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“Los poetas ante la poesía”

El escritor uruguayo Mario Benedetti.

EFE

Montevideo —

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La Agencia Efe difunde un nuevo artículo de Mario Benedetti, en esta ocasión “Los poetas ante la poesía”, que fue publicado por la revista Brecha el 1 de noviembre de 1991.

Este es el tercer artículo del escritor uruguayo que publica Efe, por cesión de la Fundación Benedetti, y al que seguirán otros, el segundo sábado de cada mes, hasta septiembre de 2020, en que se cumplirá el centenario de su nacimiento y que pretende homenajear su faceta periodística, una de las menos conocidas de su trayectoria creadora.

“Los poetas ante la poesía”

Mario Benedetti

Marco Antonio de la Parra publicó no hace mucho en un diario madrileño un artículo en el que, con buenos argumentos, incitaba al lector a leer poesía: “Atrévase. Rompa de verdad su rutina, deje que entre en su vida amaestrada por los hábitos y la existencia programada el aliento quemante del poema. Hágalo ahora, antes de cambiar de opinión, como un impulso, antes que cambie el viento, siguiendo el siempre incierto camino de los astros, solo, en compañía, en silencio, en voz alta”. Y más adelante concluía: “Lea. Poesía. Que no muerde”. Todo el artículo me pareció excelente, menos el final. Porque el problema es ése: que la poesía muerde. Por ser libre, preguntona, transgresora, cuestionante, subjetiva, fantasiosa, hermética a veces y comunicativa en otras. Por eso muerde. Y por eso buena parte del público (me refiero al que lee, claro) prefiere la prosa, que a menudo contiene respuestas, obedece a planes y estructuras, suele ser objetiva, sabe organizar sus fantasmas y en general no muerde, especialmente cuando le ponen (o se pone) bozal. Aun en tiempos de censura, y habida cuenta de que los censores no suelen ser especialistas en metáforas, la poesía suele pasar las aduanas con mucho más donaire que la prosa.

Es sabido que los poetas, al menos cuando escriben, no son tímidos. Como bien señaló Aleixandre: “No hay un solo poeta que no modifique el mundo”. Y eso no se perdona fácilmente, ya que la ampliación verosímil es: “No hay un solo poeta que esté conforme con el mundo”. Y claro, eso suele provocar bien entendidos y malentendidos.

Porque aunque parezca mentira, hay mucha gente que esta conforme con el mundo. Y no me refiero a los muy pudientes ni a los muy poderosos (por lo corriente, ni unos ni otros están conformes, pues sus ansias de dinero y de poder son inagotables), sino más bien a cierto tipo de ciudadano medio, dueño de un mediano confort y una sobria mezquindad que ni siquiera aspira a leer, no sea que alguien lo convenza a su derecho a la osadía, o del resquicio de solidaridad que está a su alcance.

Es cierto que cada poeta modifica el mundo, o al menos trata de modificarlo, aunque pocas veces tenga éxito, como suele acontecer con los francotiradores. Sin embargo éstos, en contadas ocasiones dan en el blanco, y aciertan con una palabra, con una imagen, que puede ser más reveladora que un discurso. “El poema”, escribió el brasileño Fernando Ferreira de Loanda, “hecho de nadas, es intrínseco, / no depende de la miel o de la lluvia”. La poesía, precisamente por ser intrínseca, o sea íntima, esencial, no convencional, ilimitada, puede llegar a ser reveladora. Por eso es una lástima que el lector corriente quede al margen de esa revelación. La poesía enriquece la vida, aunque la ponga en duda, aunque la cuestione, aunque la muerda. “Sé que estoy escribiendo/ para exorcizarme” dice la nicaragüense Gioconda Belli, pero la poesía puede también servir de exorcismo a quien la lea. En la vida de cada lector suele haber algún poema que significó para él una revelación o tal vez un diagnóstico de su vida interior.

Hace unos quince años, en las paredes del Hospital Neuropsiquiátrico de Buenos Aires, figuraba esta inscripción: “En el país de los ciegos, el tuerto está preso”. Solo la lucidez de la demencia podía quitarle al tuerto su antigua corona. Aquella absurda ironía fue interpretada entonces (hubo una revista que se arriesgó a difundirla) como un duro fustazo al talante represivo del gobierno, pero las represiones pasan y las burlas quedan.

