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El PSOE en su laberinto

Felipe González.

Javier Aroca

Si todas las encuestas conocidas hasta ahora, o su media, aciertan, el PSOE estará ante una de las encrucijadas más difíciles de su historia reciente. A pesar de su búsqueda desesperada del centro y de una centralidad en el debate político, de momento, no ha conseguido ni lo uno ni lo otro. La campaña se presenta en términos de enfrentamiento por bloques ideológicos: uno, el de la derecha, encabezado por Rajoy; otro, el de la izquierda, a pesar del los cánticos a la trasversalidad, liderado por Pablo Iglesias. Por sus aledaños pulula Ciudadanos, el gran comodín de lo que venga, y el PSOE, sin encontrar una clara definición.

En un escenario como el postelectoral previsto, los socialistas de Pedro Sánchez ya no podrán reclamar, otra vez, apoyo a un gobierno propio, sino más bien prestarse a uno de los bloques resultantes de las elecciones. Según un sondeo reciente de la Ser, lo razonable, desde una perspectiva de izquierda, y de la opinión de una mayoría de los encuestados, es que los socialistas se sumasen en la formación de una alternativa de izquierda. Más aún si, como parece, el bloque de izquierda supera al de derecha en escaños y votos. Y todavía más una vez fallido en su apuesta de intento de acuerdo con la derecha de Ciudadanos (acuerdo rechazado también por la misma encuesta) y descartada la gran coalición, propuesta en su tiempo por Felipe González y el ala más conservadora del socialismo.

Según el mismo González -hasta ahora uno de los azotes de la izquierda del PSOE, en particular de Podemos- se han producido una serie de condicionantes distintos a los que le impulsaron a su prédica en favor de la gran coalición, ahora pequeña, según sus propios cálculos electorales. Por eso, ahora propone, y no sé si Sánchez dispone, que se deje gobernar al que tenga más votos. Si habla de partido y no de bloques será una interpretación de la democracia parlamentaria inédita en él, más propia de la derecha en el Gobierno.

Es difícil sostener que González no esté pensando en la abstención del partido liderado por Sánchez. Siempre al borde del riesgo, el veterano presidente lo que está mandando es un mensaje a sus electores de que no van a ganar, en contraste con los desgañitados esfuerzos de optimismo de hasta la mismísima Susana Díaz. Pero él se lo puede permitir.

No es probable que el PSOE sea la lista más votada ni que encabece ningún bloque ideológico. Lo previsible es que la lista más votada sea la del PP, es decir, lo que está diciendo es que Sánchez se abstenga para que gobierne el PP. No hay motivos para pensar que, a pesar de que ha mejorado su discurso sobre Podemos, si son la lista más votada -en todo caso podría serlo del bloque de la izquierda-, haya que apoyar a Iglesias. Así, los socialistas estarían ante el reto más importante de su historia reciente: o se abstienen para que gobierne la derecha, o se abstienen para gobierne la izquierda. Todo un papelón.

Si a la incertidumbre del movimiento postelectoral se suman sus problemas territoriales, tanto de definición de modelo como de influencia de las baronías, incluida su perspectiva orgánica, el cóctel es explosivo. A Sánchez no parece que le quede mucho más recorrido. No es imaginable su papel de vicepresidente en un Gobierno, de uno u otro bloque, tampoco en su propia formación le auguran futuro como líder de la opción, que quizá ni lo fuera su partido.

Suena a tiempo de recambio y dicen que lo nuevo viene del sur, un advenimiento, que no será la entrada en Belén del mesías, sino más bien una vía dolorosa, con críticas agrias y reproches de los desafectos, y dudas y desconfianza en el futuro de los afectos. Y sin tener en cuenta que el PSOE quizá tampoco gane en Andalucía.

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