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En qué se equivoca Pablo Iglesias

Anne Hidalgo

Ángela Cañal

Hace unos meses, una amiga me expresaba su desacuerdo sobre una columna que escribí con motivo del 25-N, en la que defendía entre otras cosas la importancia de contar con más referentes sociales de mujeres fuertes y poderosas. Mencionaba alguno de mis personajes favoritos del cine y la televisión, como la protagonista de 'Los Juegos del Hambre', la jefa de prensa en la magnífica serie 'El Ala Oeste de la Casa Blanca' o la cómica Amy Schumer, y cerraba con esta frase: “Hacen falta más Susanas, más Hillarys, incluso más Angelas Merkel”.

Mi amiga, votante de Podemos, me afeaba esta selección y venía a coincidir básicamente con lo que le acabamos de escuchar a Pablo Iglesias y que ha generado cierta polémica: “De nada sirve poner como portavoces a mujeres si éstas no están feminizadas”, ha dicho el líder de Podemos. Es decir, de nada sirve poner a mujeres en puestos de poder si van a gobernar como ya lo hacen los hombres.

El argumento, si lo leemos rápido, parece muy de cajón, y lo defienden no pocas portavoces feministas, como en este artículo, titulado '¿Sirve al feminismo que las mujeres lleguen al poder?', que mi amiga me recomendó. Aunque también, si lo leemos rápido, suena peligrosamente parecido al discurso de los contrarios a las cuotas de representación femenina en la política o en las grandes empresas. “Lo importante es contar con los mejores, no que sean hombres o mujeres”, justifican. Y suena obvio, ¿o no? Pues no.

Yo no digo que Pablo Iglesias defienda que no haya mujeres en política. Es evidente que no ha dicho eso. Aunque desde luego podría haberse ahorrado esa identificación entre lo femenino y las madres. Lo que ha venido a decir, o eso al menos he escuchado, es que “es importante y está muy bien” que haya mujeres en la política y en las empresas, pero lo verdaderamente importante es que eso “sirva” a otros objetivos que parecen definirse como superiores, como construir una sociedad más justa, más solidaria o en la que se “cuide” más a los demás, como hacen las madres.

En lo que creo que se equivoca el líder de Podemos, mi amiga y los portavoces anticuotas es en valorar la participación femenina en la esfera pública en términos de utilidad. En si sirve o no sirve para otros fines. Lo que creo que Iglesias y mi amiga olvidan es que la igualdad entre hombres y mujeres, en casa, en la calle, en el trabajo y en la discoteca, no es un medio, no es una herramienta, no es un instrumento. No debe condicionarse, ni siquiera retóricamente, a otras conquistas. La igualdad, como la libertad, es un derecho y, como tal, un bien absoluto, un bien en sí mismo.

Claro que yo prefiero mil veces a Anne Hidalgo, la alcaldesa socialista de París, que a la también francesa Christine Lagarde, directora del FMI. Claro que me enamora la senadora demócrata Elizabeth Warren, azote de Wall Street, y me causa espanto Sarah Palin. Por supuesto que elegiría siempre a Ada Colau sobre Esperanza Aguirre. No comparto las ideas de la mitad de ellas, pero no las cambiaría por un hombre con la misma ideología. Si alguien me pregunta si creo que sirve o no que esten ahí, respondería que sí, en la medida en que señalan horizontes de posibilidad para otras mujeres, mucho más valiosas, que de otra forma quizá no se habrían imaginado nunca en puestos similares. Pero sirva o no, simplemente es que tiene que ser así.

Cuando en 1931 se discutió y finalmente se aprobó el voto femenino en nuestro país, algunas referentes de izquierdas como Victoria Kent defendían que se aplazase hasta que las mujeres españolas estuviesen más maduras, menos dominadas por la Iglesia o sus maridos. Y no erraban en sus augurios: en las primeras elecciones votaron de forma mayoritaria a la derecha. Pero se equivocaban en algo fundamental al pretender condicionar un derecho básico, que equivalía nada menos que a reconocer por primera vez a las mujeres como ciudadanos, a otros fines por muy nobles e importantes que estos fueran.

Lo que intento decir, en definitiva, es que no mezclemos las cosas. No pongamos un “pero...” al final de una frase en la que defendemos la presencia de mujeres en política. Es bueno que haya mujeres en política. Punto. Cuantas más mejor. Punto. Cuanto más valiosas, mejor. Cuanto más progresistas, mejor. No pongamos peros por medio. Conste que yo no contemplo ni en mis peores pesadillas que mi ahijada Lola, cuando crezca, quiera parecerse a Margaret Thatcher o a Sarah Palin. Pero sí me gustaría que sintiera, viendo a su alrededor a muchas, a muchísimas mujeres, a mujeres perfectas e imperfectas, poderosas y humildes, desastrosas y geniales, que puede ser sencillamente lo que ella quiera.

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