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El último tren a Katanga

Díaz Ayuso y Feijóo en el escenario del congreso del PP de Madrid.

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En estos días y en otros del año, los fines de semana también, las estaciones de Madrid, su aeropuerto, me recuerdan una película de mi niñez: El último tren a Katanga. La gente huye, huía de la guerra del Congo. En mi barrio los niños cantábamos “qué pasa en el Congo que al blanco que cogen lo hacen mondongo”. El personal se las pira.

En un documental decía un historiador que los circos y anfiteatros romanos no se construían solo para dar pan y circo a los romanos, eran un símbolo del poder, eran Roma. El circo de Madrid es eso también, es el poder, es España, pero ¿qué España?

Salgo con la tensión a cuestas, con la crispación. Esa España se ha convertido en muy inhóspita, hostil, tensa, se masca el conflicto. Quizá porque allí está todo, el poder sin adjetivos, el Congreso, el Senado, el CGPJ, el Tribunal Supremo y el Tribunal Constitucional. Están los grandes partidos políticos, sus líderes, el IBEX, las grandes compañías y sus sedes centrales, los cuarteles generales, las academias de todo, ministerios con competencias y otros sin ninguna apenas pero vivos como testimonio resistente de lo imposible que es la descentralización. 

También los grandes medios de comunicación, la Conferencia episcopal, los economistas que no han podido ser ministros, los jueces menesterosos de lo que pueda venir, La Liga, la Federación de Fútbol, Florentino, artistas. También flamencos viejos, con la gloria perdida, atascados sin poder volver sin reconocer que se acabó. Y los políticos peleando por un sitio en las listas por Madrid, que es como la lotería de Doña Manolita, la que más toca. 

Y cómo no, los grandes comunicadores de España, casi todos de fuera de Madrid, y tribus de periodistas, mejor dicho, hordas, al liquindoi de otras cercanas. No es peyorativo, es cuestión de tamaño antropológico. Ese Madrid funciona así, por cuchipandis. Los ves estos días reunidos por afinidades. No sé lo que pasa pero entre tanta crispación, enfrentamiento mediático, matrimoniadas entre periodistas de izquierdas y allegados, uno llega a la conclusión de que todo el mundo en la corte se debe algo o le queda munición en la canana.

Antón Losada suele repetir que qué le han hecho en Madrid a Núñez Feijóo para cambiarlo tanto. Otros gallegos dicen que ya era así y no hay derecho a devolución. Son las servidumbres de la corte que te absorbe y ya no eres el mismo. Es como el vino de criaderas, llegas y, con el tiempo, acabas en la solera, madrileño, madrileño. Todos tenemos la culpa, que no se zahieran los gallegos, los andaluces mandamos a Alfonso Guerra y allí se quedó varias décadas, mandón, oyente y sedente, pero lo devolvieron descatalogado. Desde Murcia les llegó Teo García Egea, el lanzador de aceitunas, y ahora, desde Andalucía, también les han llegado la crispación de Elias Bendodo, un joven iracundo que por aquí pegaba poco. Pero hay muchos más.

Los madrileños son una minoría. Son gente afable, hospitalaria, muchos son de por ahí- a simple oída diría que son casi todos de Ponferrada y alrededores-. Sufren más que nadie a esa Madrid. Como Madrid es España, es un fiel reflejo pero más acentuado de sus desigualdades. Las cuchipandis de los más ricos son prácticamente invisibles- excepto el parque temático de Salamanca-, pero existen, están en los mejores saraos, en la sierra y en Marbella. Lo que más se ve es gente humilde. En una ciudad tan rica sorprende ver tanto pobre, tanta vivienda desvencijada, tanto barrio marginado, tantas riadas de personas y sus familias sin más disfrute que andar entre luces, escaparates, colas para todo y puestos de pelucas. Son felices y peleones, merecen toda muestra solidaridad en sus luchas.

Cuando estás por allí parece que todo se juega ese día concreto, que no hay solución a nada, ni un mañana. Debe ser que se juegan mucho. Un ambiente irrespirable que solo encuentra algo parecido en la red, en donde casi todo el mundo insulta, crispa y da carnés auténticos de lo que sea.

Cuando en algún momento te desconectas es como cuando por fin sales en el tren. Y, conforme te vas alejando del epicentro de la crispación todo mejora. Ya en los vagones ha cambiado hasta el acento, eres periférico pero menos, lo de provincias suena a insulto de catetos mesetarios. Todo se va relajando, has pasado Los Pedroches, llegas al valle, y bajas y bajas y te baja la tensión política. Quizá por aquí no nos jugamos tanto o nos debemos menos, pero es otro mundo.

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