Quizá la poesía sea el tuerto de la literatura. Un tuerto que nunca es rey, ni siquiera en el país de los burriciegos. Puede que a veces vea solo con el ojo izquierdo y otras veces solo con el ojo derecho. Pero ve. Es un tuerto que está preso y ha sido incomunicado por el desaire, el arrinconamiento o el desdén. Aunque de vez en cuando el azar le confiere algún premio Nobel. Tuerto pero ve. Y si los historiadores se vuelven anacrónicos, los poetas sirven muchas veces para transmitir la esencia de una época, de un ciclo, de una civilización.

Cuando tuvo lugar el tan mentado boom de la novela latinoamericana, nadie se acordó de traer en esa ola a la poesía. Los editores mercantiles (y más ahora, que se integran en conglomerados trasnacionales) llevan su minuciosa contabilidad-ficción, y a partir de sus asientos y contrasientos, llegan a autoconvencerse de que la poesía “no es negocio”. ¿Cómo saberlo exactamente? ¿Algún editor se animó, en relación con un libro de poesía, a bombardear propagandísticamente el mercado con el mismo empuje que generalmente dedica a sus novelistas? Por supuesto (y por ejemplo), hay en España algunas pocas editoriales que se animan a publicar sólo poesía, y a la vista está que sobreviven. Pero son la excepción.

Hasta los poetas son convencidos por la propaganda. Hace exactamente veinte años publiqué un libro de reportajes, “Los poetas comunicantes”, y allí pregunté sobre este tema a varios de los entrevistados. Nicanor Parra, por ejemplo, me respondió: “Siempre hay un aparato comercial en torno a la novela, que es un elemento de comercio, una mercadería. La poesía nunca lo ha sido”. La respuesta del ecuatoriano Jorge Enrique Adoum fue más pesimista: “No se hace justicia desde luego con la poesía, pero no creo que esto se deba exclusivamente a un problema de empresa comercial o económica. Creo que más bien se debe a la falta de clientes para la poesía”. Juan Gelman, por su parte, señalaba que “nuestra sociedad es cada vez más antipoética”, pero al menos los inscribía en otro contexto: “El capitalismo es lo más antipoético que ha conocido la humanidad, en el sentido amplio del término, y también en el sentido técnico”.

Una cosa es cierta: la poesía latinoamericana no necesitó del boom para situarse en un nivel óptimo. Pero ese nivel no es una novedad de estos últimos años. Antes de Nicanor Parra, Gonzalo Rojas y Enrique Lihn, de Octavio Paz y Jaime Sabines, de Eliseo Diego y Fayad Jamis, de Roberto Juarroz, Francisco Urondo y Juan Gelman, de Ernesto Cardenal e Idea Vilariño, está la formidable columna vanguardista (Vallejo, Neruda, Huidobro, Guillén, Girondo), y antes de los vanguardistas están nada menos que José Martí, Rubén Dario y Delmira Agustini.

Cuando la narrativa latinoamericana se hallaba todavía embretada en esquemas o en maniqueísmos, los poetas ya experimentaban libremente, eran sensibles a la fluidez natural de la existencia comunitaria, y además buceaban infatigablemente en su vida interior. Cuando los narradores de nuestra América empezaban a imitar, con un atraso de veinte o treinta años, los modelos que llegaban lentamente desde Europa (por vía marítima, claro, y no por satélite o por fax, como sucede ahora), los poetas, con Darío primero, con Huidobro o Neruda después, ya influían sobre sus colegas europeos, algo empachados en su copiosa tradición.

El sobre salto que -partícipes o no del boom- produjeron en narradores como Rulfo, Cortázar, Guimarães Rosa, Onetti, Arguedas, García Márquez, Vargas Llosa, Carpentier, Fuentes, se debió no sólo a su calidad intrínseca, sino también al salto cualitativo y en cierto modo a la ruptura que su aporte artístico significaba con respecto a nombres como Gallegos, Güiraldes, Rivera, e incluso algunos más cercanos, como Mallea, Ciro Alegría o Céspedes. En poesía, en cambio, no existe esa grieta, sino más bien una sobria continuidad, que por cierto no se niega a sí misma en su constante vaivén. Si la narrativa, con su brincos y esplendores, con sus terremotos y relámpagos, se ha pasado entrando a, y saliendo de nuestra realidad y nuestra historia, la poesía, en cambio, sin tanto ruido, se ha conformado en atravesar por dentro esa historia y realidad. A veces su recorrido es casi invisible, pero sin embargo está ahí, como un río subterráneo que impregna otras zonas y otros quehaceres, incluida entre estos la mismísima narrativa, que en su momentos de mayor eclosión muestra inequívocos síntomas de “entrismo” poético.

