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Vox ya estaba aquí

Fotografía de archivo (Madrid, 18/11/2007) del líder histórico de la extrema derecha española y fundador de Fuerza Nueva, Blas Piñar.

Juan José Téllez

Si el niño de “El Sexto Sentido” veía muertos, yo en ocasiones veo fachas. Después de aquella apoteosis zombie que fue el franquismo, nos quedaron sus restos y no sólo los del Valle de los Caídos: el Batallón Vasco Español y los Guerrilleros de Cristo Rey, los carlistas de Sixto a mano armada en Montejurra o los sorprendentes incontrolados que cazaban rojos, gays o sudacas con absoluta impunidad en los dulces días de la transición beatífica hacia la democracia.

Si bien los movimientos neofascistas y neonazis sólo habían encontrado eco importante entre los ultras de las canchas futbolísticas, siempre hubo alguna que otra organización política de esa calaña que aspiraba a reconquistar el poder por la vía inversa a la que Ángel González describía el glorioso alzamiento: “Gritaron a las urnas y él entendió a las armas, dijo luego”. Así fue creciendo Fuerza Nueva, con el notario Blas Piñar en el Congreso de los Diputados, o con menos ínfulas Democracia Nacional, del desdichado Saénz de Ynestrillas. De la CEDADE a las diferentes falanges –excluyendo la que se denomina auténtica porque va de autogestionaria--, otros líderes carismáticos como José María Ruiz Mateos o Jesús Gil y Gil heredaron buena parte de su peripatética: un populismo de cantina de cuartel, compraventa de voluntades y un desprecio absoluto hacia la ley con un visible recochineo hacia el pobrecito de Montesquieu.

Más allá de las encuestas, el radio macuto de la campaña electoral andaluza aventa la posibilidad de que Vox cuente con sorprendentes apoyos electorales, en el mismo hemisferio social del que se nutrió Jean Marie Le Pen en la vieja Marsella: eso que los marxistas llamaban lumpen proletariado antes de que dejáramos de leer a Marx si es que alguna vez lo habíamos leído. Que el cuarto mundo terminaría enfrentándose con el tercero, eso lo sabían el segundo y el primero cuando inventamos el imaginario de la globalización. Helo aquí, los empobrecidos peleándose por las migajas del estado del malestar y creyéndose al primero que diga que va a echar a los negros y a los moros del barrio y que van a bajarle los humos a las mujeres suprimiendo las leyes contra la violencia de género y otras zarandajas.

En las últimas semanas, entre la derecha extrema de Pablo Casado y la extrema derecha de Santiago Abascal a veces tan sólo media el color del logotipo de sus respectivas formaciones. De oírles a ambos, entre Juanma Moreno con Star Wars y ese otro spot de Vox con la caballería masculina que pareciera el toro de La Vega contra Susana Díaz, se diría que los andaluces están temiendo una nueva invasión sarracena, que creen necesaria una tarjeta para diferenciar a los caninos en función de su nacionalidad y que están tan hartos de la autonomía que quieren que recentralicen la Ley de la Dependencia y se la gestione Madrid, que la ha reducido al mínimo en los últimos años.

Sin embargo, lo peor es el discurso españolista que, tras los equilibrios en la cuerda floja que La Moncloa mantiene con Cataluña, ha terminado contagiando a Pedro Sánchez que ha acabado por asumir el Gibraltar español y la cosoberanía de Margallo antes que la reivindicación soberana pero anticipada por una sensata política de población que reivindicaron Moratinos y Morán.

Uno no sabe qué hacer

Uno no sabe qué hacer con esa nueva marca del facherío patrio. ¿La ignoramos para que no crezca o la enfrentamos precisamente para eso mismo? Sólo se me antoja responderme con el viejo aserto de Alejandro Dumas en “Los tres mosqueteros”, que recomendaba usar el florete como quien sostiene a un pájaro entre sus manos, ni demasiado fuerte para ahogarlo ni demasiado suave para que salga volando. No hay que matar moscas a cañonazos, pero habremos de estar prevenidos porque cualquier día amanecemos y aparece otra vez el pollo en la bandera del estanco. No sé si me da más miedo de salir a la calle, como en Grecia, y ver a los camisas negras de Amanecer Dorado, o enchufar la tele, como en Italia, y que salga el ministro Salvini como ídolo de masas.

Lo cierto es que Vox ya estaba aquí.  En las diatribas de la barra del bar, el monólogo de ciertos taxistas, el comentario de ese señor tan educado de la parada del bus. “Está lleno de gente normal”, me comentó una compañera que asistió al último macromitin de Vox en Madrid. La misma gente y con parecidas razones que llevó al Partido Nazi a ganar las elecciones alemanas antes de que ardiera el Bundestag. La misma que vitoreó a Mussolini antes de lincharle.

Los herederos de ese discurso no se fueron nunca y jamás, en nuestro país, esos argumentos supuestamente políticos pero en realidad infames, terminaron ante el banquillo de los acusados bajo una absurda interpretación de la Ley de Amnistía de 1977 como una ley de punto final. Ellos estaban aquí, con la paciencia de las estalactitas y las estalagmitas, construyendo una versión de la realidad que no era del todo real pero que se alimentaba de medias verdades. Lo que tendríamos que preguntarnos es, mientras tanto, dónde estábamos y qué hacíamos los demócratas. En ocasiones, también los veo, pero parecen muertos.  

  

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