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Sí, señor taxista, quiero que me haga un poco la pelota

Taxis de Telde en una parada.

Gumersindo Lafuente

Hace unos días un taxista se negaba en una carta al director a hacerle la pelota a los clientes. Para él, la cortesía de la botella de agua fresca que algunos conductores de Uber o Cabify ofrecen a sus viajeros era una forma insoportable de rebajarse como trabajador; él, decía, estaba para dar un servicio de transporte, no para hacer la pelota.

A muchos taxistas se les olvida que las personas que transportan no son una mera mercancía. Son, les guste o no, clientes, que pagan por un servicio y que están por lo tanto acreditados para pedir a cambio unas ciertas deferencias en el trato. Cosas básicas, no se crean, ninguna tan arrastrada como la botella de agua fresca.

Si llegas cansado o con prisa de un viaje a la madrileña estación de Atocha (por poner un ejemplo), una de las más importantes de España, quizá agradecerías a los taxistas que por oficio, o por educación, o por hacernos un poco la pelota, recogieran en orden a los clientes y no anduvieran peleando por cómo y por qué este sí y este no, provocando el caos y dando una imagen penosa, que en muchos casos es la primera que recibe un turista de nuestro país o nuestra ciudad. Y que acaba produciendo tal impaciencia en los viajeros que ya se oye a alguno gritar: “¡Pues me voy en un Uber!”.

Quizá por respeto, o por hacernos sí un poco la pelota, ya en el taxi, agradecerías limpieza y ausencia de olores desagradables. También de preguntas capciosas sobre la ruta o comentarios machistas sobre las conductoras cercanas o exabruptos y pitidos hacia los ciclistas, o quejas sobre su situación laboral o la radio conectada a emisoras con discursos que perturban al viajero más paciente.

Será hacer la pelota, es posible, pero poder pagar con tarjeta sin tener la sensación de estar molestando, o que funcione correctamente el aire acondicionado, o que el automóvil se maneje con suavidad, sin frenazos o acelerones mareantes e innecesarios, o pagar con un billete de 20 euros con la seguridad de que va a recibir uno las vueltas correctamente, son todos asuntos tan básicos que deberían estar garantizados.

Uber, Cabify y otras especies similares han irrumpido en el mercado a lomos de la tecnología solucionando de un plumazo muchas de estas inquietudes. Puede que nos estén haciendo la pelota, pero a quién no le gusta que le traten bien y que un servicio de este tipo sea cómodo. Sobre todo si el precio final es el mismo, y en ocasiones hasta más económico.

El taxi ha sido desde siempre un espacio regulado, con un acceso limitado a los poseedores de licencias (en Madrid, poco más de 15.700 desde hace 30 años), que generó una dinámica de burbuja en el traspaso de su uso (más 200.000 euros se pagaba en los buenos tiempos por una). Hoy, con la incertidumbre de la entrada de nuevos actores por la vía de las licencias VTC (alquiler de vehículos con conductor), los precios –en Madrid– se han reducido, pero aún están por los 140.000 euros. Mientras las de Taxi bajan, las VTC ya alcanzan los 50.000 euros. Y la administración asiste impávida a esta subasta de unas licencias que no dejan de ser concesiones de los ayuntamientos o las comunidades autónomas.

Como en tantas ocasiones estamos ante una colusión de derechos y obligaciones que habría que regular de acuerdo a los nuevos escenarios tecnológicos. Los clientes quieren rapidez, comodidad, seguridad y economía. Los taxistas o conductores, o como prefieran denominarse, independientemente de que manejen un taxi tradicional, un Uber o Cabify, deberían aspirar a poder ganarse la vida con su trabajo sin estar sometidos a condiciones y horarios esclavistas. Y las empresas, puesto que prestan un servicio público regulado, deberían cumplir con sus obligaciones como tales, incluidas las laborales y fiscales, sin triquiñuelas, ni falsos autónomos. Pero si no se actualiza el marco legal, todos saldremos perdiendo. Y los Uber y Cabify acabarán siendo tan impertinentes como algunos taxistas, en México ya pasó.

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