Una curiosa característica de la poesía latinoamericana en este siglo que concluye, es su diversidad, su mestizaje. Una aleación que detecta en la zona poética de cada país en particular. Las formas y los contenidos se endosan como los cheques, hasta que alguien los hace efectivos y les otorga su mejor identidad. Sin embargo, el mestizaje estético puede aparecer en la trayectoria de un mismo poeta. Esto ya fue reconocible en los grandes nombres de la poesía latinoamericana. Verbigracia: en la obra de Neruda van desfilando las muy superrealistas “Residencias”, la magistral intensidad de “Alturas de Macchu Picchu”, la conciencia política de “España en el corazón”, el erotismo de “Veinte poemas de amor y una canción desesperada”, recuperado casi treinta años después en “Los versos del capitán”; en Vallejo, el vanguardismo de “Trilce” y la entrañable comunicación de los “Poemas humanos”; en Nicolás Guillén, el ritmo y la música verbales de “Sóngoro cosongo”, junto al versolibrismo de algunos poemas de “West Indies Ltd”, y el humor travieso de “El Gran Zoo”. “Todo mezclado”, escribió precisamente Guillén en un poema que hizo fortuna. Todo mezclado pero no por ello una tendencia se estorba con la otra, más bien se complementan. Un movimiento se origina en el anterior, casi sin contradecirlo, simplemente abriendo sus cauces, generando afluentes, incorporando palabras recién nacidas.

Alguna vez escribió Fernández Retamar que “el posvanguardismo (?) es practicado por la misma generación vanguardista”. Hoy casi podríamos decir que el poscoloquialismo es practicado por los mismos poetas coloquiales. Siguen conversando con el lector, claro, pero el coloquio se ha refinado, inventa temas y los ilumina, quiere comunicar pero también revelar, avisar, contagiar, participar su reflexión al lector.

La vocación de síntesis en la poesía latinoamericana viene de lejos y hasta aparece en dos palabras inventadas que luego se convertirán en dos de los títulos más sonoros de la vanguardia: “Altazor” (que en realidad es “alto azor”) de Huidobro, y “Trilce” (contracción de triste más dulce) de Vallejo.

Por último, ¿cómo ven la poesía los propios poetas de América Latina? Si hacemos un rápido y obviamente limitado inventario, comprobaremos aquí también su diversidad. Octavio Paz le dice a la poesía: “Eres tan sólo un sueño, / pero en ti sueña el mundo/ y su mudez habla en tus palabras”. Nicanor Parra se pregunta en inglés: “What is poetry?” y responde en chileno: “Todo lo que se dice es poesía/ todo lo que se escribe es prosa/ todo lo que se mueve es poesía/ todo lo que no cambia de lugar es prosa”. Para el mexicano Jaime Sabines: “Salen los poemas del útero del alma/ a su debido tiempo. / (¿Salen del alma?)”. El chileno Gonzalo Rojas identifica la poesía con la amada: “Tú/ Poesía, /tú, /Espíritu, /nadie”, y en otra parte dice: “para el oficio de poetizar desde el asombro, todo es nuevo”. El cubano José Lezama Lima cree que “la poesía se vuelve sobre sí misma para oír su propio silencio”. El brasileño Carlos Drumond de Andrade brinda en el banquete de las musas: “Poesía, marejada y náusea / poesía, y canción suicida, / poesía que recomienzas/ desde otro mundo, en otra vida”. Para el salvadoreño Roque Dalton “la poesía es como el pan de todos”, pero también escribe: “Poesía/ perdóname por haberte ayudado a comprender/ que no estás hecha solo de palabras”. Para el peruano Sebastián Salazar Bondy la poesía “es una habitación a oscuras”. Para el chileno Enrique Lihn, lo que el poeta espera pescar es “algo de vida, rápido, que se confunde con la sombra/ y no la sombra misma ni el Leviatán entero”. Gelman, por su parte confiesa: “Nunca fui el dueño de mis cenizas, mis versos, / rostros oscuros los escriben como tirar contra la muerte”. El colombiano Juan Gustavo Cobo Borda dice en su “Poética”: “¿Cómo escribir ahora poesía, / por qué no callarnos definitivamente, / y dedicarnos a cosas mucho más útiles?”. Loable intención, pero hasta ahora no se ha callado; sigue escribiendo. Para Vicente Huidobro su arte poética consistía en esto: “Que el verso sea como una llave / que abre mil puertas”. Para Borges la poesía es “inmortal y pobre” y “vuelve como la aurora y el ocaso”. Neruda sólo dice en su “Oda a la poesía”: “y subiste en mi sangre/ como una enredadera. / Luego/ te convertiste en copa”, y finalmente:“Tanto anduve contigo/ que le perdí el respeto”. Para el mexicano José Emilio Pacheco, “la poesía es la sombra de la memoria/ pero será materia del olvido”. Para el argentino César Fernández Moreno, la poesía es “un balbuceo muy bien impostado/ un abuso del lenguaje (...) hace converger la vida en las palabras/ dos bosques vecinos uniendo sus incendios”. El peruano Martín Adán escribe simplemente: “Poesía es asá. Yo no sé poesía, / sino escribir callando, todo lo que me escribo/ como si fuera real todo lo que querría”. Otro peruano, 37 años más joven, Antonio Cillóniz, es más contundente: “Con mi verso construyo/ lo que quiero/ que en la tierra quede destruido”. En cuanto a Álvaro Mutis, hay para elegir, por un lado ha declarado: “La condición de poeta me parece detestable”, y también: “le veo un futuro negro a la poesía”. Pero asimismo ha reconocido que “el conocimiento per se es el más completo de los conocimientos, sin dudas el que va más lejos”. La argentina Alejandra Pizarnik, que se suicidó en 1972, escribió con angustia: “Repasar un poema es repasar la herida fundamental. Porque todos estamos heridos”. Y en un texto revelador: “oh ayúdame a escribir el poema más prescindible/ el que sirva ni para/ ser inservible”. Por su parte, Roberto Juarroz, un refinado argentino de provincias, publicó este poema pleno de sugerencias:

