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La Ley de la Dependencia, una oportunidad perdida

dependencia

Joseba Zalakain

En estos días se cumple el octavo aniversario de la entrada en vigor de la Ley de Dependencia, en media de una enconada polémica (ver aquí y aquí) entre los actuales responsables de aplicar esta Ley y la Asociación Estatal de Directoras y Gerentes de Servicios Sociales que, mediante su Observatorio, se han convertido en el aguijón con el que los profesionales de los Servicios Sociales han intentado –con poco éxito− presionar para evitar la deriva de este sistema. Dejando al margen la guerra de cifras –bastante claras, en cualquier caso−, es sin duda difícil encontrar voces en el sector de la atención a las personas mayores, la discapacidad o la dependencia que se muestren satisfechas por la evolución de esta Ley: si ya en 2009 el grupo de expertos que se constituyó para evaluar la Ley alertaba sobre sus debilidades (ver aquí), desde entonces el CERMI estatal (aquí), el sector de la atención a la dependencia (aquí), los sindicatos (aquí), el Tribunal de Cuentas (aquí), y hasta el Comisario para los Derechos Humanos del Consejo de Europa (aquí) han puesto de manifiesto –con mayor o menor virulencia− las debilidades e insuficiencias de este sistema.

No es de extrañar tal insatisfacción: el sistema de atención a la dependencia no ha cubierto las expectativas que generó y cabe hablar de oportunidad perdida de cara a la creación de un verdadero sistema de apoyo a las personas dependientes y a sus familias. Como ha señalado recientemente el CERMI, los propósitos con que nació la Ley se han visto en buena parte malogrados, dejando sin respuesta a las acuciantes necesidades sociales que venía a colmar. No cabe duda en ese sentido que, frente a lo que mantiene el informe de evaluación publicado por el Gobierno en 2011 (ver aquí), el sistema español no ha “superado el modelo mediterráneo de cuidados para estar plenamente integrado en los modelos europeos más avanzados de protección a la dependencia”. Al contrario, como explica Marga León, “tras unos (pocos) años en los que pensamos que seríamos capaces de desarrollar una política de cuidados equitativa y universal integrada en el seno de nuestro estado de bienestar, volvemos exactamente al punto en el que estábamos: a las familias, que con sus medios y su capital humano hacen frente a un problema que pese a tener magnitud social, lo seguimos considerando privado”.

Los datos de este gráfico ponen de manifiesto en qué medida el gasto español en servicios de atención a las personas mayores y a las personas con discapacidad no ha dejado de ser muy inferior al de la Europa de los quince, y en qué medida resulta poco perceptible el impacto de la Ley en el gasto público en servicios de atención a personas mayores y con discapacidad. Si bien es cierto que el gasto en este ámbito ha ido creciendo desde 2003, no ha crecido a más velocidad de lo que crecía antes de aprobarse la Ley, ni lo ha hecho a mucha mayor velocidad que en los países de nuestro entorno; de hecho, la brecha respecto a la UE15 vuelve a crecer en 2012, cuando se empiezan a materializar los recortes en este sector.

La actual situación del sistema de atención a la dependencia se debe en todo caso a dos elementos diferentes, que no conviene mezclar. Por una parte, no puede negarse que ha sido una de las víctimas propiciatorias de las políticas de reducción del déficit impuestas desde Bruselas. Escasamente desarrollado antes de la crisis, el sistema de atención a la dependencia –y, en su conjunto, el sistema de servicios sociales− no han tenido la capacidad de resistencia de otros ámbitos más consolidados de la protección social como la sanidad, la educación o las pensiones para oponerse a la política de recortes indiscriminados. La debilidad de los grupos de interés corporativos –tan presentes en otros ámbitos− y la todavía débil asunción por parte de la ciudadanía de sus derechos en este campo son algunas de las razones que explican esta menor capacidad de resistencia a los recortes. Sin embargo, como ocurre en otros ámbitos de las políticas sociales españolas –las políticas de apoyo a las familias o las rentas mínimas de inserción, por ejemplo−, la actual situación del sistema de atención a la dependencia no se explica únicamente por los recortes de los últimos años. Mayor relevancia tiene, si cabe, la desatención de la que fueron objeto estas políticas antes de la crisis, y las debilidades e insuficiencias de su diseño inicial.

Entre ellas, cabe citar básicamente cuatro: la apuesta implícita por un modelo de prestaciones económicas a las familias que ha limitado la capacidad de creación de empleo del sector y ha contribuido a una mayor familiarización, feminización y precarización, si cabe, de los cuidados; el establecimiento de un modelo injusto de copago –calificado de confiscatorio por el CERMI−, que no distingue entre las diversas prestaciones recibidas y aleja a las clases medias y altas de los servicios de provisión pública, reduciendo de facto la universalidad del sistema; la excesiva discrecionalidad en la gestión del sistema por parte de las CCAA –impensable en otros sistemas de protección−, que convierte en papel mojado el carácter de derecho subjetivo del sistema; y la renuncia al establecimiento de un modelo específico de financiación, tal y como han hecho los países de nuestro entorno –como Alemania o Francia− cuando han optado por ampliar derechos sociales.

La construcción de un modelo viable de atención a la dependencia, que dé respuesta a los retos que el envejecimiento y la crisis de los cuidados están teniendo ya sobre la sociedad española, requiere poner fin a la política de recortes desarrollada en los últimos años pero, también, una revisión profunda de las bases sobre las que se creó el modelo.

 

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