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Marihuana

Vista de una planta de cannabis. EFE/Martín Crespo/Archivo

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La hipocresía del gobierno actual, en la que tanto se parece a todos los anteriores, alrededor de la regulación del cannabis ha provocado que España pierda un tren económico para el que estaba excelentemente preparada. No en vano, el país es uno de los mayores abastecedores del mundo (casi todo el cannabis de los coffe shops de Países Bajos procede de aquí y la demanda alemana está en alza, por ejemplo). Igualmente, tiene capacidad real, gracias a su clima, para convertirse en uno de los viveros del planeta (no solo por las plantaciones del sur, sino por todas las que pueden florecer, y de manera clandestina ya lo hacen, en la España vacía). Además, cuenta con algunos de los mejores expertos (a los que han recurrido muchos de la cincuentena de países que ya regulan su uso). Por si fuera poco, uno de los gigantes para su exportación, la empresa farmacéutica Alcaliber, no deja de enriquecerse.

Hasta el mes pasado, sin embargo, el gobierno, en contra de la misma OMS, sostenía que no había evidencias de que el cannabis tuviera cualidades terapéuticas. A principios de este mes, siguiendo precisamente las recomendaciones de la OMS, la ONU ha reconocido de forma oficial las propiedades medicinales de la planta. La ha sacado de la lista en la que la mantenía desde 1961, lo que dificultaba enormemente la investigación médica. De hecho, según el CIS, casi la totalidad de la población española está favor de su legalización para uso terapéutico.

El negocio legal del cannabis mueve alrededor de 50.000 millones de euros al año, en buena parte gracias a la regulación integral (incluido el uso recreativo) de un gigante del G-8 como es Canadá, que de este modo seguía a Uruguay. Además de esos dos países, esa lista de los que de una manera u otra ya lo regulan, entre otros incluye a Estados Unidos, Israel, Australia, Suiza, Países Bajos, Italia, Alemania, República Checa, Croacia, Dinamarca, Finlandia, Noruega, Polonia, Suecia, Luxemburgo y Portugal. No deja de ser ridículo que a todos ellos España les diga que no tienen ni idea, que no hay evidencias de ningún valor terapéutico en el cannabis, que esos 120.000 pacientes con esclerosis múltiple, epilepsia, cáncer o dolor crónico que aquí ya se lo autoadministran, en realidad están equivocados.

La Universidad Autónoma de Barcelona calcula que el Estado podría ingresar unos 3.300 millones de euros anuales en impuestos y cotizaciones si hubiera seguido la tendencia de nuestro entorno y hubiéramos regulado su uso medicinal. En lugar de ello, se ha dedicado a multar, perseguir y criminalizar a cultivadores y usuarios, a cerrar clubes y asociaciones gracias a la Ley Mordaza. Lo grave es que al mismo tiempo que negaba, y niega, el valor terapéutico, el Gobierno ha concedido licencias de exportaciones para uso médico a la antes mencionada Alcaliber, propiedad el millonario Juan Abelló y que ya cuenta con el monopolio del opio en España.

Por alguna razón, emborracharse a la vista de cualquiera en una terraza de un bar, o celebrar la Navidad bebiendo vino y cava delante de nuestros hijos en una cena familiar, es mejor que fumarse un porro en la playa.

Ahora, cuando el Estado quiera coger ese tren, se encontrará que su cerrazón ha perjudicado a los investigadores y cultivadores del país y ha permitido que el pastel se lo coman los grandes oligopolios. Esa ceguera incompresible, me temo, va de la mano de otra de orden moral, por mucho que el Gobierno de Sánchez la disfrace de cientificismo.

El uso recreativo

El sector del Gobierno de Unidas Podemos lleva tiempo trabajando en una ley que regule el uso integral del cannabis: medicinal y también recreativo. La ley que tenemos en España permite el autoconsumo en las viviendas e incluso el autocultivo... si tu planta no se ve desde la calle. Esa ambigüedad no es sino reflejo de una doble moral, de una hipocresía que dura ya demasiado tiempo.

La propia ONU calcula que en el mundo hay 200 millones consumidores habituales de cannabis, y muy probablemente se queda corta. No hay ninguna razón social ni sanitaria para criminalizarlos mientras, como en nuestro caso, el Estado grave el consumo de drogas mucho más perniciosas. Es el caso del tabaco, que provoca 60.000 muertes anuales en España, y el alcohol, implicado en casi la mitad de los fallecimientos por accidente de tráfico. Estamos hablando, por tanto, de drogas perfectamente legales que provocan terribles enfermedades y perturban, a menudo con resultados fatales, la convivencia. Por alguna razón, emborracharse a la vista de cualquiera en una terraza de un bar, o celebrar la Navidad bebiendo vino y cava delante de nuestros hijos en una cena familiar, es mejor que fumarse un porro en la playa.

Cuando se pretende justificar semejante dislate se apela a que se trata de una cuestión cultural, una costumbre arraigada, parte de nuestra esencia. Sería demasiado largo explicar aquí las políticas que sobre las drogas han guiado el último siglo, y cuánto de intereses económicos y de otro orden han marcado las regulaciones. En cualquier caso, parece que la ley que prepara Unidas Podemos no prosperará en todos sus postulados. Al fin y al cabo se trata de eso, de cultura, ¿no?, y en el Estado español parece que, según el Gobierno, es parte de nuestra idiosincrasia que ¿decenas de miles, centenares, millones? de personas consuman clandestinamente. A buen seguro muchos de esos ministros y ministras prohibicionistas prefieren fumarse sus canutos en la intimidad de sus pisazos. Porque ellos no son fumetas, ni moros, ni yonkis, ni perroflautas… Claro, solo son hipócritas. 

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