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La socialdemocracia europea no aprende

Vicecanciller alemán pronostica días "aún más difíciles" para los griegos

Cesáreo Rodríguez-Aguilera

No deja de resultar un tanto chocante la reacción de dos importantes dirigentes socialdemócratas alemanes, Sigman Gabriel y Martin Schultz, ante los resultados (incómodos para ambos) del reciente referéndum griego ya que prácticamente dan por rotos todos los puentes de la (inevitable) negociación en el futuro más inmediato. Con ello, han demostrado ser incluso más “ortodoxos” que Angela Merkel y Wolfgang Schauble, una sobreactuación que- en el fondo- no les va a hacer más creíbles ante el electorado alemán: entre el original y la fotocopia los votantes “comprarán” siempre lo primero. Por lo demás, en el caso de Schultz su intervención ha resultado doblemente extemporánea: como Presidente del Parlamento Europeo debería haber guardado mucha mayor contención institucional, a la vez que ha desautorizado su propia campaña electoral de 2014 cuando anunció que defendería el fin de las inflexibles políticas de austeridad..

Esta línea de rechazo frontal y sin matices de la política del Gobierno griego (que, por supuesto, también es criticable) ha sido compartida por dirigentes socialdemócratas de otros países (el fundamentalista de mercado y líder del Eurogrupo, el holandés Jeroen Dijsselbloem). En suma, el grueso de la socialdemocracia “nórdica”, con raras excepciones (Peer Steinbrück), se ha alineado de modo prácticamente indistinguible con el centro-derecha y ello implica una doble regresión: de un lado, significa claudicar ante los imperativos de los famosos “mercados” financieros, y de otro, supone objetivamente un repliegue nacionalista, impropio de una familia ideológica que- al menos en teoría- asume el europeísmo supranacional.

En consecuencia, es incomprensible el seguidismo de la socialdemocracia nórdica con relación a las políticas de austeridad rigurosa gratas a los mercados y a la derecha política y notoriamente injustas para los países menos favorecidos. Es incongruente de acuerdo con su tradición que tal subsector de esta familia ideológica (el discurso sobre la socialdemocracia “meridional” debe ser algo más matizado) se encuentre más cómodo con banqueros y empresarios que con trabajadores y desfavorecidos. Con ello, no sólo se aleja de su razón histórica de ser, sino que así se convierte en una opción voluntariamente subordinada y seguidista del centro-derecha. Si el famoso acrónimo TINA (el There Is No Alternative de Margaret Thatcher) implica que tan sólo es posible una política económica y sólo esa, una socialdemocracia tan “adaptada” a los requerimientos del establishment resulta muy poco atractiva para los ciudadanos progresistas, ni siquiera como “mal menor”.

Algo diferente es la posición de la socialdemocracia del mundo latino: François Hollande, Matteo Renzi y Pedro Sánchez han mostrado (al menos en teoría) alguna receptividad y parcial comprensión de las razones de fondo del claro triunfo del no en Grecia. Sin embargo, esta mayor moderación tampoco les ha llevado a una seria autocrítica y, sobre todo, a intentar proponer una clara alternativa a la ortodoxia fundamentalista neoliberal (Sánchez sí ha ido algo más allá al respecto, aunque cabe la sospecha de que así ha sido porque no gobierna).

Mientras la socialdemocracia no se atreva a liderar un proyecto crítico y realista de que “otra” Europa es posible, el terreno está abonado para que los electores desesperados recurran a los más diversos partidos de protesta. En la mayoría de los países europeos este descontento lo suele capitalizar la derecha radical populista, en algún caso han surgido formaciones extrañas y confusas (el Movimento 5 Stelle de Beppe Grillo en Italia) y en Grecia el fenómeno SYRIZA, un partido de izquierda radical en el Gobierno. Naturalmente, en España Podemos aspira a canalizar el descontento y en parte puede conseguirlo si la socialdemocracia clásica (el PSOE) no sabe competir eficazmente y de modo creíble con esta formación “emergente”.

Mientras la socialdemocracia tenga una actitud reverencial ante los mercados seguirá siendo, en general, fuerza secundaria y de modo duradero. Esto hará que una parte de la ciudadanía progresista abandone en masa a la vieja socialdemocracia incapaz de renovarse y de revertir la hegemonía de los mercados y busque otras alternativas, aunque a veces no sean muy fiables.

Las rectificaciones al poco de llegar al Gobierno (Hollande) o el continuismo ligeramente maquillado (Renzi) implica que incluso la socialdemocracia meridional es incapaz de cambiar en lo esencial las políticas económicas del centro-derecha, con lo que las alternancias se quedan siempre a medio camino (cambian las caras y, tal vez, algunas políticas secundarias, pero no las esenciales) con lo que se produce una devaluación de la democracia y el pluralismo.

En conclusión, la socialdemocracia debería atreverse a proponer de una vez por todas la politización de la Unión Europea: hace falta institucionalizar y visualizar con claridad el inevitable conflicto político entre diferentes alternativas. Ya no se puede seguir adelante con el cortoplacismo del mínimo común denominador y el híperconsensualismo a  ultranza de un “bloque central” indiferenciado (populares, socialistas y liberales). ¿Se atreverá finalmente la socialdemocracia a asumir la confrontación abierta, único modo de enriquecer el pluralismo político? 

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