El poema respira por sus manos,

que no toman las cosas; las respiran

como pulmones de palabras,

como carne verbal ronca de mundo.

Por último, el uruguayo Humberto Megget (1926-1951), que en su obra fue un malabarista de las cosas, culmina sin embargo uno de sus lúdicos poemas con esta curiosa definición de la poesía, que parece augurar la invasión informática de estos años noventa: “La poesía está en el orden creado. / Está en el mecanismo de un tiempo. / Está en lo ordenado del elemento ordenador”.

¿Con cuál de estas definiciones o aproximaciones o negaciones estaría el lector de acuerdo? Acaso con ninguna. O con todas. El poeta, ni siquiera cuando cree que predica, es un predicador. ¡Pobre de aquel poeta que escribe para ganar lectores feligreses! Sin embargo, como lector a menudo disfruto con la manera astuta o brillante, sobria o incisiva, que un poeta encuentra para decir lo opuesto a lo que pienso o siento. El buen poeta es casi siempre un provocador. Frente a los demás. Frente a sí mismo. Y ello no impide que la provocación pueda ser, sea casi siempre un acto de amor.

Decía Valéry (que en poesía se las sabía todas) que “al bosque encantado del Lenguaje, los poetas van expresamente a perderse, a embriagarse de extravío, buscando las encrucijadas de significado, los ecos imprevistos, los encuentros extraños, no temen ni los rodeos, ni las sorpresas, ni las tinieblas”. El mismo Valéry cuenta que el pintor Degas “en ocasiones hacía versos y ha dejado algunos deliciosos”. Según narró a Valéry el mismo Degas, este un día le dijo Mallarmé: “Su oficio es Infernal. No consigo hacer lo que quiero y sin embargo estoy lleno de ideas”. Y Mallarmé le respondió: “No es con las ideas, mi querido Degas, con lo que se hacen los versos. Es con las palabras”.

Comprendo que después de haber citado tantas definiciones de diversos poetas, quizá espere el lector mi propia definición del quehacer poético. Yo no quiero decirlo sólo con ideas sino (siguiendo el consejo de Mallarmé) también con palabras. En los últimos veinticinco años he escrito por lo menos tres poemas que pretendían ser otras tantas artes poéticas, pero creo que, después de todo, la que prefiero es la más antigua, tal vez porque es la menos explícita, y, para suerte del lector, la más breve: “Que golpee y golpee/ hasta que nadie/ pueda hacerse ya el sordo/ que golpee y golpee / hasta que el poeta/ sepa/ o por lo menos crea/ que es a él/ a quien llaman”. Pero tampoco me tomen (ni nos tomen) al pie de la letra. Las definiciones de los poetas son tan indefinidas que cambian como el tiempo. Algunos días son despejados, y otros, parcialmente nubosos, a veces llegan con vientos fuertes, y otras, con marejadilla. Pero lo más frecuente es que se formen entre bancos de niebla.

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