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A tomar por saco Gibraltar

Archivo - Vista del peñón de Gibraltar

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Es el parto de los montes. Estamos tardando más en llegar a un arreglito para que los gibraltareños y los campogibraltareños no sufran las peores consecuencias del Brexit que para conseguir el desarme nuclear o para que Israel participara en el Festival de Eurovisión.

Si los ministros Albares y Truss no lo remedian, el Tratado entre Gran Bretaña y la Unión Europea se irá al traste, con más de un noventa por ciento de acuerdo y, me atrevo a presumir, una sola aunque importante diferencia: que a los chapas y picoletos se les vea sellar pasaportes en el aeropuerto y en puerto del Peñón, aunque sea disfrazados de Frontex.

Me da el pronto de que el espíritu del acuerdo de Nochevieja está a punto de irse a tomar por saco porque los altos funcionarios de nuestras respectivas democracias siguen jugando al Estratego con los habitantes de un lado y otro de la Verja. Me da el filin, que quieren que les diga, de que les importa más salvar la honra de las viejas casacas y legajos del Tratado de Utrecht, aunque sea a fuerza de seguir fastidiándoles la vida cotidiana a quienes viven el contencioso en primera línea de fuego diplomático y no retransmitido a través de las cámaras 4K del Ferrero Rocher de los cócteles oficiales.

Volvemos a hacer historia y volveremos a perderla. ¿Quiénes? Las kelis de frontera, los camareros de ocasión, los churreros, los barristers, los ninis a dos velas, las sanitarias, los cuidadores, los jubilados

Aquí todo el mundo parecía, por una vez en la historia, decidido a pedir tiempo muerto en la indiscutible videoconsola de la soberanía en la que no hemos obtenido más que un game over constante desde 1713 o desde 1704, según quepa considerar. Que los ingleses son unos marrulleros, no cabe duda. Que los españoles llevan perdiendo bola desde mucho antes de Trafalgar, a los libros de historia me remito. Pero quienes sufren la sangre, el sudor y las lágrimas, son los yanitos y no Winston Churchill. Quienes pagan el pato del Gibraltarespañol, suelen ser los propios españoles que viven de la Roca porque España solo les ha delegado ventanillas de impuestos y cuerpos y fuerzas de seguridad a uno de los territorios con más paro crónico de este país.

Ahora, gibraltareños y andaluces, españoles y británicos, parecía que íbamos a ser amigos para siempre en la olimpiada de un gran área de bienestar común que va a terminar siendo, begin the beguine, la del malestar eterno; la de así te la apañes con el contrabando porque nuestro país está para defender a la patria y no a los compatriotas. O, bien, la de volved a Numancia, escorpiones de la Roca, así os las apañéis que ya vendrá Britannia a echaros un cable si tenéis que tardar más en cruzar la Verja que en volar a Londres.

Volvemos a hacer historia y volveremos a perderla. ¿Quiénes? Las kelis de frontera, los camareros de ocasión, los churreros, los barristers, los ninis a dos velas, las sanitarias, los cuidadores, los jubilados, la chiquillería que estudia inglés allí o español aquí, los currantes en las empresas de juego on line, los que se buscan las habichuelas en un extranjero que está a 500 metros de distancia de La Línea pero a muchas horas de ese mismo lugar, si la frontera se convierte en un abismo. Incluso antes de que llegue Vox para echarle dos cerrojos a la Aduana, tal y como promete su ardor guerrero.

La misma España que mira para otro lado mientras cargan misiles Tomahawk a bordo de un submarino nuclear estadounidense en el puerto del Peñón, se ufana en ponerle pegas para cruzar por la Verja a todo un general gringo camino de Lisboa

La misma España que mira para otro lado mientras cargan misiles Tomahawk a bordo de un submarino nuclear estadounidense en el puerto del Peñón, se ufana en ponerle pegas para cruzar por la Verja a todo un general gringo camino de Lisboa. Más nos valdría, digo yo, si es que nos engorilamos con el yankee go home, aprovechar el rentoy para liquidar los acuerdos con Washington y poner de patitas en la calle a la Usnavy y a la Usaf de las bases de Rota y de Morón, aunque esta última –ironías de los tiempos modernos—ya esté más bien situada en el corazón agrolibertario de Marinaleda.

Un fracaso lo sufrirán los de abajo, pero también los del entresuelo: el Gobierno de Gibraltar, probablemente, porque su ciudadanía va a pasarlas de órdago si no hay fumata blanca; pero sobre todo, a ver qué moto van a venderles de nuevo los alcaldes de la comarca a sus votantes, más allá de la vaga promesa de que el Estado español se volcará en la zona para paliar los desperfectos. ¿Como han hecho con el célebre Plan de Seguridad para este territorio, donde siguen rindiendo homenaje a la mucha-mucha policía de Joaquín Sabina, sin que se le vea un detalle a la Madre Patria respecto a la educación, la salud y las otras marías de nuestras asignaturas pendientes? ¿Como hizo España, acaso, en 1969, cuando el cierre de las comunicaciones y el exilio de miles de trabajadores que se las afanaban en el Peñón? Como ya nadie escribe cartas, ni siquiera tendremos unas migajas de los sellos postales que imprimió Correos para aquella célebre gesta del franquismo.

Aunque ya no existan Franco, ni Castiella y sepamos que todos los alcázares terminan rindiéndose, la vieja guardia diplomática sigue ahí, como las añejas pelucas se pasean todavía por el salón de los pasos perdidos del Foreign Office. Ni a unos ni a otros les gusta un acuerdo del que no se sientan vencedores. Y, aquí y ahora, hace falta que España y Gran Bretaña pierdan para que sus súbditos en este confín perdido del mundo ganen aunque sea algo de tiempo: tiempo muerto, para construir una economía sostenible, para mirarse cara a cara sin saberse adversarios eternos, para erradicar el crimen y consensuar la ley que ayude a forjar ese extraordinario concordato al que llamamos simplemente convivencia.

Vendrán los bots, haters y hackers a repartir al tuntún el sambenito de vendepatrias, a seguir jugando a las casitas con esta gente mía, tan de carne y hueso, tan de verlas venir, sin que el hambre o el hastío tengan visado para decir esa boca es mía. Mientras arden las calles de Ucrania y las urnas de París, no estaría de más mirar la Verja para intentar erradicarla, antes de que tengamos que volver a hablarnos a gritos a un lado y a otro de la empalizada de la estupidez.

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