, y el resultado fue aún más humillante. Cuando el PP llegó al poder, no se atrevió a derogarla.

Ahora estamos en una situación aparentemente diferente gracias a la presentación de la reforma apadrinada por Ruiz Gallardón. No conviene restarle gravedad, pero sí analizarla en términos exclusivamente políticos. El escaso o nulo interés que han mostrado Rajoy y Sáenz de Santamaría en defender con pasión las ventajas de la reforma crean dudas sobre el texto que llegará finalmente al Parlamento. La reacción que ha provocado en la sociedad y otros partidos nos lleva a deducir que, si se aprueba finalmente en los términos defendidos por Gallardón, no sobrevivirá a esta legislatura.

La tercera derrota de la Iglesia se produjo con la aprobación del matrimonio homosexual. Se escucharon los mismos sermones que advertían del triunfo del Maligno y la disolución de una institución inmutable para el catolicismo, como es la familia. Por la curiosa obsesión centenaria de la Iglesia con los gays, cualquiera diría que se debe a que es una institución cuyos órganos de dirección están reservados a los hombres, no había nada peor que permitir que estos instrumentos del demonio pudieran formar una familia. Una vez más, la sociedad dio su aprobación al considerarlo una cuestión de igualdad de derechos, porque en la mayor parte de Europa Occidental se es antes ciudadano que católico, y eso ya no hay Torquemada que pueda impedirlo. Los políticos que nunca hubieran aprobado una ley como esta terminaron resignándose a su existencia.

En realidad, todo esto empezó hace mucho tiempo. La diferencia es que algunos países vieron retrasada en casi un siglo esa evolución. León XIII lo vio venir en 1888 y así lo dejó expresado en su encíclica Libertas Praestantissimum. “Si los que a cada paso hablan de la libertad entendieran por tal la libertad buena y legítima que acabamos de describir, nadie osaría acusar a la Iglesia, con el injusto reproche que le hacen, de ser enemiga de la libertad de los individuos y de la libertad del Estado. Pero son ya muchos los que, imitando a Lucifer, del cual es aquella criminal expresión entienden por libertad lo que es una pura y absurda licencia. Tales son los partidarios de ese sistema tan extendido y poderoso, y que, tomando el nombre de la misma libertad, se llaman a sí mismos liberales”.

Qué bien lo viste venir, estimado León, y de qué poco le ha servido a la Iglesia. Ahora en España, como decía Francisco Rico, ya ni se blasfema como Dios manda.

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