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Independentismo catalán y representación

Enric Martínez Herrera / Thomas Jeffrey Miley

En su reciente artículo, Destino Ítaca: ¿Estamos ya todos a bordo?, Pau Marí-Klose y Francisco Javier Moreno desarrollan una interpretación lúcida y provocativa sobre las dinámicas políticas en la Cataluña contemporánea. Puede parecer que en Cataluña hay muy amplio consenso en pro de un siempre mayor autogobierno o, incluso, ahora, la secesión. S in embargo, según exponen, las apariencias engañan. Esta impresión obedece al silenciamiento de los partidarios de la unidad, en su mayoría castellano-parlantes de rentas bajas, por unas instituciones de representación deficientes. Este silenciamiento, en el que participa una parte sustancial de los representantes políticos, periodistas e intelectuales, se explica por varios factores, entre los que destaca el fenómeno de la “espiral de silencio”, en el que interviene el temor a las sanciones sociales de la que aparenta ser una mayoría apabullante contra aquellos que discrepen con ella.

Suscribiendo este relato en su práctica totalidad, queremos desarrollar o, en su caso, agregar tres elementos cruciales para la comprensión del proceso en curso. El primero es la intensidad de las preferencias – un tema que presenta problemas importantes para la teoría democrática, aunque en cierto sentido es relativamente simple. Supongamos que cerca de una cuarta parte del público catalán desee la independencia con fervor; que una décima parte se oponga resueltamente a cualquier aumento adicional del autogobierno; y que la amplia mayoría restante no tenga una opinión formada al respecto. Pongamos por caso, además, que la cuarta parte independentista esté mucho más interesada por el asunto que el resto. ¿No cabe esperar que la minoría con preferencias independentistas intensas se salga con la suya? Tener en cuenta no sólo el peso demográfico sino también la intensidad de preferencias – y los recursos de cada cual – tiene utilidad para entender las ventajas y desventajas, en términos de movilización, de los grupos rivales que buscan sentar consensos hegemónicos en pos de sus respectivos proyectos políticos.

Esto suscita la cuestión más amplia de por qué algunas preferencias devienen más intensas que otras, así como la cuestión, aún más general, de cómo se forman las preferencias. Una de las actividades básicas de los partidos políticos es precisamente ésta: los partidos no se limitan a responder a preferencias dadas (exógenamente) del electorado, sino que son activos en su fragua.

Pues bien, salvo raras excepciones, los partidos son organizaciones jerárquicas. Con esta estructura, la dirección de un partido puede ser capturada por sectores específicos de la población (habitualmente acomodados) con intereses particulares, las cuales no necesariamente reflejan las de los afiliados de base, y menos si cabe las de sus votantes. Quienes controlan el “aparato” pueden tener una influencia muy considerable en trazar los límites de la opinión pública “aceptable”. En otras palabras, pueden desempeñar un papel activo y autónomo en la forja de una hegemonía ideológica.

En este sentido, resulta especialmente llamativo que, en los principales partidos de Cataluña, sus diputados autonómicos expresan ser sustancialmente más nacionalistas que sus representantes municipales y éstos, a su vez, marcadamente más nacionalistas que los votantes del partido. Como se observa en la siguiente Tabla, donde se mide el nacionalismo catalán en términos de identidades relativas catalán-español, quienes controlan el “aparato” en CiU (Convergencia i Unió) y en el PSC (Partit Socialista de Catalunya) tienden a ser mucho más nacionalistas que sus bases (véase la Tabla 1).

Es más, como demuestra la Tabla 2, en la última década el nacionalismo de los parlamentarios autonómicos ha seguido en aumento, siempre por delante del de la ciudadanía.

Ahora bien, los dirigentes de los partidos aspiran a ganar elecciones o, cuando menos, a obtener suficiente apoyo electoral (y restárselo a sus rivales) para lograr participar en gobiernos de coalición. Lo cual les lleva a tener en cuenta, en alguna medida, las preferencias existentes entre el electorado en vísperas de los comicios.

Esto nos lleva a un segundo factor del proceso en marcha: el fenómeno de los “paquetes” de políticas. Son múltiples los asuntos o dimensiones entorno a los cuales los partidos pueden competir. Por lo general, estas organizaciones no ofrecen una propuesta sobre un único asunto sino, más bien, “paquetes” con una combinación determinada de políticas relativas a múltiples asuntos. Por ello, incluso si un partido es receptivo hacia los deseos de un electorado específico sobre ciertos temas, puede seguir cerrándose respecto a sus preferencias sobre otras cuestiones. Después de todo, el votante sólo tiene un voto con el cual castigar o premiar, de una sola vez, a los políticos por sus decisiones, resultados y posturas en múltiples asuntos.

Una gran parte de catalanes cuya primera lengua es el castellano parece ambigua respecto a asuntos tocantes a la “cuestión nacional” y se ve mucho más preocupada por “las lentejas” – asuntos perentorios relativos a políticas de bienestar y redistribución de la riqueza. En contraste, un número importante de ciudadanos cuya primera lengua es el catalán se interesa, y mucho, por temas relativos a “la nación”. Como consecuencia, mientras en el primer grupo es mucho más probable que intenten pasar cuentas a los partidos por sus políticas laborales, educativas, sanitarias, de pensiones, vivienda, etc., el segundo grupo es más propenso a evaluar las posturas de sus representantes sobre la cuestión nacional.

Sin duda, esta situación contribuye a favorecer a la minoría que expresa sus intereses en términos “nacionales”. Una “minoría abrumadora” que, además de jugar con ventaja por ocupar puestos clave en el sistema económico, en el político, el educativo, y el de medios de comunicación, ha disfrutado de un acceso aventajado al empleo público y privado, e incluso ha recibido subvenciones para sus asociaciones “civiles”, durante tres décadas.

Asimismo, las trabas para una representación demográficamente proporcional se agravan por la abundante evidencia de que una clara mayoría de catalanes castellano-parlantes considera que las elecciones autonómicas sólo tienen importancia secundaria y, por consiguiente, es mucho más probable que no vote o bien lo haga en clave de la situación del conjunto de España. Esta aparente indiferencia de muchos castellano-parlantes amplía el margen de maniobra de los partidos que aspiran a representarles regionalmente respecto a sus posturas sobre la cuestión nacional.

Y así llegamos a la tercera, pero no menos importante, pieza clave del rompecabezas: la crisis actual ha dado al movimiento nacionalista una oportunidad para cosechar los frutos de tres décadas de políticas de nation-building (construcción de la nación) centradas en el sistema educativo y los medios de comunicación. Estas políticas públicas han conducido a la asimilación al imaginario nacionalista de una proporción en absoluto pequeña de la gente cuya primera lengua es el castellano, especialmente entre aquellos con aspiraciones de ascenso social. Al mismo tiempo, y con mayor relevancia, estas políticas han contribuido a una fuerte intensificación de los sentimientos nacionalistas entre los catalano-parlantes.

Marí-Klose y Moreno quitan hierro al impacto de las políticas de “construcción de la nación” sobre el aumento del independentismo, sugiriendo que “de existir alguna relación entre ambos procesos, ésta no sería lineal, sino en todo caso escalonada y mediada por la aparición de eventos específicos que incrementarían el umbral de apoyo a la causa nacionalista.” Es completamente cierto que se ha producido un máximo histórico en el respaldo a la causa nacionalista desde el inicio de la presente crisis, sobre todo entre la población con origen autóctono, una parte de la cual ha sido sensible a la movilización en contra de la sentencia del Tribunal Constitucional – aunque hay que recordar que ésta obedeció a que los dirigentes nacionalistas rompieron el pacto de 1978, cuando la inmensa mayoría de la gente no aspiraba a más autogobierno. Sin embargo, existe evidencia clara de una tendencia sostenida, a largo plazo, en el mismo sentido, con especial importancia entre los ciudadanos con padres autóctonos y socializados en el contexto institucional de las tres últimas décadas, identificados en la siguiente Gráfica como “segunda generación” (2ªG).

En su análisis de la hegemonía ideológica, Antonio Gramsci distinguió entre guerra de posiciones y guerra de maniobra. El consenso político a favor de políticas de construcción nacional centradas en el sistema educativo y el sistema de medios de comunicación debe interpretarse como una guerra de posiciones en la que el movimiento nacionalista ha luchado para forjar su hegemonía. Con la crisis ha llegado la tan largamente ansiada oportunidad de pasar a la guerra de maniobra. ¡Ítaca, ya llegamos!

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